Hoy tengo mil cosas que hacer, por eso me he levantado temprano aunque sea domingo. Hace unos días cumplieron años mi padre y mi hijo, 83 y 9 respectivamente. Los dos tienen la misma ilusión por celebrar su cumpleaños, cosas de la vejez, que hace regresar al niño que siempre ha estado oculto dentro de ti.
A pesar de todas las obligaciones, he decidido perder unos minutos en escribir este post. Anoche, mientras cenábamos, a mis hijos les dio por preguntarme cosas de cuando eran pequeños, anécdotas divertidas, accidentes notorios, trastadas varias. Algunas salieron de momento, las más importantes, pero otras tuve que rebuscarlas en mi memoria, esa traicionera, y me costó recordar cosas que, cuando sucedieron, creí que nunca podría olvidar. Luego conseguí distraerles jugando un parchís, hacía siglos que no jugábamos los cuatro juntos, siempre las prisas o la televisión nos privan de estos momentos tan agradables, en familia. Por cierto, perdí.

Y esta mañana, al despertar, recordé que uno de los motivos de crear mi blog, aparte de mostrar lo que escribo y promocionarme como escritora, era tenderle una trampa al olvido, rescatar momentos hermosos de la vida de mis hijos (Sección Cosas de niños). Alguien puede pensar que soy una exhibicionista, que lanzo mi vida al mundo, pero sólo pretendo tender una red a mis recuerdos. Sí, eso también podría hacerlo en privado, con un diario. Ya lo he intentado, pero me ha faltado constancia.
De todas formas, creo que la memoria no es tan malvada, que nos priva ahora de algunos recuerdos para conservarlos, para preservarlos de esta vida tan ajetreada que vivimos cuando aún somos jóvenes y activos. Después, cuando nuestro cuerpo pierda facultades, cuando nuestra vista nos engañe, y los huesos cansados nos impidan avanzar tan deprisa como quisiéramos, ella nos devolverá nuestros recuerdos. Y, entonces, aprenderemos a vivir de ellos.