sábado, 23 de agosto de 2008

De seda

De seda las manos que me tocan
Librando batallas perdidas
En mi cuerpo desatado,
Sutiles y armoniosas,
Desconocidas.

De seda los ojos que me miran
Dibujando caricias inesperadas
En mi vientre atrapadas
Silenciosas y calmas,
Atrevidas.

De seda la voz que me susurra
Liberando mis sentidos,
En mi boca detenida
Húmeda y cálida,
Enfebrecida.

jueves, 21 de agosto de 2008

boosterblog


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lunes, 18 de agosto de 2008

Noches de cine, eclipses de luna y estrellas fugaces



Las noches de verano tienen un encanto especial, sobrevienen con languidez, perezosas, como haciéndose de rogar. Extiende con firmeza un manto de oscuridad y frescor, que reanima nuestros cuerpos agotados por las calores diurnas. Apetece salir a tomar el fresco, como aún hace mucha gente en nuestras calles, sacan su silla a la puerta y entablan conversación con los vecinos. A beber una cerveza fresquita con su sabrosa tapa en una terraza o por qué no; a ir al cine de verano.

Colgada del cielo está la pantalla, inmersa en una oscuridad nocturna y alevosa. Las creaciones humanas, los sueños inventados, desfilan suspendidos en el aire, arrancando suspiros de amor y odio, risas y llantos.

Un poco más arriba, la bóveda celeste nos ofrece otro espectáculo. Inalcanzable y altiva, nos deja verla, observar sus luces antiguas, maravillarnos con los astros que en ella pululan. Algunos dejaron de existir hace miles de años, pero aún podemos contemplarlos. Cómo esas viejas películas en blanco y negro, con apuestos galanes y bellas damiselas, los actores quizás murieron o están comidos de arrugas, pero su belleza seguirá viva mientras nosotros sigamos viéndola.

A veces, el cielo se torna celoso y, en su afán de competir con el espectáculo que nos ofrece el séptimo arte, nos muestra algunos de sus prodigios. Una estrella fugaz a la que pedir un deseo o un eclipse de luna, repleto de magia y misterio, como ocurrió la noche del pasado sábado.










jueves, 14 de agosto de 2008

Duda Moral


La mujer levantó la piedra y allí la esperaba el alacrán, tratando de dominar su miedo lo cogió con las pinzas y lo depositó con sumo cuidado dentro del frasco. Después caminó en silencio ajena a la lluvia, gruesas gotas de tormenta que calaban su fino vestido veraniego. Entró en la casa y bajó al sótano. Colocó el frasco en la estantería. Decenas de botes similares albergaban criaturas de la misma especie. Esperaban un veredicto. Cloe aún tenía una duda moral. Ninguno de aquellos había sido el que inoculó el veneno en su pequeño bebé, causándole la muerte. ¿Es toda una especie responsable de los actos de un individuo?

domingo, 10 de agosto de 2008

La chica de la falda tableada




Título: La chica de la falda tableada

Se veía un ancho cartel con doradas letras, bajo el cual una joven, casi adolescente, se subía los calcetines y recomponía la falda. Era una falda tableada, de cuadros verdes, el uniforme de un colegio de pago, sin duda. El pelo castaño, recogido atrás en una humilde cola, reflejaba la luz rojiza de un atardecer otoñal. Olía a tierra mojada, las flores del parterre aún retenían golosas las traslúcidas gotas de la reciente lluvia. La muchacha fruncía el ceño mientras miraba repetidas veces el reloj de pulsera con ansiedad. Alguien la hacía esperar.

Yo nunca haría esperar a una chica así, pensé, al tiempo que me acercaba un poco más para estudiar sus gestos. Avancé despacio, oculto tras los setos, con miedo a delatarme. Me encontraba a escasos metros cuando él entró en escena, anticipé su presencia por el brillo en los ojos de la muchacha y la sonrisa que iluminó su cara. Aprecié el ajetreo en su pecho, la respiración agitada y un breve suspiro de alivio que devolvió el color a sus mejillas. Me sentí mal, como si acabara de perderla, subí el cuello de la gabardina y muy a mi pesar pasé de largo. Como siempre dice mi mujer, la niña ya sabe lo que se hace.


sábado, 9 de agosto de 2008

La envidia

La envidia



Se quedó prendado de su cuello, largo, hermoso, eterno. Anudado a las pestañas que abanicaban sus ojos negros. Absorto en sus esbeltas piernas, de muslos infinitos. Después, con un suspiro, se alejó con sus patas cortas, arrastrando la cruel barriga por el suelo. ¡Quien fuera jirafa, suspiró el hipopótamo!

viernes, 8 de agosto de 2008

La tortilla voladora (Cuento Infantil)

Dibujos: Irene Martinez Moreno (6 años)


Título: La tortilla voladora



En la cocina del restaurante “La sartén de Paca” todos los días se cocinaban muchas tortillas, con patatas, con espinacas, con atún, con queso... Paca iba cogiendo los huevos que estaban perfectamente colocaditos en sus hueveras, todos con la misma carita de pena, que los huevos también tienen su amor propio y no gustan de acabar espachurrados en una sartén. Pepita era un huevo diferente, su mamá una gallina campera acostumbrada a vagar libre por el campo, le había enseñado que todos tenemos derecho a ser libres, incluso un pequeño huevo coloradito como ella podía decidir su futuro. Pero hoy Pepita iba a ser convertida en una tortilla francesa para un niño de mofletes colorados, que no paraba de gritar y dar saltos en su silla: tengo hambre, tengo hambre, repetía sin cesar.

Pepita acabó en la sartén de la vieja Paca, que tras añadirle la sal, empezó a voltearlo con tal fuerza que se transformó en un instante en una tortilla amarilla y redondita e iba volando por la cocina cada vez que Paca le daba la vuelta. En un momento de descuido de la cocinera, la tortilla aprovechó para dar un salto más alto y salir volando por la ventana, iba saltando y volando libre por el restaurante. La gente la miraba asombrada, los niños aplaudían creyendo que era un truco de magia. Total, que nadie hizo nada por detenerla y Pepita pudo salir a la calle. Hacía un aire fresquito, que sentaba muy bien después de haber estado dentro de una sartén, ¡no veas como quema el fogón!

Pepita descubrió que siendo tortilla podía volar, si movía al tiempo los dos lados, podía desplazarse por el aire como una paloma. Estuvo practicando ajena a la gente que paseaba por la calle que la miraba con asombro. ¡Es una tortilla voladora!, gritó un niño pelirrojo que iba con su madre al dentista. No sabes que inventar para no ir al médico, dijo su mamá sin hacerle mucho caso.

Pepita lo pasaba muy bien viendo las caras tan raras que se le quedaban a la gente cuando la veían pasar volando por encima de sus cabezas. Ella hacía piruetas y requiebros y agradecía con gran salero los aplausos de los más pequeños, que estaban entusiasmados con el espectáculo.

Pero pronto comprendió que ser una tortilla solitaria en el mundo no es fácil, echaba de menos tener amigos. Antes, cuando vivía en la nevera con los otros huevos, cantaba y reía, pero ahora estaba sola. Iba pensando que necesitaba una amiga, cuando oyó a lo lejos, la voz de una niña que cantaba una nana a su muñeca. Se acercó dando saltitos y le vio la carita, era rubia con una nariz respingona y los dientes un poquito separados.

- Estoy viendo una tortilla voladora- dijo la niña asombrada.
- Soy Pepita- la tortilla se echó a llorar- estoy triste porque no tengo amigos.
- Yo me llamo Irene, si quieres puedo ser tu amiga.

Pepita se puso muy contenta, su nueva amiga Irene la había invitado a su casa, tendría el hogar con el que siempre había soñado. Irene le había dicho que tenía que esconderse muy bien, pues si su mamá la veía la obligaría a comérsela, pues su madre muchas noches le preparaba una tortilla para cenar.

Escondida entre los juguetes de la niña esperó ansiosamente a que Irene volviera al dormitorio para jugar con ella, pero la niña venía tan cansada que se durmió mientras que su papá le contaba un cuento. Así que la tortilla Pepita volvía a encontrarse sola y aburrida. Pensó que por la mañana podría jugar con Irene, pero cual fue su sorpresa al ver que la niña tenía que ir al colegio y se volvió a quedar sola. Así que decidió ir a dar una vuelta y buscar trabajo para hacerlo un regalo a su nueva amiga.

Llegó a una guardería y la emplearon como cuidadora de niños pequeños. Al principio todo iba bien, los niños jugaban con ella y se divertían mucho, pero conforme se iba acercando la hora del almuerzo, los niños empezaron a mirarla de otra forma, con los ojos ansiosos por comerla. Así que la tortilla tuvo que salir volando para que aquellas criaturitas no la devoraran en un santiamén.

Triste de nuevo, caminó hasta que vio un cártel que anunciaba que necesitaban camareros, era un restaurante, se ofreció y el dueño la contrató para que sirviera las mesas, pero como sus manos eran flacuchas, derramaba la bebida sobre los clientes y todos se enfadaban con ella. El jefe la despidió, y le dijo que no volviera nunca más. No le pagó ni un euro.

Sin dinero no podía comprarle un regalo a Irene, que era su única amiga, a la que quería dar una bonita sorpresa. Entonces recordó que cuando se escapó del restaurante, todos los niños miraban admirados como volaba y hacía piruetas. Se fue al parque, allí siempre ahí niños, y puso un sombrero para las monedas. Se puso a dar vueltas en el aire, subiendo y bajando, retorciéndose, abriéndose y cerrándose… Los niños se reían sin parar, y las mamás le echaron unas monedas. Pepita era feliz, por fin podría comprarle el regalo a Irene.

Pero cuando caminaba buscando una tienda de regalos se encontró con un gato malvado, de ojos grises y bigotes largos, que la miraba con cara de hambre, salió corriendo tan deprisa que se le perdieron las monedas por el camino.

Triste de nuevo llegó a casa de Irene y le contó todo lo que le había pasado, la niña la abrazó y le dijo que no necesitaba ningún regalo, que el mejor regalo que podía tener era su amistad. Desde entonces juegan juntas todas las tardes como dos buenas amigas.
FIN








martes, 5 de agosto de 2008

La Dulzura

La dulzura

La dulzura que se escapa de tus labios
Huele a verano
A melocotones frescos
A hierba mojada

Es fruta exquisita por escasa
Como perfume bueno
Se vende cara

La dulzura que persigo es infinita
No conoce de fronteras
Ni vallas, ni alambradas
Es eterna, es etérea.
Es tierna como una mañana
Recién estrenada

lunes, 4 de agosto de 2008

Y después de las vacaciones....

Futbol y ...

Tras incumplir mi promesa de escribir mucho en las vacaciones, el mes de julio se pasó volando, ahora en agosto retomo la tarea y, a pesar de las calores, me he hecho el firme propósito de terminar mi nueva novela, poner en activo este blog, organizar mi despacho y los asuntos pendientes y no se cuántas cosas más. Supongo que algo se interpondrá entre mis deseos y yo, como siempre.

De las playas de Portugal me he traído el olor a mejillones de los primeros días, el color de los acantilados y un par de kilos más, que el ocio lleva a la gula, está demostrado.

He guardado en mi memoria imágenes, sonidos, olores... que algún día despertarán bajo mis dedos en las pulsaciones del teclado y ayudarán a crear nuevas historias.



.... tenis








1º Premio Certamen Mujeres Creadoras del Ayuntamiento de Baena. Año 2008

Título: El ardor en la sangre


- ¿Te vas a llevar alguno?
- No, no, solo miraba - Salvadora, azorada- cóbrame el Marca.
Aniceto observó cómo abandonaba la librería; todos los días igual, cogía el periódico deportivo, ojeaba algunos libros del expositor para luego dejarlos allí. Pagaba el importe justo del Marca y se deslizaba sobre sus zapatos de tacón bajo hacia la puerta. Salvadora no era ninguna belleza, su cara anodina y limpia de maquillaje pasaría inadvertida ante cualquiera. Las formas de su cuerpo permanecían escondidas bajo una ropa amplia, asexuada: camisetas de algodón, vaqueros anchos, blusas sueltas. Madre de dos hijos, ya mayorcitos, los dos varones a veces venían con ella a la papelería y correteaban entre los estantes provocando la ira de su progenitora. Se la veía cansada, cansada de regañarles y de luchar para que se portaran bien, pero a los diez y trece años la energía rebosa del cuerpo y se desborda en forma de travesuras y correrías.

No era atractiva, pero a Aniceto le llamaba la atención su forma de mirar los libros, de tocarlos, de pasar las hojas, de detenerse en alguna página y leer unos párrafos. Veía cómo le llameaban los ojos, cómo se le encendía el semblante; a veces pasaban largos minutos hasta que algún ruido la sacaba de su ensimismamiento y cerraba el libro con pesar. Para el librero constituía una incógnita por qué nunca compraba ninguno. Conocía a la familia, no eran ricos pero tampoco pasaban necesidades; su marido, maestro albañil, trabajaba todo el año, que ya era mucho decir en un pueblo como aquel en que se dependía tanto de la campaña de la aceituna o de la temporada de los dulces navideños, en la que de septiembre a diciembre también se empleaba Salvadora, más de una vez la había visto con el gorrito y la bata blanca y aquella cara de cansancio que nunca la abandonaba. Aniceto cerró la tienda y caminó despacio hasta su casa, quizá antes se pasara por el bar de Patricio, le gustaban las tapas y la compañía, siempre había alguien con quien hablar, eso es lo bueno y lo malo de los pueblos, el conocerse todo el mundo. De él dirían que era un viejo solterón; un extraño caso al no carecer de posibles y nunca fue feo —ni siquiera ahora con más de sesenta años sobre su espalda, aún conservaba su aire distinguido y culto, por el que suspiró más de una muchacha—. A él no lo preocupaban estos comentarios, se encontraba a gusto con su vida, con su soledad escogida. Su única compañía, los libros, sus más fieles amigos.

Salvadora llegó a su casa acalorada, se había entretenido de más en la librería y ahora le tocaba correr para preparar la comida, su marido apenas disponía de una hora para almorzar y los niños llegarían enseguida del colegio, peleándose y armando bulla como siempre. Cómo le hubiera gustado tener una niña, sensible y callada como ella, que pasara las tardes inventado historias, jugando a ser escritora u organizando un teatro con sus muñecas. Pero no, tenía aquellos salvajes que destrozaban todo cuanto encontraban a su paso, comenzando por los libros que ella les compró con tanto interés cuando eran más pequeños para iniciarlos en el goce de la lectura. Pero mejor no ahondar en la herida.

Aniceto pensó toda la tarde en Salvadora, sin duda aquella mujer tenía el virus de la lectura, infectada hasta el tuétano de esa pasión por la letra impresa. Él sabía reconocerlo, no en vano se había criado entre libros y lo padecía desde muy pequeño; la librería la heredó de su abuelo y de un vistazo distinguía a los que padecían su mismo mal, los observaba en su negocio, ojeando los ejemplares sin decidirse, sintiéndose mal por elegir a uno y despreciar a los demás; a veces los veía marcharse sin nada, pero sabía que volverían pronto y se llevarían dos o tres. Veía la avaricia en sus ojos, ansiosos de devorar las letras impresas que les rodeaban. ¿Por qué no Salvadora?, ¿qué le impedía comprar aquellos ejemplares que acariciaba cada día?, ¿por qué se conformaba con un periodicucho deportivo? Estaba decidido a dar un paso, a preguntarle el motivo de su actitud, en los pueblos no es tan extraña esa curiosidad, esa invasión de la intimidad de los demás.

Salvadora entró a la librería, como siempre cogió el Marca y con el periódico bajo el brazo se fue a toquetear los libros. Sus manos pequeñas, de dedos finos, abrazaban el lomo, mientras sus ojos miel acariciaban la contraportada. Uno tras otro los fue revisando, deteniéndose un poco más en las novedades. Hoy venía con tiempo, así que se fue al rincón de lo viejo, donde reposaban ediciones antiguas, muchos eran de segunda mano, le atraía aquel olor ennegrecido por el paso de los años.

Ya se marchaba después de pagar el periódico cuando Aniceto la llamó; había estado dudando hasta el último momento, pero al fin se decidió, no a preguntarle por sus motivos sino a regalarle un libro.
- Tome, es para usted ¾dijo con una sonrisa amable.
- ¿Para mí?, ¿por qué? ¾preguntó Salvadora, extrañada.
- Por ser una buena cliente, todos los días viene por aquí y me apetecía hacerle un regalo.
- No puedo aceptarlo.
- Claro que puede, es una promoción que estoy haciendo con mis mejores clientes; además es muy cortito, seguro que sacará tiempo para leerlo.

Salvadora se fue con el libro en las manos. Miró el título, El ardor en la sangre. La autora tenía un apellido ruso, difícil de pronunciar; atrajo su atención que se llamara Irene, el nombre que le habría puesto a la niña que nunca tuvo. Suspiró cansada y pensó que lo mejor sería que Paco no lo viera, quizás no se creyera que se trataba de un regalo y no le apetecía que le montara otra escena. Últimamente las peleas se sucedían, bebía demasiada cerveza y no encontraba forma de hablar con él sin acabar discutiendo.

Cuando se quedó sola abrió el libro, su marido estaba en el tajo y sus hijos acababan de marcharse a clases extraescolares de inglés. Lo leyó de un tirón y al terminarlo notó en la boca un sabor agridulce, le había gustado tanto que le dolió que fuera tan corto, que se acabara así, devolviéndola a la realidad en poco más de un par de horas. Reflexionó sobre el argumento: un hombre mayor que después de una vida intensa decide recluirse en su pueblo natal, un pueblo donde los secretos son a voces, donde la hipocresía rige los comportamientos, pero donde late la sangre con un ardor que todo lo trastoca. A Salvadora también le hervía la sangre, ¿por qué tenía que renunciar a lecturas como aquellas?, ¿por qué debía aparentar una felicidad que no sentía? Paco no era consciente del daño que le infligía, no notaba cómo se apagaba la luz de sus ojos, no veía cómo perdía la ilusión por vivir, no percibía el eterno cansancio que se adueñaba de su cuerpo nada más levantarse para empezar una nueva jornada sin ilusión alguna.

Guardó la novela cuidadosamente entre sus libros viejos, con la intención de releerlo al día siguiente. Sus colores brillantes destacaban mucho, así que lo escondió bajo El Quijote, obra que se conocía casi de memoria, tantas veces lo había leído.
¾¿Te ha gustado el librito de Nemirovsky?
Salvadora asintió con la cabeza y le ofreció una cálida sonrisa en agradecimiento. Como cada día, husmeó entre los libros; pero hoy se decidió a coger uno y acercarse con él al mostrador. El librero, emocionado, le cobró el importe; sabía que algo había cambiado, que de alguna forma la mujer empezaba a atravesar ciertos límites, tal vez autoimpuestos. Sabía que aquel libro no la dejaría indiferente, que despertaría sus ganas de leer. Era uno de sus favoritos, a veces se sentía identificado con su protagonista, un observador pasivo de la realidad.

La escena se repitió durante varias semanas, Salvadora además del Marca se llevaba a casa un librito cada día, solía escogerlos de ediciones baratas de bolsillo, pero los miraba como si fueran grandes joyas de edición cuidada. De vez en cuando Aniceto le regalaba algún ejemplar especial que ella aceptaba con cierta reserva, reparo que iba disminuyendo conforme aumentaba su amistad. A menudo charlaban sobre los libros, hasta que ella salía corriendo para tener a tiempo la comida.

Un día, al llegar Salvadora a casa vio las botas a de su marido en la entrada. No lo encontró en el comedor con la cerveza y tuvo un mal presentimiento; subió por las escaleras y aparecieron desparramados por el suelo los libros que había adquirido durante un mes y que ocultaba en su baúl.
-¿Qué esto, Salvi? -preguntó su marido, congestionado- ¿es que has olvidado las reglas, has olvidado lo que te dije aquella vez?

No, Salvadora no lo había olvidado, recordaba perfectamente el enfado de su marido por el dinero desperdiciado en las colecciones de libros que los niños destrozaron antes incluso de terminar de pagarlos. Nunca podría olvidar aquel día, desde entonces estaba prohibida la compra de libros, a excepción de los del colegio. Salvadora lloró mucho esa jornada, lloró a escondidas de su marido, sabía que no cambiaría de opinión con facilidad. Escondió sus libros en un baúl para que los niños no terminaran por destrozárselos, disfrutaban arrancando las hojas y arrojándolas al fuego de la chimenea. Entonces eran pequeños, apenas tres y seis años, pero a pesar del tiempo transcurrido su marido no había dado su brazo a torcer.
- Los libros son parte de mí, si no los quieres a ellos, a mí tampoco me quieres-dijo por fin con la voz ahogada en llanto, era la primera vez que se rebelaba contra su marido.
Él parecía no escucharla, seguía vociferando. Mientras, ella recogía los libros sin contestar a sus improperios. Algo se había roto para siempre, ahora lo veía con una claridad absoluta, como cuando limpias los cristales tras un día de lluvia.


Nada más verla aparecer en la librería, Aniceto supo que algo había cambiado. Después de días sin aparecer por allí, él empezaba a echarla de menos; el brillo fiero de aquellos ojos canela, los labios fruncidos, las mejillas encendidas y la forma de apretar el libro que llevaba entre sus manos le indicaron que Salvadora era otra mujer. La miró entre sorprendido y admirado, nunca la había visto tan bella, tan salvajemente seductora y se odió por ser tan viejo y odió a su marido por estar casado con ella.
- ¿No te llevas el Marca?
- No, he dejado a mi marido -dijo con decisión­- no volveré nunca más con él, no me quiere.

Las visitas de Salvadora a la librería se espaciaron, ahora vivía en casa de sus padres, trabajaba limpiando casas, cuidando niños o haciendo alguna que otra sustitución en comercios o bares. Su situación económica era precaria. Paco se negaba a pasarle la pensión para sus hijos; herido en su orgullo de macho no podía aceptar que la mosquita muerta de Salvadora, como la llamaba su madre, lo hubiera dejado plantado de aquella manera.

Aniceto pensó mucho durante aquellos días, echaba de menos la compañía de la mujer, las largas charlas sobre literatura. Ella era una esponja que absorbía todo, que quería saberlo todo, le daba pena verla pasar apresurada por allí, más delgada y ojerosa, aunque desprendida ya de aquel halo de eterno cansancio. Pensó y pensó, comprobó sus ahorros, sus planes de pensiones y tomó una decisión.

A través de los cristales la vio caminar decidida hacia la librería, con rapidez colgó el letrero al lado de la caja: “Se necesita dependienta, razón aquí”. Ella lo vio nada más entrar y le interrogó con la mirada.
- Necesito ayuda, me voy haciendo viejo, ya casi no puedo con las cajas ni subirme a las escaleras.

Salvadora, sonriendo, lo miró; a pesar de su edad se conservaba bien, aún mejor, como un roble, y sabía que aquel negocio no daba para un contrato.
- Gracias por el ofrecimiento, pero no puedo aceptarlo.

La vio alejarse y comprendió que ella ya no quería depender de nadie, que la flor frágil se había petrificado adquiriendo la fuerza y el empuje necesario para sobrevivir. Se alegró por ella, aunque no pudo evitar que las lágrimas se asomaran a sus ojos, por primera vez en su vida deseó tener veinte años menos, volvía a sentir el ardor en la sangre.

1º Premio Cartas a un Sueño, convocado por la Asociación ADSUR (Jaén). Año 2008

Foto del acto de entrega de premios, con el Presidente de Adsur, la Directora del Instituto Andaluz de la Mujer y la representante de la Asociación Flor de Espliego de Alcaudete.
Título: In Memoriam
Querida abuela,
Hoy te escribo con el alma llena de esperanza, imagino el brillo en tus ojos al leer esta carta, el color subiendo a tus mejillas y esa sonrisa que llevo grabada en mi mente desde que era niña. Una sonrisa teñida por la tristeza que tratabas de ocultar ante tus seres queridos. Aunque eso lo supe después, en aquel momento para mi sólo era un esbozo de ilusión y esperanza.
Hoy te escribo porque tengo una noticia, más bien una ausencia de noticias, ya es diciembre y durante todo este año no se ha producido ninguna muerte de violencia de género; los telediarios no han mostrado aceras manchadas, ni casas quemadas, ni cuchillos ensangrentados. No hemos guardado minutos de silencio ni hemos vertido lágrimas de hielo, que son las que más duelen porque aristan el corazón. No han hecho falta esas leyes que promulgamos para ayudar a las mujeres maltratadas, los hombres han entendido por fin que somos personas, no objetos de su propiedad.
Querida abuela, sé que te parecerá mentira, que no puedes creer mis palabras; pero lo que te cuento es cierto, lo sé de buena tinta. Todos los informes al final llegan a mí, porque, mi adorada abuelita, tu nieta, esa niña canija que siempre andaba enfrascada en los libros, ahora es la Presidenta del Gobierno y mi última decisión ha sido derogar la ley de cuotas porque ya no es necesaria; las mujeres somos mayoría en el Parlamento y no hemos tenido que renunciar a ser madres. ¿Te podrás creer que me presenté a las elecciones embarazada? Supongo que no, quién votaría en tus tiempos a una mujer en estado de gestación. Mi marido ha renunciado a su trabajo para cuidar de los niños, él se encarga de la organización de la casa, se muestra muy orgulloso de mí. No le preocupa lo que opinen los demás, nadie piensa que si un hombre se queda en casa es menos hombre.
De igual forma las mujeres acceden a cualquier empleo sin ningún tipo de discriminación, no les preguntan en las entrevistas de trabajo si están casadas o tienen novio, no las despiden cuando se quedan embarazadas ni cobran menos salario realizando las mismas tareas.
Por otra parte, hemos dejado de ser meros objetos sexuales, en la publicidad no se nos muestran modelos esqueléticas que propician la anorexia entre nuestras hijas; los cánones de belleza son amplios y no se basan sólo en unas medidas y un peso. Nos sentimos orgullosas de nuestro aspecto, no necesitamos dietas, ni agredir contra nuestro propio cuerpo con operaciones estéticas que nos convierten en meras replicantes. Participamos en la vida cultural, ganamos premios, publicamos novelas, inauguramos exposiciones, diseñamos edificios, construimos puentes... Me dirás que esto ya se daba en tus tiempos, pero puedo asegurarte que no a estos niveles de igualdad con el hombre.
Ya sé, abuelita, que todo lo que te cuento te parecerá increíble, que me he vuelto loca, que hablo de un mundo al revés, que sólo es un sueño irrealizable. Muchas veces pienso en ti, en esa sonrisa rota, en esos ojos siempre húmedos, en tus manos trenzando mi pelo y entretejiendo mi alma con tus caricias. Fue mucho más tarde cuando lo supe todo, aún no te había perdonado por haberme dejado tan pronto, tú y el abuelo me abandonasteis a la vez, desapareciendo de mi vida como un buque fantasma se pierde en la niebla. Nadie me daba explicaciones y crecí con la sensación de angustia, de pérdida, temiendo que cualquier día pasara lo mismo con mis padres.
Después lo entendí todo, fuiste una víctima más de la prepotencia masculina que aún imperaba en tus tiempos, sufriste en silencio durante muchos años hasta pagar con tu vida una deuda nunca contraída. Aunque lo intento no puedo dejar de odiar al abuelo, nada puede justificar lo que te hizo, cómo te arrancó de nuestro lado.Mi amada abuela, los ojos se me llenan de lágrimas redactando esta carta y el pulso me tiembla, no me regañes por los borrones, estoy escribiendo con la pluma que me regalaste, aún la conservo para no olvidar que el pasado está ahí, que tenemos que estar atentos y sobre todo atentas para que no vuelva a repetirse la historia.
Hoy dejo esta carta sobre el frío mármol de tu tumba y se me encoge el corazón, luego sonrío y pienso: ¡cómo me gustaría ver el brillo de tus ojos al leerla!
Tu amantísima nieta,
Utopía.

- 3ª Premio I Certamen de Literatura de la Región de Murcia “La Memoria y el Alzheimer”. Año 2007

Este relato está publicado en el libro del certamen y en el nº 18 de la Revista Sierra Ahillos de Amigos de Alcaudete.

Aquí puedes ver su página web: http://amigosdealcaudete.com/


TITULO: EL EXTRAÑO


No sabría decirte con certeza cuando empecé a sospechar que ya no eras tú, que otra persona ocupaba tu lugar, que alguien extraño y desconocido usurpaba tu cuerpo. Al principio se trataba de pequeños detalles, que yo analizaba mentalmente, sentada frente a ti, viendo como apurabas la sopa con la mirada perdida en el televisor. Repasaba tu rostro, las cejas algo más pobladas, los ojos surcados de arrugas, la nariz y la boca, moviéndose acompasadamente al masticar. Y aunque sabía que eras tú, algo había cambiado en esa mirada verde oliva, cada vez más extraviada. Por eso seguía recorriendo tus facciones, para disuadirme de la peregrina idea de que eras otra persona, esa que a veces veía asomar, mirándome atónita desde tus pupilas.

Mis sospechas sobre la existencia del intruso se confirmaron el día de nuestro aniversario, hasta entonces nunca lo habías olvidado. Durante treinta años, el dos de octubre encontraba una docena de rosas rojas al volver del trabajo, soltaba el bolso y la chaqueta e iba corriendo a darte un beso. En las últimas ocasiones ya no corría tan deprisa, el cansancio y la monotonía pesaban demasiado sobre mi espalda, pero tu ramo siempre estuvo ahí y mi beso de agradecimiento también. Por la noche nuestros cuerpos no temblaban con la misma fuerza de los primeros años pero seguían ofreciéndose cálidos y acogedores, como un atardecer encendido en brasas.


Cuando me sentía triste, amenazada por el intruso que en ti habitaba, cogía las cartas de amor, esas que me escribías desde la mili, nunca fuiste un poeta, pero aquellas frases destilaban algo más que cariño, venían impregnadas de pasión, una pasión a duras penas contenida por el miedo a que mi madre pudiera abrirlas antes que yo. Las apretaba contra mi pecho conteniendo los suspiros, como entonces, y sentía latir de nuevo este viejo corazón.

¿Cómo se puede vivir con un extraño?, pensaba porque cada vez me lo parecías más. Te quedabas observando las gotitas de agua que resbalaban por el cristal y me preguntabas cómo nos conocimos, yo te miraba atónita y ofendida a un tiempo. Olvidar nuestro primer encuentro, otra prueba más de que no eras tú y sin embargo te parecías tanto. Quise contártelo, pero un nudo en la garganta me impedía hablar, mientras las imágenes pasaban por mi cabeza y te veía en la cola de aquel cine de verano, mirando descaradamente mis piernas, justo allí donde se acababan los calcetines, subiendo hasta el bordado que ribeteaba la falda. Sé que me puse colorada, incluso recuerdo aquel calor que me sofocó durante toda la película, mientras tú, ajeno a la pantalla y a mi azoramiento, te dedicaste a observarme en la oscuridad, con el detenimiento y la precisión de un científico explorando a través de su microscopio. ¿Se puede olvidar algo así?

Aún necesitaba más pruebas que me confirmaran que no eras tú, antes de tomar una decisión al respecto y fue entonces cuando empezaste a acusarme, a cada instante me hacías responsable de tus problemas, de tus pérdidas, de tus fracasos. Te volviste irascible, iracundo a veces, dejando de ser tú por completo, el otro, el invasor se había apoderado de tu ser. Yo pensaba en marcharme, hacer las maletas y dejarlo porque ya no conseguía recordar cómo eras, el intruso aparecía cada vez con más frecuencia y tardaba en marcharse. No podía acostarme con él en la misma cama, compréndelo, hubiera sido como serte infiel. Por eso me mudé al cuarto de la niña, ella apenas venía por casa ya. Creo que para no ver al otro, le inspiraba cierto temor. Ya sabes como es la niña, en apariencia dispuesta a comerse el mundo pero en realidad camina por la vida amedrentada, como un conejito arrojado de su madriguera.

El día que olvidaste mi nombre llovía a mares, el cielo amenazaba con atraparnos en un abrazo húmedo y mortal. Preparaba la cena en la cocina, cuando te oí contestar “no, aquí no vive ninguna Rosa, se ha equivocado”, y colgaste el teléfono como si nada. Yo te miraba asombrada, las manos mojadas en el paño, la boca abierta en un gesto de incredulidad. Me quedé tan perpleja que ni siquiera tuve fuerzas para sacarte de tu error, cada vez tomaba fuerza en mí la idea de abandonarte, o mejor dicho de alejarme de él, me asustaba su mirada vacía.

Como te decía estaba pensando en hacer las maletas y marcharme de casa, tú solo aparecías en contadas ocasiones y el extraño, casi siempre presente, me odiaba. Mientras que doblaba la ropa y la colocaba en la maleta, fui consciente de que desertaba. Durante más de tres décadas, unidos en una lucha constante, compartimos techo, hijos, hipoteca, sonrisas, mascotas, gritos, silencios, llantos, pasión, aburrimiento, miradas, …. Me vi reflejada en el espejo de la cómoda, vi el miedo en mis ojos y sentí vergüenza. Me observé allí plantada, dispuesta a marcharme sin mirar atrás, asustada por ese maldito intruso que te devoraba desde dentro. Estuve así unos segundos, quizás fueran minutos, observando mi rostro cansado, mi cuerpo vencido por los años y pensé que sólo te tenía a ti, que solo me tenías a mi.

Me armé de valor y lo miré a los ojos. Le anuncié que no estaba dispuesta a rendirme, se lo dije cuando salíamos de la consulta del médico. Allí se aclaró todo, me explicaron donde te habías marchado y quien era aquel advenedizo: “Es una dolencia degenerativa de las células cerebrales (neuronas) de carácter progresivo y de origen desconocido. La enfermedad se presenta de forma lenta y progresiva. Sus principales síntomas son la pérdida de memoria y cambios en el comportamiento. No es habitual que se presente en una persona de su edad, es más frecuente en mayores de sesenta y cinco años, pero no cabe duda su marido padece Alzheimer”.
Ahora te escribo estas palabras, que leeremos juntos, como siempre, tratando de retrasar, a base de medicamentos y cariño, la llegada de ese extraño con nombre alemán que pretende separarnos.

- 2º Premio Certamen Mujeres Creadoras del Ayuntamiento de Baena. Año 2007

Este es un pelín largo, os aconsejo imprimirlo, así se lee mejor.

TÍTULO: SONRISA DE NARANJA AMARGA


Miró por la ventana, los desnudos árboles decían adiós a un otoño cada vez mas vencido por las garras del invierno. Esperaba como cada día la visita de Eugenia, aún faltaba media hora pero le gustaba verla llegar desde la ventana. Siempre afanada, corriendo, despeinada, tan desastrada.

Eugenia tenía unos brazos cortos pero fuertes, capaces de moverlo de la silla a la cama sin necesidad de ayuda. Claro que el cuerpo de Genaro era ligero como almohada de plumas, los largos años de enfermedad le habían dejado postrado en la cama y se habían llevado mas de veinte kilos de su enclenque cuerpo. Al principio depender de alguien para sus quehaceres más básicos le enervaba, la vergüenza le embargaba cada vez que lo llevaban al baño o le limpiaban sus excrementos.

Todo cambió cuando le asignaron a Eugenia, aquella mujer de cara colorada, bruta como ella sola y buena como el pan de pueblo. Desde el primer día hacía su trabajo con tanta dedicación como indiferencia, parecía no sentir nada, ni asco, ni pena. Realizaba sus tareas de una forme tan aséptica y metódica, que Genaro dejó de sentirse un pobre inválido para pasar a ser el objetivo profesional de Eugenia.

Las sonrisas abiertas de la mujer se alternaban con momentos de melancolía que Genaro no alcanzaba a explicarse, hasta que un mañana, precisamente un lunes, Eugenia llegó con un ojo morado, malamente disimulado por un parche de maquillaje barato. El anciano no preguntó y ella solo dijo, la maldita puerta del armario. Aquel día apenas cruzaron palabras, pero el hombre pudo observar que sus movimientos eran más lentos, como si le pesara el alma.

Desde aquel momento la miró con otros ojos, se detuvo en cada una de sus cicatrices, tenía varias en el rostro, aquel rostro rojizo que parecía dibujado a compás tal era su redondez, esos ojos inmensos, negros como una noche sin estrellas, nariz chata y boca pequeña, encogida, surcada de finas arrugas. ¿Cuántos años tendría?, más de una vez estuvo tentado de preguntárselo, pero temía la respuesta. Treinta y cinco. Lo dijo un día, mientras fregaba el suelo de la cocina, treinta y cinco años y cinco hijos. No esta mal, dijo con sonrisa de naranja amarga.


- Se acerca el invierno- dijo Genaro iniciando una conversación que se hacia de rogar, era lunes y Eugenia volvía a tener moratones.
- Maldito sea el invierno- masculló la mujer con odio lejano.
- ¿No te gusta?
- Nada, hace frío, llueve, el tráfico se complica. Las lavadoras no se secan, los niños enferman, ¿quiere que siga?
- No, no por favor- exclamó Genaro con una amplia sonrisa, había logrado sacar a Eugenia de su ensimismamiento- pero el invierno también tiene cosas buenas, las navidades, el año nuevo. Un año nuevo es siempre una caja de sorpresas, dispuesta a ser abierta.
- Mis años son todos iguales, al menos desde que me casé y me puse a parir como una coneja- había amargura en su voz, aunque lo dijo entre sonoras carcajadas.
- Sabes un día te contare una historia muy graciosa que oí en uno de los pueblos en los que estuve como maestro. Va de hijos también.
- Cuéntemela hoy Don Genaro, que me vendrá bien reírme un poco, sus historias me entretienen tanto.

El anciano inició el relato:

“Hace muchos años en el pueblo en cuestión vivía un matrimonio que no podía tener hijos. Todos los inviernos desde que se casaron, en la noche de Nochevieja el marido, arriero de profesión y la mujer, que ejercía de matrona, ironías del destino, pedían a Dios con gran fervor que la primavera les trajera el anuncio de un hijo. Pero los años pasaban y el cuerpo de la matrona permanecía seco y enjuto como vara de olivo”.

Genaro tomó un poco de agua, Eugenia le miraba atentamente, esperando el relato, mientras limaba sus uñas, después cortaría las de los pies. No es que disfrutara con su trabajo, al principio lo odiaba, pero desde que conoció a don Genaro la tarea le era más grata. Tan amable y considerado, se notaba que era un hombre con cultura, no como su marido, aquel ser sin alma, borracho empedernido, que le hacía la vida imposible.

“Los vecinos comentaban que Serafina, así se llamaba la mujer, estaba seca, pero ella veía a sus tres hermanas todas casadas y con niños sanos y hermosos, la que menos tenía tres, y se preguntaba si realmente sería ella la culpable. Sus pocos conocimientos de medicina, adquiridos de su madre, matrona también y de algunos libros que había podido conseguir, le indicaban que no siempre la mujer era la responsable, que en muchas ocasiones era el hombre. Así se lo hizo saber a su marido, pero Paco montó en cólera y estuvo más de una semana sin hablarle. Cómo osaba dudar de su hombría. Serafina, herida en su orgullo, tramó un plan para dar un escarmiento a su marido y de paso cumplir su ansiado deseo de ser madre”

- Don Genaro me tengo que ir, mire que hora es ya, llegarán los niños del colegio y anoche no preparé la comida, pero quiero que mañana siga con su historia, estoy en ascuas.
- Anda vete ya, mañana seguiremos- dijo el anciano riendo- y no me llames don Genaro, te lo he dicho mil veces.

Genaro no sabía que hacer, Eugenia era una mujer maltratada, eso no le cabía duda, muchos eran los signos que lo evidenciaban. Quizás debería hablar con la trabajadora social que se la había recomendado, pero ¿serviría de algo?. Ella lo negaría, igual que se lo negaba a él con su silencio. ¿Y si se enfadaba y la perdía? El ya no podría vivir sin Eugenia, no podría soportar tener que enseñar su viejo culo a otra jovencita con mascarilla o dejar sus pellejos al aire delante de la mirada compadecida de alguna beata revenida. Así que callaba, aunque cada lunes se le rompiera el alma al ver los oscuros cardenales en sus brazos, en sus piernas o en su cara. Apretaba los puños y callaba. Después trataba de arrancarle una sonrisa contándole alguna de las historias que había atesorado durante sus años de maestro de pueblo.

Llegó el martes, tras una noche lluviosa que había dejado plagada de charcos toda la ciudad, pero Eugenia no se quejó. Volvía a estar seria, envuelta en un halo de tristeza, dejó el impermeable en la percha y se dirigió a la cocina sin apenas decir palabra. Genaro, preocupado, la siguió manejando con agilidad la silla de ruedas. La observó mientras dejaba la compra sobre el mármol de la encimera. Si la miras bien, pensó, no es fea. Cuando sonríe una luz ilumina su cara y llena de vida sus ojos de carbón. Seguramente alguna vez fue bella, antes de que los kilos de más se llevaran la curva de la cintura y rellenaran el óvalo de su cara. Antes de que el arado de la tristeza trazara surcos indelebles en su rostro.

“Con el invierno llegó la Pascua y el Año Nuevo, como los anteriores el matrimonio se preparó para pedir la dicha de un hijo, pero Serafina, que ya tenía bien atados los cabos de su plan. Le dijo a su marido que durante muchos años el Señor no había atendido sus súplicas y que en esta ocasión se lo pedirían al Diablo. Paco intentó resistirse, era hombre temeroso de Dios, pero sucumbió ante las lágrimas de su mujer y acabó aceptando.

Esta vez la primavera si les trajo el anuncio de una vida nueva, el plano vientre de la matrona fue perdiendo su recta línea, sus caderas ensanchando y el pecho rebosaba por el escote. No cabía lugar a dudas, estaba embarazada. A finales de septiembre, nació un hermoso niño con el cabello color zanahoria. Pero ni el extraño color del pelo enturbió la alegría del arriero, que por aquel entonces ni siquiera recordaba la pasada Nochevieja en que hizo su petición al Diablo.”

La historia logró captar la atención de Eugenia y borrar por un momento su expresión de tristeza, Genaro se sintió feliz, pero ¿por qué tenía tantos remordimientos, de donde habían salido aquellos gusanos de culpa que lo devoraban por dentro?. El no podía hacer nada más. ¿No podía?

- Para entender lo que viene, tienes que ponerte en situación Eugenia, estamos hablando de hace mas de setenta años, la gente era muy inculta y muy crédula. Las apariciones de los difuntos, demonios o santos estaban a la orden del día y todos daban por hecho que eran ciertas.
- No creo que haya cambiado tanto la cosa, rió Eugenia, mucha gente sigue siendo así y si no que se lo pregunten a los adivinos de la tele, que se están forrando.
- Sí, tienes razón tampoco hemos evolucionado mucho los españoles, dijo riendo el anciano.

“Un día Paco había salido de madrugada, le esperaba un largo camino, así que preparó sus mulas, cargó la mercancía y se dirigió hacia la ciudad. Al pasar por el puente no pudo evitar encontrarse con la extraña figura que le esperaba al final. Estaba amaneciendo pero las sombras todavía dominaban el estrecho paso. A pesar de ello pudo distinguir que llevaba una capa roja que ocultaba su cuerpo, una despeinada pelambrera rojiza cubría su cabeza.

- Paco tenemos una deuda pendiente- la voz sonó ronca y distorsionada.
- Una deuda?, tartamudeo el arriero
- Si, yo te di un hijo y tu a mi no me has dado nada.
- ¿Quién eres?
- Tu lo sabes bien, no quieras engañarte
- ¿El demonio?- la cara de Paco estaba ahora blanca como la cal.
- Tu lo has dicho, jajajajaj, ves como lo sabías. Te dí un niño sano y hermoso. Y tu ¿qué me has dado a cambio?
- ¿Qué quieres mi… mi alma?
- Tu alma la tendré de todas formas, quiero algo más. Quiero a tu mujer.”

Eugenia miraba atentamente al anciano, le había tomado un gran cariño, aunque se cuidaba mucho de demostrárselo, sabía que aquel viejo cascarrabias odiaba las carantoñas y cualquier gesto que pudiera parecer de lástima. A veces sentía ganas de abrazarlo, de estrujar sus tristes huesos y llorar sobre su hombro, hasta anegar su camisa en un mar de lágrimas contenidas. Pero ni lo rozaba, ni un gesto de cariño, ni un beso de adiós cuando se marchaba, solo una mirada cómplice y un hasta mañana manido.

“El pobre Paco estaba tan asustado que accedió a todas las pretensiones del extraño personaje, no le importó sacrificar a su mujer, a fin de cuentas era ella la que había tenido la idea de invocarlo. Así fue como se convirtió en un cornudo consentido. Todos los viernes por la noche, el pretendido demonio entraba en su casa y yacía con su mujer. Mientras el arriero se comía las uñas en la cocina, meciendo con furia la cuna de su hermoso vástago. Los inviernos se sucedieron y las primaveras volvían a traer señales de embarazo. La matrona extrañamente feliz, engordaba y paría hermosos niños, todos pelirrojos, que correteaban alegres por la casa. El pobre Paco se iba encogiendo, llevaba una pesada carga, el secreto de que aquellos niños, aparentemente dulces e inocentes, eran engendros del mismísimo diablo”.

Genaro se detuvo, bebió un poco de agua y pensó que él también había hecho un pacto con el diablo, callaba a cambio de mantener su cómoda posición, para no perder a Eugenia, no podía prescindir de sus cuidados, de aquella mano áspera que a veces cogía la suya en un gesto que parecía descuidado pero que estaba perfectamente estudiado, pensado hasta el mínimo detalle, para que no revistiera ni un atisbo de compasión o lástima.

- Y ¿cómo acabó la historia?- los ojos, dos pozos negros, de la mujer se clavaron en el alma de Genaro. Junto al derecho una flor morada volvía a delatar su tragedia diaria.
- Ahora te cuento, no seas impaciente mujer- contestó con aire de intriga.

“El arriero, que soportaba su desgracia a base de vinos, pasaba gran parte de su tiempo en el bar del Tuerto. Un día, con más alcohol que sangre en las venas, descargó su pesada carga con el tabernero. El Tuerto, que no era precisamente un crédulo, hombre viajado y desengañado de la vida, se dio cuenta que había gato encerrado y sin decir nada a Paco decidió investigar por su cuenta. El siguiente viernes esperó apostado en el camino a que el supuesto demonio abandonara la casa del arriero. Después lo siguió, envuelto en la negrura de la noche hasta el pueblo vecino, viéndolo entrar en la herrería ya desprovisto de su capa roja. Sus sospechas se habían confirmado.”

- ¿Entonces no era el diablo?, dijo Eugenia un tanto desencantada.
- No, no lo era, sólo era un herrero pelirrojo- se rio Genaro
- Y que hizo el tabernero, ¿lo contó todo?
- Hizo algo peor, pero no te lo contaré hoy, tendrás que esperar a mañana.
- Pero mañana no vendré, es fiesta, Año Nuevo, ¿no lo recuerda?

¿Por qué no le contó el final?, quizás porque le gustaba ver el brillo que la expectación le daba a sus ojos. O simplemente porque no sabría que hablar con ella cuando se acabara la narración, de nuevo volverían los silencios. Así que la dejó que protestara, maldijera y se metiera con todos sus antepasados por no acabar la dichosa historia. No le contó como el tabernero se aprovechó de la situación, chantajeando a la pareja de adúlteros, cuando ya no pudo sacarles más fue difundiendo la historia en su taberna, hasta que fue por todos conocida, convirtiendo al pobre arriero en el hazmerreír del pueblo.

Llegó el año nuevo, lleno de nuevas promesas que serán nuevamente incumplidas, Genaro espera tras los cristales empañados del balcón. Son las diez y Eugenia aún no ha llegado. Es lunes. Las once. El viejo mueve nerviosamente la silla de ruedas. No sabe que hacer. El teléfono esta sobre la mesita. Lo coge, marca el número ansioso, nadie contesta. Se asoma de nuevo al balcón, unos finos copos de nieve ensucian el paisaje. De repente el timbre, siempre llama antes de entrar. Pero hoy no entra. No es ella. Genaro abre la puerta, se encuentra con la mirada esquiva de Elisa, la trabajadora social. Eugenia está muerta, las palabras se derraman por la estancia, llenan de polvo gris los muebles, un polvo que se desprende y envuelve la habitación en una niebla espesa. Genaro ya no ve nada.

- 3ª Clasificada en el V Certamen Las Lagunas-Ars Creatio (Torrevieja). 2006.


Título: El enigma de Severina La India.


Este relato está publicado en el libro del certamen.


No lo adjunto porque la novela está basada en este cuento, no quiero adelantar el final.


3º premio del III Concurso de Cartas de Amor Ayto. Huétor Vega (Granada). Año 2006.

TITULO: PIENSA EN MI

Amor mío,

Amanece sin ti en la ciudad, la bruma abandona lentamente los cansados edificios que cada mañana observo tras los sucios cristales de mi ventana.
Miro la cama, las sábanas revueltas sólo por un lado delatan que les falta el calor de tu cuerpo, ese cuerpo tuyo que me vuelve loco. Me detengo en cada pliegue e intento imaginar tu oscura figura, enroscada en mi, asfixiándome de deseo.
Hoy, como todos los días, saldré a la calle pensando en ti, intentando escapar de una realidad que me aprisiona, sólo tu recuerdo consigue apartar de mi mente los malos pensamientos, haciendo mi vida más amable y llevadera. Como todos los días saldré a la calle e intentaré no ver esa gente que no me mira, que esquiva mis ojos como si quemaran, quizás les recuerdan cosas que prefieren olvidar. Cosas que están mejor guardadas en los entresijos de la memoria, allí donde no molestan, donde no producen mala conciencia.

La mañana es gris, pero en mi mirada se reflejarán los colores que tu ves, los colores de una vida que dejé atrás sin miramientos y que ahora añoro en la insalvable distancia. Sigo pensando en ti, mientras atravieso las entrañas de esta ciudad enemiga, navego hacía las honduras de mi alma y desnudo tu cuerpo con mi enfermiza imaginación. Al salir del metro me siento aliviado, entre la neblina, el sol lucha denodadamente por llegar hasta nosotros, pobres mortales, helados y desamparados que trabajamos en la calle. Este sol no es el nuestro, no es todopoderoso, es un rey vencido, vencido por los gases que emiten miles de vehículos, vencido por las sombras de edificios que miran desafiantes al cielo, vencido por los hombres implacables que habitan esta ciudad, que nunca tienen frío en sus cómodos despachos climatizados, en sus coches caros, en sus restaurantes de lujo, en sus abrigos de marca.

Cuando me fui sabía que te extrañaría, pero no hasta este extremo. El dolor es casi físico, se ha metido en mis huesos como la humedad de esta triste ciudad, donde todo está descolorido, apagado, muerto como la esperanza de traerte a mi lado. Al principio soñaba todos los días con ese momento, con el abrazo, con tu olor tan cercano, con tu sonrisa inmensa, con tu deliciosa piel dejándose acariciar por mis manos. Pero la realidad se ha encargado de ir derribando mi sueño, día tras día, implacable, sin piedad fue matando poco a poco mis ilusiones, metódica e inexorablemente.

Nunca te he contado estas cosas, mis cartas siempre han sido dulces y amables, pero no puedo seguir alimentando esta mentira. ¿Acaso crees que no deseo tenerte a mi lado, que mi corazón no se acelera cuando pienso en morder tus labios, esos labios que se abren como rosas moradas a mis besos?. Cuando pienso en tu voz, alegre y cantarina, en tu risa inagotable, en tus pasos seguros y provocadores me muero por dentro y siento una rabia inmensa por ser quien soy, por ser lo que soy.

Allí, junto a ti, era un hombre, con deseos, ilusiones, tristezas y miseria, con mucha miseria, pero al fin y al cabo hombre y persona. Aquí sólo soy un inmigrante negro. Aquí no siento, no cuento.

Amor mío, piensa en mí, piensa, porque a veces creo que desaparezco y lo único que me ata a la vida es saber que allí en la distancia tu sigues queriéndome, que existo en tus recuerdos. Que me deseas como yo te deseo, que me admiras por lo que soy, por lo que llevo dentro.
Amor mío, piensa en mí y mantén tú la ilusión de la que yo carezco. Quizás algún día podremos unir nuestros cuerpos en un abrazo infinito y mirar atrás sin rencor, sin odio y sin lamentos.
Para siempre tuyo
Habib.

La asesina de ojos bondadosos

La asesina de ojos bondadosos es mi primera novela, con ella gané, en el año 2007, el premio a Escritores Noveles de la Diputación de Jaén. Os dejo por aquí el primer capítulo, espero que os guste.


CAPITULO 1.- LA OPORTUNIDAD

“Ayer se dio sepultura a Severina García Rodríguez, más conocida como la asesina de Rioabajo, una pequeña localidad situada en el sur de la provincia de Jaén. A pesar de haber transcurrido más de veinte años, ninguno de los vecinos ha olvidado los luctuosos hechos que ocurrieron aquel día 25 de agosto de 1986, en que la citada Severina acabó brutalmente con la vida de siete de los ocho hijos de Antonio Márquez, así como con la de su mujer, Emilia Serrano. Los habitantes del pueblo se negaron a acompañar el cuerpo de la asesina y al entierro sólo asistieron Antonio y su hijo Francisco. Ambos comentaron a este redactor que estaban allí para asegurarse de que Severina realmente había muerto, y antes de marcharse escupieron sobre su tumba…".

La noticia se extendía aportando detalles de los acontecimientos y recogía comentarios de algunos de los vecinos que presenciaron lo ocurrido. Raquel sonrió, era justo lo que buscaba, llevaba un buen rato buceando en Internet porque debía terminar el artículo antes del sábado, lo publicarían en la edición del domingo. Era la primera oportunidad para demostrar su valía como periodista y le venía propiciada por la gripe de su compañera Lucía, la encargada habitual de analizar los sucesos de actualidad en el dominical del periódico. Después de tres años en aquel diario de tirada nacional —entró como becaria—, su situación apenas había experimentado ningún cambio. Realizaba labores simples, más bien de oficina; normalmente colaboraba con Lucía, aunque también estaba a disposición del resto de los redactores, que le encargaban los trabajos de investigación más pesados y menos reconocidos. Empezaba a desesperar, pero su innata timidez le impedía solicitar un ascenso, un puesto con mayor responsabilidad que le permitiera salir a la calle en busca de reportajes. Lucía, que llegó varios meses después que ella, disponía de una sección propia en el dominical y realizaba reportajes para la edición diaria. Claro que ella no era como Lucía, no poseía esa avasalladora confianza en sí misma, no hacía repicar sus tacones por la redacción con paso firme y seguro; es más, ni siquiera usaba zapatos de tacón. Dentro de Raquel, en su alma dormida, palpitaba un deseo, una ambición, la secreta convicción de que podía ser tan buena periodista como cualquiera.

El lunes de esa misma semana un loco homicida había sembrado el terror en un pequeño pueblo de Kansas, Estados Unidos, al asesinar a una familia: los padres y sus cuatro hijos pequeños. Raquel buscaba sucesos similares en España, pero los encontrados no podían compararse a los sangrientos hechos ocurridos en la pequeña localidad norteamericana. Se disponía a cerrar el buscador cuando apareció el artículo de aquel periódico de provincias, concretamente de Jaén. Un ligero estremecimiento sacudió su cuerpo cuando releyó el primer párrafo y se detuvo en el nombre del pueblo: Rioabajo. Le resultaba muy familiar, consultó el mapa de su agenda y confirmó sus recuerdos, se trataba de un pequeño municipio cercano a aquel otro donde Raquel pasó su infancia, el pueblo de su madre y de sus abuelos. Quizás fuera una premonición, un signo inequívoco de que aquella era su oportunidad, o sólo una coincidencia; pero el hecho de regresar a su tierra natal le produjo un cosquilleo en las palmas de las manos y depositó un regusto extraño en la boca, el sabor de la nostalgia. Era miércoles y disponía del tiempo justo para desplazarse al pequeño pueblo jiennense y reunir la historia completa. Pese a los muchos años transcurridos, confiaba localizar testigos del suceso, un acontecimiento así no se olvida con facilidad. Hablaría con Camacho, el redactor jefe, intentaría que le autorizaran el viaje desde el periódico y así poder pasar los gastos; su economía tiritaba, no le convenían los excesos. Algo en su interior le decía que aquella podía ser la noticia de su vida, sacar a la luz unos asesinatos ocurridos veinte años atrás, que demostraban que el horror puede hincar sus colmillos en cualquier parte del planeta, y eso incluía a España. Saboreó el éxito anticipadamente, dejaría de ser una anodina auxiliar para convertirse en redactora de una vez por todas. Bendita sea la gripe de Lucía...; las gripes se curan, pensó después, arrepentida de alegrarse de la enfermedad de su compañera.

La emoción del momento —se aunaban sus ganas de triunfar y un imperioso deseo de regresar a su tierra— se tradujo en una carrera nerviosa y acelerada por los pasillos. Ajena a las asombradas miradas del resto de sus compañeros, llegó ante la puerta del despacho del redactor jefe. Ahí perdió parte de su ímpetu, las dudas mellaron su entusiasmo; aún así entró con decisión y puso sobre la mesa el artículo localizado en Internet. Le explicó su idea a Camacho; éste no pareció entusiasmarse demasiado, pero consintió en pagarle los gastos de un día, si necesitaba más correría por su cuenta.

Raquel accedió, le pareció suficiente tiempo, saldría ese misma tarde y aprovecharía el jueves para realizar las entrevistas. A punto estuvo de darle un beso a su jefe, se contuvo en el último momento; no estaría bien visto, la disparatada idea le provocó una sonrisa. Por su parte, Camacho la miraba sin disimular su irritación, se preguntaba si había hecho bien en acceder a la recomendación de Lucía y encargarle el trabajo a Raquel, no creía demasiado en sus posibilidades como reportera; realizaba eficientemente las tareas administrativas, eso le constaba, pero se preguntaba por qué diablos aquella chica se decidió a estudiar periodismo, si carecía de sangre en las venas. Seguía allí plantada delante de él, con aquella estúpida sonrisa en los labios y la mirada clavada en su rostro; se sintió molesto y la despidió con brusquedad. José Manuel Camacho era un tipo serio, de pocas palabras, rechazaba las bromas y pocos le habían visto soltar una carcajada, aunque los más antiguos de la empresa comentaban que no siempre fue así. Una poblada barba blanca ocultaba su rostro, como si fuera la depositaria del secreto de su eterno malhumor, y dejaba al descubierto unos ojos fríos y apagados, a los que sólo la furia lograba dar brillo cuando la descargaba convertida en insultos e improperios sobre sus subordinados.

Raquel se marchó a casa presa de un frenesí desconocido en ella. Estaba despertando del letargo que últimamente atenazaba sus movimientos, se desprendía de aquella película invisible, viscosa y maloliente que impregnaba su vida de monotonía y resignación. Cuando estaba a punto de tirar la toalla, cuando parecía dispuesta a aceptar el puesto que le había ofrecido su novio en la empresa que dirigía, y renunciar así a sus sueños por unos cientos de euros cada mes, entonces, justo en ese preciso momento de su vida, se le presentaba aquella oportunidad. Pensaba en todo eso mientras metía apresuradamente su ropa en una mochila, sin prestar atención a las prendas elegidas, que mal dobladas se fueron apiñando dentro. Entretanto su mente volaba hacia una tierra olvidada durante años, perdida en su memoria, añorada y odiada a un tiempo. Jaén recobraba vida en su memoria, y con ella traía viejos recuerdos de su infancia, casi todos buenos, sólo uno lo suficientemente horrible como para no desear volver nunca más. Despertaron los fantasmas, agitaron cadenas, rechinaron dientes... Y entre ellos la abuela Martirio le sonrió, como ella sabía hacerlo, mientras acariciaba su largo pelo recién cepillado.
Con el pensamiento perdido en tiempos remotos, comprobó la grabadora, metió el portátil en su bolsa y llamó a la estación para reservar el billete. Le informaron que dentro de dos horas salía un AVE para Córdoba, la ruta más rápida y directa para llegar a Rioabajo, aunque le supondría alquilar un coche en la estación del tren. Su atención volvió a centrarse en el reportaje, alejando por un momento los espectros del pasado. Mentalmente trazó un planning de su visita: Ayuntamiento, familiares, vecinos, guardia civil y centro psiquiátrico se convertirían en sus principales objetivos. Se enfrentaba por primera vez y en solitario a la aventura de construir un reportaje. Recordó las innumerables ocasiones, frente a un café, en las que escuchaba las hazañas de los avezados reporteros del periódico. Se sentía igual que la primera ocasión que preparó una comida en su piso, cuando tuvo que enfrentarse a tantos y variados ingredientes. Relleno de carnaval ¿Por qué eligió precisamente aquel plato? Quizás porque era carnaval y quería sorprender a su madre, que siempre dudaba de sus aptitudes para la cocina, quizás para demostrarse a sí misma que era capaz de elaborar aquel complicado guiso de su tierra. Para aquella ocasión invitó sus padres, a su hermano Marcos y a Sofía, su novia. También se apuntaron un par de amigos de la universidad. Aún no había conocido a Pedro, su actual novio, eso no sería hasta un par de años después, cuando ya trabajaba en el periódico. Ahora estaba allí, bastante insegura de sus conocimientos culinarios, tratando de recordar cómo las experimentadas manos de su madre manipulaban los componentes para lograr aquel alimento exquisito, que sólo con degustarlo lograba transportarla a su infancia, a los años vividos en el pueblo. Con gran esfuerzo consiguió reunir todos lo necesario para elaborar la receta de su abuela Martirio, la lengua y el corazón de cerdo, salados, su madre siempre insistía en su característico sabor, docena y media de huevos, jamón serrano, panceta, lomo de cerdo y una pechuga de gallina. Lo que más le costó conseguir fue el pan grande, tuvo que encargarlo en una panadería e insistir mucho para que se lo hicieran. Las especias, nuez moscada y azafrán en hebra, se acompañarían del perejil y dos cabezas de ajos para elaborar el sabroso aliño. Suspiró resignada y puso manos a la obra. Procedió a picar la carne y el jamón, no se podía utilizar la picadora, otra indicación precisa de su madre, fue tajante cuando se lo consultó por teléfono. Acabaron doliéndole los dedos del roce con las tijeras, pero consiguió unos trocitos perfectos que después darían un toque multicolor al relleno. Desmigajó el pan hasta conseguir una masa blanda, nívea y esponjosa; una caricia que alivió el dolor provocado por las tijeras. Sintió un poco de pena cuando mancilló la blancura del “miajón” con los huevos batidos, el aliño y la carne picada crearon una amalgama amarillenta, pegajosa, salpicada por las distintas tonalidades de la carne troceada. Ya solo quedaba dejarlo reposar unas horas antes de meterlo en las bolsas para cocerlo; antiguamente su abuela utilizaba las tripas del cerdo, pero su madre prefería usar unas tiras de plástico que una vez rellenas se cosían antes de introducirlas en el agua con el caparazón de la pechuga y unos huesos de jamón. La comida fue un éxito, todos alabaron las excelencias del plato; pero Raquel había amasado muchas emociones preparándolo, recuerdos que fluían mientras troceaba el corazón inocente de aquel cerdo, inocente como aquel otro que cada mes de noviembre se sacrificaba en casa de la abuela Martirio, ignorando las implorantes súplicas de Raquel niña, que no soportaba despedirse del animalillo que ella misma alimentó durante los meses anteriores. No volvió a prepararlo nunca más, no quería que el recuerdo de su abuela se introdujera con tanta fuerza en su vida, ya que casi la tenía olvidada, arrinconada entre las telarañas de su memoria.

Ahora se le presentaba un nuevo reto, no tenía experiencia como reportera pero le desbordaban las ganas de salir de aquel estado de letargo en que se hallaba sumida. Sabía que su fuerza interior, esa que parecía dormida, despertaría para ayudarla a conseguirlo.

Una vez sentada en el asiento del tren, respiró tratando de acallar a su exaltado corazón, los sucesos la atraparon en unas horas de vértigo, sin tiempo para reflexionar, simplemente actuó. Volvió a leer el artículo bajado de Internet. ¿Qué había motivado a una mujer como aquella a cometer semejante atrocidad? Todos los vecinos parecían coincidir en su carácter bondadoso, siempre dispuesta a ayudar a sus semejantes, muy religiosa y devota. Cerró los ojos y trató de imaginarla mientras apuñalaba sin piedad aquellos pequeños cuerpos. Un escalofrío recorrió su espalda, observó de nuevo la foto, antigua y desvaída mostraba a una mujer morena, de grandes ojos negros, peinada con dos largas trenzas. El retrato aparecía dominado por los inmensos ojos, que transmitían una bondad incontestable. La corriente de simpatía que sintió hacia Severina desconcertó a Raquel; aquella asesina, juzgada y condenada a pasar el resto de sus días en un centro psiquiátrico, no merecía su compasión.

Decidió alejarse por un momento de la historia, antes de desvirtuarla en su cabeza y de deducir conjeturas erróneas. Se acordó de Pedro, ni siquiera tuvo tiempo de avisarle, sólo un nota adhesiva en la nevera: “Me marcho a Jaén para preparar un artículo, vuelvo el viernes, un beso”. Nada le impedía llamarlo ahora, miró el móvil con desgana, no le apetecía hablar con él.

Cuando conoció a Pedro acababa de empezar con fuerza e ilusión su trabajo en el periódico. Era la Raquel que preparó el relleno de carnaval, capaz de superar cualquier reto, la Raquel que aún confiaba en su futuro, pero también la Raquel tímida e insegura que con sus veintisiete años aún seguía sin conocer el verdadero amor, tan sólo algunos escarceos decepcionantes con compañeros de la universidad. Cuando Pedro apareció en el bar, todas las chicas del grupo se le quedaron mirando. Alto, muy elegante, vestía un traje gris marengo, camisa malva y corbata a juego, le acompañaba el inequívoco perfume del éxito, un olor a colonia cara y exclusiva, un paso firme y desenfadado y una mirada segura e inquisitiva a un tiempo. Más tarde se disculparía por su aspecto, acababa de salir de una reunión y no había tenido tiempo para cambiarse de ropa antes de acudir a su cita con David, el amigo común que lo acompañaba aquella tarde. Lo cierto es que todos llevaban ropa informal, vaqueros y camisetas, y Pedro ponía la nota discordante. Raquel observó que él se sentía cómodo con su traje, no le molestaba la diferencia, se preguntó si no se habría vestido así a propósito, consciente del arrollador efecto que causaba sobre las mujeres, porque sus amigas no dejaron de fijarse en él desde que entró, ensayando sus más seductoras sonrisas. Mientras, ella se encogía, se replegaba, dejando campo libre a sus compañeras, evitando reflejar en sus ojos el efecto que la presencia de Pedro le provocaba. Por eso se sorprendió tanto cuando al final de la noche, cuando las copas mellaban su equilibrio y buscaba el sólido apoyo de la barra del pub, Pedro se dirigió a ella, la enlazó por la cintura y la besó sin mediar palabra. Luego se marchó, dejándola en un mar de confusión, agitada por unas olas desconocidas que la arrastraban a una playa repleta de dudas de colores. Pasó varios días desconcertada, desconfiando de su memoria, achacando el recuerdo del beso a sus excesos con el ron, hasta que Pedro la llamó. David le había facilitado el número, quería quedar con ella para ir al cine.

A veces Raquel se preguntaba cómo había llegado a su situación actual, en qué parte del camino dejó aparcadas sus ilusiones y en qué medida su noviazgo con Pedro contribuía a ello. La relación se desarrolló con rapidez; en menos de un mes, tras la primera película compartida, se convirtieron en una pareja estable; se veían a diario, casi siempre comían juntos. Pedro se fue integrando en su vida, modificando sus costumbres hasta el punto de que ya apenas podía recordar cómo era antes de conocerlo. Él poseía una personalidad absorbente, que envolvía a Raquel aniquilando su voluntad; lenta pero concienzudamente iba tejiendo una red de seda, telaraña de sentimientos, que culminó el día en que se trasladó a vivir con ella. Algo en el interior de la muchacha le avisaba, se rebelaba contra aquella dominación encubierta. Quizás por eso notó un puñetazo en el estómago cuando vio la maleta de Pedro en medio del salón, aunque de sobra hablado, el momento parecía no llegar. Se limitaba a comentarios del tipo “si vivimos juntos tendremos menos gastos” o “esta noche me gustaría quedarme contigo”, pero al final Pedro se marchaba, recogía los restos de su presencia y se los llevaba consigo. Ahora se esparcían por toda la casa y a Raquel empezaban a molestarle. Ella demoraba el momento de volver al piso, muchas noches lo encontraba dormido. Respiraba aliviada, se metía en la cama en silencio, procurando no despertarlo. Se sentía culpable mientras observaba el bello rostro en reposo, la respiración acompasada, los hombros desnudos que escapaban del abrigo de las sábanas. ¿Cómo había llegado a odiarlo tanto?

Conforme el tren devoraba los kilómetros, alejándola del influjo de Pedro, se sentía libre, como cuando era una niña y corría por las camadas de los olivos, desatendiendo la llamada de su madre, siempre tan protectora. Y oía las risas de su abuelo, que la animaba a seguir corriendo, sus pequeños pies machacaban las aceitunas caídas, dejando un reguero de sangre marchita en los terrones, que enfurecía aún más a su progenitora. Hasta que se detenía delante de la criba, un artilugio similar a un columpio donde se separaba el fruto de las ramas caídas al desprenderlo del árbol, con aquellas varas de almendro que los aceituneros manejaban con destreza, golpeando con estudiada saña a los sufridos árboles. Admiraba la fuerza de su padre, que levantaba la espuerta hasta la altura de la criba, por encima de su pecho, para luego dejar caer las aceitunas que bajaban alborozadas como niños díscolos. Abajo las esperaba la abuela, con sus dedos ágiles, que retiraba presta los tallos que escapaban al cribado, Raquel contemplaba esas manos curtidas, acostumbradas al duro trabajo del campo, morenas y pequeñas, que también sabían acariciar y transmitir calma.
Los días eran largos y pesados incluso para ella, demasiado pequeña para colaborar; pero al final de la tarde, cuando se recogían los aperos y miraban hacia atrás para ver los sacos llenos, que reposaban como animales cansados en mitad del olivar, sentían la satisfacción del trabajo bien hecho, la seguridad de que su esfuerzo no sería en vano, que aprovisionarían de aceite las despensas y de dinero las arcas de la familia, y asegurarían el sustento de la misma. Entonces las dudas no asaltaban su ánimo ni lloraba a escondidas tratando de buscar el motivo de tanta tristeza, las cosas eran más sencillas...

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sábado, 2 de agosto de 2008

La dama de rojo y el caballero de rayas


Tras dejar atrás un camino empedrado, nos detenemos a la sombra de la puerta del castillo. Por un momento olvidamos quienes somos, de donde venimos y nos sumergimos en el pasado. En nuestros oídos resuenan los cascos de caballos, el entrechocar de espadas, el silbido de las flechas...

Mi dama de rojo sonrie con sus dentadura ajedrezada, el ratoncito Pérez ha hecho estragos en ella; mientras el caballero de rayas sueña con aventuras matemáticas, ya sabemos de su afición por los números. Desde la Torre del Homenaje, en lo más alto del Castillo Calatravo de Alcaudete, se nos muestra sumisa la Subética Cordobesa, con sus montes azules rodeados de olivos.

El viento se lleva nuestras palabras y nos trae sonidos de otras épocas.


viernes, 1 de agosto de 2008

Gracias Lolilla

Me alegra ver que te has pasado por aquí. Espero que me dejes algunos de tus poemas.