Alcaudete imaginado

jueves, 11 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: Antiguo Hospital de la Misericordia


Alcaudete Imaginado: El Antiguo Hospital de la Misericordia

Sabía que aquel edificio era especial desde el primer día que empecé a trabajar allí.  Aún no tenía conocimiento de que anteriormente había sido hospital, escuela y consultorio médico, apenas llevaba unas horas en Alcaudete.  Fue cruzar la vieja puerta de madera y sentir el aliento de una mujer en mi nuca y su aroma a colonia antigua, que tenía la intensidad del jazmín recién cortado. Miré hacia atrás, pero no había nadie, solo un sol ceniciento que rebotaba en la fachada blanca y se estrellaba contra los adoquines de la calle. Subí por las escaleras, asida a la baranda de madera, pues la presencia me había conmocionado, y notaba que mis piernas temblaban y me hacían perder el equilibrio.
Mi despacho estaba situado en la primera planta, desde la ventana podía ver el patio trasero, unas chumberas, un trozo de muralla y lo más alto de la torre del castillo. Me sentí bien allí, casi había olvidado esa brisa que perturbó mi llegada, quizás solo había sido un mal presentimiento. Los primeros días todo transcurrió con normalidad. Por las mañanas, justo al llegar, antes de conectar el ordenador, subía las persianas amarillas de las ventanas de la fachada principal, que daban a la calle Carnicería. Durante unos segundos contemplaba el cerro del Calvario y la Sierra Ahillos, como si buscara en ellos la fuerza necesaria para afrontar la jornada.  
No sucedió nada especial hasta el primer día que me tocó trabajar por la tarde. Estaba sola y anocheció pronto.  “El invierno se alía con los espíritus”, era una frase que solía repetir mi madre en aquella estación. Al poco de llegar, empezaron los ruidos. Eran pequeños golpes que venían del piso de arriba. Subí las escaleras sin miedo, ya apenas recordaba ese aliento en la nuca del día de mi llegada. Creía que los sonidos que había escuchado podían provenir de algún gato callejero. Una mañana, al abrir la puerta, había saltado uno por el hueco de las escaleras, sobresaltándome y provocándome una sonrisa de alivio al descubrir que solo era un felino que había pasado allí la noche.
El segundo piso estaba dividido en dos grandes salas de techos abuhardillados y una pequeña antesala con varios expositores. En uno de ellos había algo que llamaba poderosamente mi atención: una vitrina con instrumentos ginecológicos, me habían contado que en aquel edificio, cuando todavía era un hospital, habían nacido muchos niños. Descubrí, asombrada, que estaba abierta y que algunos de ellos habían desaparecido. De pronto, los golpes se reanudaron, ahora con más intensidad, provenían de la sala de la izquierda, la que estaba adaptada como aula de formación en simulación de empresas.
Empecé  a sentir miedo. El miedo es algo extraño, se manifiesta de distintas formas, hay gente que se queda paralizada, a otros les da por correr, hay quien se orina encima o quien se vuelve agresivo.  A mí me da por cantar, no puedo evitarlo. Así, que sin más, empecé a entonar una canción de Nino Bravo que tenía almacenada en algún remoto rincón de mi mente: “De día viviré pensando en tu sonrisa, de noche las estrellas me acompañaraaaaaaaaaaaaan…”
Entonces ocurrió algo que me obligó a callar. Alguien me llamaba por mi nombre desde el otro lado de la puerta. Intenté entrar, pero estaba cerrada. La llamada parecía más bien una súplica. Así que bajé las escaleras en busca de la llave del aula. Ni siquiera paré a reflexionar sobre lo que estaba haciendo, aquellos gritos desconsolados habían despertado en mí el deseo de ayudar. Cuando abrí la puerta, en un acto reflejo, se me abrió también la boca. En vez de los ordenadores, las mesas de despacho, los paneles y las pizarras que componían el aula, me encontré con una hilera de camas, con blancos cabeceros de forja, todas vacías menos la primera. Allí yacía una mujer embarazada. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y me pedían suplicantes que la ayudara. Bajo su cama se estaba formando un charco, grité cuando comprendí que era de sangre.
Yo sabía que los fantasmas existen. Me lo había contado mi madre cuando era pequeña, ella solía verlos continuamente, por eso no estaba más asustada aún. Y supe que en aquel edificio había fantasmas desde el primer día, aunque intenté obviarlo y traté de centrarme en mi trabajo burocrático.  Y ahora estaba allí, frente a una mujer etérea, que se abrazaba a su barriga como si quisiera evitar una gran desgracia. Una desgracia que había ocurrido muchos años atrás.
¿Qué podía hacer? Sabía que aquello no era real, pero la mujer seguía sufriendo.  Me pedía que salvara a su niña, “estoy segura de que será niña, yo voy a morir, pero tienes que salvarla a ella”, me suplicaba. Recordé entonces que mi madre siempre me decía que la mejor forma de espantar a un fantasma era aceptarlo, creer en su existencia. Ese día yo pude comprobarlo. Traté de consolarla con palabras dulces. Acaricié su pelo inexistente, sequé sus lágrimas de polvo y poco a poco, tal como había llegado, fue desapareciendo. Salí del aula, apagué las luces de la segunda planta, después de comprobar que todo el instrumental médico había vuelto a su sitio, bajé a mi despacho y con la firme decisión de abandonar aquel trabajo lo antes posible, empecé a redactar mi renuncia. Sabía que aquello se repetiría, que los fantasmas no desaparecerían, pues en pocas ocasiones encuentran a personas como yo, que pueden verlos y entenderlos. Eso también me lo había dicho mi madre.
Aún tardé un par de semanas en marcharme, les di tiempo a mis jefes para que buscaran a otro técnico en asesoramiento empresarial y ponerlo al tanto de los asuntos pendientes. Unos días antes de irme, una señora entró a la antesala de mi despacho mirándolo todo con curiosidad, “cómo ha cambiado esto” me dijo. Y yo sentí un escalofrío al ver sus ojos. “Yo nací aquí” continuó, “hace más de medio siglo. Pobrecita mi madre, que murió al dar a luz”. Dicho esto, sus ojos se inundaron de lágrimas y entonces lo entendí todo, aquellos ojos eran idénticos a los de la mujer embarazada. 

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