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viernes, 12 de enero de 2018

Alcaudete imaginado: La Fuente Amuña




Alcaudete imaginado: La fuente Amuña
Despertó con un tremendo dolor de cabeza. Al abrir los ojos, los primeros rayos de un sol de primavera lo deslumbraron. Tardó unos segundos en comprobar que no estaba solo, un rostro de mujer lo observaba con atención, sus ojos eran negros e intensos, con destellos de luz intermitentes, como una noche de tormenta. Se incorporó con dificultad, la cabeza le daba vueltas. Miró a su alrededor y comprobó que estaba en la Fuente Amuña, por su mente pasaron las  horas anteriores, el alcohol y las risas de las chicas. Ahora, allí no quedaba nadie de sus amigos, tan solo aquella muchacha extraña que vestía de una forma muy rara. Blusa blanca de manga corta, falda de vuelo hasta los tobillos y unas sandalias rústicas. Con una mano sujetaba un canasto lleno de ropa a su cintura, en la otra llevaba una tabla que le recordaba a la pila de lavar que había en su casa.
—¿Quién eres? —preguntó el chico.
—Eloísa me llaman, ¿y tú?
—Victor.
—¿Victor qué?, ¿cuál es tu apellido?
—Ah, no me gusta mi apellido, ¿tengo que decírtelo? Vale. Te lo diré, me llamo Victor Ahumado, ¿a que es raro?
La chica enmudeció, su rostro se había ensombrecido y una tristeza antigua acudió a sus ojos. De pronto, soltó lo que llevaba en sus manos y acarició el rostro de Victor, que la miraba asombrado.
—Te pareces mucho a él—dijo por fin—, su misma nariz, sus mismos labios…
—¿Quién es él? —preguntó Victor con cierto incomodo, no le había gustado que lo comparara con otro.
—Mi novio.
—Ah, tienes novio. Por cierto, ¿por qué vistes de esa forma?, ¿vas a un concurso de disfraces?
—No, visto así todos los días cuando vengo a lavar a la fuente. Disculpa, creo que debo explicarte algo.  Vengo del pasado, soy una aparición.
—¿Una aparición? —preguntó el chico asombrado.
—Sí, un fantasma, creo que es así como lo llamáis ahora.
Víctor la miraba con asombro, desde luego era una chica extraña, pero de ahí a que se tratara de un fantasma…. Alargó la mano y rozó su brazo, suave y consistente. No, no podía ser.
—Puedo materializarme o volverme invisible.
Nada más decir esto su contorno se fue desdibujando, su piel se difuminaba hasta desaparecer. Víctor creyó que iba a desmayarse.
—Quiero contarte algo—dijo Eloísa que, poco a poco, recuperaba su aspecto inicial—Sabía quien eras antes de preguntarte. Lo sabía desde anoche, desde que te vi llegar con tus amigos. Solo puedo aparecerme una vez al año, coincidiendo con el día de mi muerte. Ese día yo había venido a lavar, ese era mi oficio, la mejor lavandera del pueblo decían que era, y las familias más nobles contrataban mis servicios. Mientras lavaba esperaba a tu bisabuelo, se llamaba Victor, como tú. Nos encontrábamos allí a escondidas, pues sus padres no me consideraban buen partido. Soy el espíritu dolido de una persona y estoy aquí para resarcir mi buen nombre. Durante muchos años he acudido a esta fuente para encontrar a Víctor primero, luego a alguno de sus descendientes y, hasta hoy, la suerte no me ha sonreído. Mi novio, mi amor, se enfureció conmigo, creyó que me había suicidado y no me lo perdonó. Nunca regresó a la Fuente Amuña por eso no pude explicarle lo que había pasado.
Eloísa se calló. En sus ojos habían aparecido unas lágrimas traicioneras.
—Lo siento—dijo Victor, que seguía sin salir de su asombro.
—Yo no me suicidé, me arrebataron la vida de una forma cruel y rastrera, para después simular que había sido un suicidio y que ni siquiera mi alma pudiera descansar en tierra santa. Dos hombres me golpearon y me ataron, luego me colgaron de ese árbol, y así fue como me encontró mi madre. Más tarde supe, porque cuando estás muerta puedes colarte en todos sitios, que los había mandado su padre, tu tatarabuelo.
Víctor la miraba sin saber qué decir. A su alrededor la primavera dibujaba un paisaje idílico, de la fuente brotaba agua en abundancia, los pájaros piaban, el césped resurgía de las cenizas del invierno y, sin embargo, una tristeza gris lo empañaba todo.
—Tengo que marcharme, he cumplido mi misión—dicho esto, le dio un beso y desapareció, esta vez de forma instantánea.
Víctor nunca pudo olvidar aquella aparición, trató de convencerse de que solo había sido un sueño, sin embargo, regresó cada veinte de abril a la Fuente Amuña con la esperanza de encontrar a Eloísa. Ella no volvió a aparecer.

jueves, 11 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: Antiguo Hospital de la Misericordia


Alcaudete Imaginado: El Antiguo Hospital de la Misericordia

Sabía que aquel edificio era especial desde el primer día que empecé a trabajar allí.  Aún no tenía conocimiento de que anteriormente había sido hospital, escuela y consultorio médico, apenas llevaba unas horas en Alcaudete.  Fue cruzar la vieja puerta de madera y sentir el aliento de una mujer en mi nuca y su aroma a colonia antigua, que tenía la intensidad del jazmín recién cortado. Miré hacia atrás, pero no había nadie, solo un sol ceniciento que rebotaba en la fachada blanca y se estrellaba contra los adoquines de la calle. Subí por las escaleras, asida a la baranda de madera, pues la presencia me había conmocionado, y notaba que mis piernas temblaban y me hacían perder el equilibrio.
Mi despacho estaba situado en la primera planta, desde la ventana podía ver el patio trasero, unas chumberas, un trozo de muralla y lo más alto de la torre del castillo. Me sentí bien allí, casi había olvidado esa brisa que perturbó mi llegada, quizás solo había sido un mal presentimiento. Los primeros días todo transcurrió con normalidad. Por las mañanas, justo al llegar, antes de conectar el ordenador, subía las persianas amarillas de las ventanas de la fachada principal, que daban a la calle Carnicería. Durante unos segundos contemplaba el cerro del Calvario y la Sierra Ahillos, como si buscara en ellos la fuerza necesaria para afrontar la jornada.  
No sucedió nada especial hasta el primer día que me tocó trabajar por la tarde. Estaba sola y anocheció pronto.  “El invierno se alía con los espíritus”, era una frase que solía repetir mi madre en aquella estación. Al poco de llegar, empezaron los ruidos. Eran pequeños golpes que venían del piso de arriba. Subí las escaleras sin miedo, ya apenas recordaba ese aliento en la nuca del día de mi llegada. Creía que los sonidos que había escuchado podían provenir de algún gato callejero. Una mañana, al abrir la puerta, había saltado uno por el hueco de las escaleras, sobresaltándome y provocándome una sonrisa de alivio al descubrir que solo era un felino que había pasado allí la noche.
El segundo piso estaba dividido en dos grandes salas de techos abuhardillados y una pequeña antesala con varios expositores. En uno de ellos había algo que llamaba poderosamente mi atención: una vitrina con instrumentos ginecológicos, me habían contado que en aquel edificio, cuando todavía era un hospital, habían nacido muchos niños. Descubrí, asombrada, que estaba abierta y que algunos de ellos habían desaparecido. De pronto, los golpes se reanudaron, ahora con más intensidad, provenían de la sala de la izquierda, la que estaba adaptada como aula de formación en simulación de empresas.
Empecé  a sentir miedo. El miedo es algo extraño, se manifiesta de distintas formas, hay gente que se queda paralizada, a otros les da por correr, hay quien se orina encima o quien se vuelve agresivo.  A mí me da por cantar, no puedo evitarlo. Así, que sin más, empecé a entonar una canción de Nino Bravo que tenía almacenada en algún remoto rincón de mi mente: “De día viviré pensando en tu sonrisa, de noche las estrellas me acompañaraaaaaaaaaaaaan…”
Entonces ocurrió algo que me obligó a callar. Alguien me llamaba por mi nombre desde el otro lado de la puerta. Intenté entrar, pero estaba cerrada. La llamada parecía más bien una súplica. Así que bajé las escaleras en busca de la llave del aula. Ni siquiera paré a reflexionar sobre lo que estaba haciendo, aquellos gritos desconsolados habían despertado en mí el deseo de ayudar. Cuando abrí la puerta, en un acto reflejo, se me abrió también la boca. En vez de los ordenadores, las mesas de despacho, los paneles y las pizarras que componían el aula, me encontré con una hilera de camas, con blancos cabeceros de forja, todas vacías menos la primera. Allí yacía una mujer embarazada. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y me pedían suplicantes que la ayudara. Bajo su cama se estaba formando un charco, grité cuando comprendí que era de sangre.
Yo sabía que los fantasmas existen. Me lo había contado mi madre cuando era pequeña, ella solía verlos continuamente, por eso no estaba más asustada aún. Y supe que en aquel edificio había fantasmas desde el primer día, aunque intenté obviarlo y traté de centrarme en mi trabajo burocrático.  Y ahora estaba allí, frente a una mujer etérea, que se abrazaba a su barriga como si quisiera evitar una gran desgracia. Una desgracia que había ocurrido muchos años atrás.
¿Qué podía hacer? Sabía que aquello no era real, pero la mujer seguía sufriendo.  Me pedía que salvara a su niña, “estoy segura de que será niña, yo voy a morir, pero tienes que salvarla a ella”, me suplicaba. Recordé entonces que mi madre siempre me decía que la mejor forma de espantar a un fantasma era aceptarlo, creer en su existencia. Ese día yo pude comprobarlo. Traté de consolarla con palabras dulces. Acaricié su pelo inexistente, sequé sus lágrimas de polvo y poco a poco, tal como había llegado, fue desapareciendo. Salí del aula, apagué las luces de la segunda planta, después de comprobar que todo el instrumental médico había vuelto a su sitio, bajé a mi despacho y con la firme decisión de abandonar aquel trabajo lo antes posible, empecé a redactar mi renuncia. Sabía que aquello se repetiría, que los fantasmas no desaparecerían, pues en pocas ocasiones encuentran a personas como yo, que pueden verlos y entenderlos. Eso también me lo había dicho mi madre.
Aún tardé un par de semanas en marcharme, les di tiempo a mis jefes para que buscaran a otro técnico en asesoramiento empresarial y ponerlo al tanto de los asuntos pendientes. Unos días antes de irme, una señora entró a la antesala de mi despacho mirándolo todo con curiosidad, “cómo ha cambiado esto” me dijo. Y yo sentí un escalofrío al ver sus ojos. “Yo nací aquí” continuó, “hace más de medio siglo. Pobrecita mi madre, que murió al dar a luz”. Dicho esto, sus ojos se inundaron de lágrimas y entonces lo entendí todo, aquellos ojos eran idénticos a los de la mujer embarazada. 

miércoles, 10 de enero de 2018

Alcaudete imaginado: El calvario


Alcaudete Imaginado: El Calvario

Siempre que Clara discutía con su madre, algo que últimamente sucedía a menudo, se iba al Calvario. Subía por el camino contando las cruces que encontraba, como si necesitara comprobar que seguían siendo las mismas, que no se había producido ninguna variación desde la última vez. Alguien le había dicho que tener trece años no era fácil, que el cuerpo cambia y la mente más, que te haces un lío contigo misma y odias a quien deberías querer. Quizás era eso lo que le pasaba con su madre.
 No paró hasta llegar al refugio antiaéreo, se subió encima de él y desde allí contempló el magnífico espectáculo que le ofrecía la Sierra Ahillos, después se fue girando hasta encontrarse con el Castillo. Como siempre, soñó con ser una princesa medieval. Al poco rato, bajó y se sentó sobre una piedra. A su alrededor el paisaje era verde, moteado de florecillas blancas y amarillas. Los colores de la primavera estallaban rabiosos. Allí arriba todo parecía más hemoso. De pronto, una voz masculina la sacó de su ensoñación.
—Hola, ¿puedes ayudarme?
Clara se dio la vuelta y se quedó de piedra cuando vio al propietario de la voz que la había sobresaltado. Era un chico joven, de ojos azules y sonrisa perfecta, pero no fue eso lo que llamó su atención, sino sus ropas. Vestía un uniforme de soldado muy viejo y desgarrado por algunas partes, incluso se apreciaban unas manchas oscuras que podrían ser de sangre.
—¿No me has oído? Te preguntaba si puedes ayudarme. Tengo que encontrar al jefe del destacamento para darle un mensaje. Es urgente.
—Sí, te he oído, pero no sé a quién buscas, aquí no hay nadie.
—¿Han abandonado la posición? ¡Imposible!
—No entiendo nada de lo que dices, supongo que me estás gastando una broma, y no sé por qué estás disfrazado si no es carnaval.
—¿Disfrazado? No te entiendo…
—Pareces recién salido de la Guerra Civil. Hace poco vi una película e iban vestidos igualitos que tú; los rojos, los que perdieron.
—¿Cómo dices? ¿Una película…? ¿Perdimos…?
—Vale, no me rayes más, no estoy para bromas.
El chico no la escuchaba, en ese momento miraba con asombro las antenas de telefonía que estaban instaladas al lado de la pequeña ermita blanca. Después su vista se fijó en el Castillo y exclamó.
—¡Parece otro! Está más nuevo.
—Lo ha rehabilitado el ayuntamiento, yo estuve hace poco con mi clase. ¿Cuánto tiempo hace que no vienes por aquí?
—Solo dos semanas, desde abril y, no sé, todo está distinto. ¿Puedes explicarme qué ha pasado?
Una idea absurda empezaba a tomar forma en la mente de Clara, aquel soldado parecía salido del pasado, sabía que eso era imposible, pero no podía dejar de pensarlo, así que le preguntó:
—¿Sabes en el año que estamos?
—Claro, no soy tonto, en el 38.
La chica notó que la tierra se movía bajo sus pies, o aquel muchacho estaba mal de la cabeza o había regresado del pasado. No sabía qué le daba más miedo.
—No, nada de eso, estamos en el 2012, la guerra acabó hace tiempo, más de setenta años.
El soldado se sentó a su lado, abatido. Para corroborar sus palabras, Clara le enseñó su móvil. A él le resultó muy extraño, nunca había visto un reloj como ese, cuadrado y lleno de imágenes que podían moverse a un solo toque de la chica. Hablaron un buen rato, Clara le explicó lo mejor que pudo, la Historia no era su asignatura favorita, lo que había pasado en todos aquellos años. Él le dijo que se llamaba Evaristo Gutiérrez Mesa y que lo habían reclutado cuando cumplió los dieciséis años, que no sabía muy bien el por qué de aquella guerra, que aún no había matado a nadie y que esperaba no tener que hacerlo. Cuando terminaron de hablar el sol ya se ponía a sus espaldas, incendiando el horizonte. Clara le dijo que tenía que marcharse. Evaristo la miró con desconsuelo, ¿puedo ir contigo?, le preguntó con voz apagada. Ella asintió con la cabeza, aunque no sabía cómo le explicaría a su madre que volvía tan tarde y con un chico del pasado. Bajaron el sendero en silencio, tan solos acompañados por el sonido del viento entre los pinos, como un susurro de voces de otros tiempos. Clara llegó a su casa y, cuando se volvió para invitar a pasar a Evaristo, no encontró a nadie. Había desaparecido.
Días después, buscó el nombre de aquel chico en Internet. Evaristo Gutiérrez Mesa había muerto en uno de los bombardeos de 1938, en la zona del Calvario, a la edad de diecisiete años.







martes, 9 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: La campaña de la aceituna


Alcaudete Imaginado: La campaña de la aceituna

Juana se mueve con lentitud, el barro que se acumula en la suela de sus zapatos le impide andar con normalidad. A la voz del manijero, corre en busca del fardo. Mientras coloca la lona alrededor del árbol, echa de reojo una mirada a sus manos, duras y resecas como la corteza de los olivos, y piensa en sus rodillas coloradas, hechas un puro callo de arrastrarse por el suelo.
A Juana le duele la cintura, los tres embarazos han dejado huella en su cuerpo, y los brazos, y los tobillos atrapados en el barro. Pero lo que más le duele son los sueños perdidos.
En el pueblo comentaban que bailaba muy bien, que se movía como una artista de cine, de las de Hollywood. Hasta poco antes de casarse se imaginaba subiendo al avión que la llevaría a América. Se lo decía a sus amigas con voz frívola, quitándole importancia, pero el deseo anidaba en su interior, incluso un día llamó a Iberia para preguntar por el precio del billete.
Paco, su novio, se encargó de borrar aquellos sueños locos. Si al principio le seguía la corriente, incluso la animaba a prepararse para su futuro triunfo en el espectáculo, en cuanto se prometieron y se vio con la suficiente autoridad, le prohibió hablar de tonterías, que trae mejor cuenta dar la entrada para un piso que gastar los ahorros en un billete de avión a ninguna parte, ¿qué sabía ella de Hollywood y los artistas?
Hace frío, a Juana se han quedado heladas las orejas, la nariz le gotea y se la limpia con un pañuelo de papel. El ruido de las máquinas le impide conversar con los compañeros. Le gustaba más antes, cuando en el campo se podía hablar sin el estruendo de las varas mecánicas, ni las sopladoras,… Otros inviernos, aún con el cuerpo cansado, había lugar para las charlas, las bromas, los chascarrillos… Echaba de menos ese ritmo pausado, las mujeres con refajo y la espuerta de esparto en la cadera. El sonido de las aceitunas resbalando por la empinada cuesta de la criba, como si fueran risas de niños en los toboganes, y los sacos tumbados panza arriba en las camadas, animales heridos con manchas de sangre morada.

El ritmo de trabajo ahora es fabril, Juana tiene la sensación de que es una máquina más, una pieza de un engranaje, apenas tiene tiempo de levantar la vista y contemplar la belleza de la fría mañana de invierno.
En la chaqueta lleva el móvil, los auriculares y los cinco décimos que ha comprado para el sorteo de Navidad. Más de cien euros invertidos a espaldas de Paco, que a él no le gusta soñar. A Juana le da igual lo que piense su marido. Este día es un paréntesis en el resto de su vida, una nube que baja hasta el suelo para que ella se suba y pueda pasear cerca de las estrellas, aunque no sean las de Hollywood. Juana tiene otros sueños que han nacido después, conforme sus hijos han ido avanzando cursos y ha comprendido que ya no puede ayudarles con los deberes. No se aplicó mucho en sus años de estudiante, solía embelesarse en sus fantasías de bailarina mientras don Amador explicaba la lección. Ni siquiera acabó  la EGB, sus padres la quitaron del colegio el primer año que repitió, en sexto curso. En el campo nos serás más provechosa, hija mía. Y así fue como, con doce años, ganó su primer jornal como aceitunera. Cuántas campañas se habían sucedido después, cuántas heladas habían curtido sus manos, cuántas espuertas habían doblado su cintura…
El sueño de Juana, ahora, es estudiar una carrera, y en uno de aquellos cinco números que atesora en el bolsillo de su chaqueta, está su realización. De este año no pasa. Sube el volumen a la radio del móvil, los niños de San Idelfonso ya han iniciado sus letanías, sólo es cuestión de aguantar unos minutos más, quizás unas horas; después, todo será diferente para Juana. Y si no lo es, no importa, seguirá soñando.

lunes, 8 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: Fiestas Calatravas


ALCAUDETE IMAGINADO: FIESTAS CALATRAVAS

Elena había elegido un bonito vestido para la ocasión, túnica roja sobre camisa blanca, bien ceñido a la cintura, y había recogido su pelo en un moño de manera que sólo algunos mechones perfilaran su rostro. Retocó el rouge de los labios y estudió el maquillaje. Impecable. Lanzó una mirada apreciativa a sus sandalias doradas de tacón alto, quería estar perfecta para él. La larga espera por fin llegaba a su fin, había transcurrido más de un año desde la última vez que lo vio.
Fue en el segundo fin de semana de 2011, Alcaudete celebraba sus Fiestas Calatravas y ella fue hasta allí de pura casualidad, a instancias de una amiga. Nada más llegar,  Elena se sintió sugestionada por la música y la algarabía que llenaba las calles, cientos de personas vestían trajes medievales y exhibían sus ganas de diversión en un pasacalle multicolor. Siguió la marcha del cortejo hasta llegar a una bonita plaza, pasaron bajo un arco y, a partir de ese momento, tuvo la sensación de entrar en un universo paralelo. Una especie de neblina invisible, pero perceptible a su sexto sentido, envolvía a la multitud y la sumergía en un pasado tan oscuro como atrayente.
Pronto, su amiga desapareció de la mano de un chico moreno muy atractivo que lucía una hermosa capa blanca con la cruz roja de Calatrava. Elena se dejó llevar por la inercia que marcaba el gentío. Sus ojos se llenaron con las mercancías que se exhibían en los puestos: pulseras, anillos, jabones, hierbas medicinales, repostería, juguetes de madera… De pronto se encontró de frente con un hombre, un empujón por detrás la había llevado a sus brazos, cuando levantó la vista, se encontró con los ojos más azules que había visto en su vida. El rubor subió a su rostro y necesitó unos segundos para recomponer su ánimo y disculparse.
No os disculpéis, bella dama, fue culpa mía.
Elena lo miró asombrada, cierto era que iba vestido con traje medieval, cota de malla y espada a la cintura, y que en su rostro lucía una poblada barba, pero eso no significaba que tuviera que expresarse de aquella anticuada manera.
No deberíais andar sola por estos lares, hay demasiados rufianes al acecho. Permitid que os acompañe.
Quizás se trataba de una broma y que el chico sólo fuera un actor contratado por los organizadores de las fiestas. Sin embargo, había algo en él que le hacía auténtico. La forma de moverse, de mirar, de reir,..

Elena se dejó llevar por aquel extraño hombre, caminaron juntos entre la multitud, que parecía apartarse a su paso. La cogió de la mano y subieron hasta el Castillo. La condujo a una sala amplia y le pidió que se cambiara de ropa, para ello le ofreció los vestidos que a tal efecto estaban colocados en una percha. Había más gente allí, parecían personas normales que se afanaban en colocarse los trajes medievales sobre su ropa de calle y reían divertidos por la situación. Luego, todos se dirigieron hacia otra sala de techos ovalados donde había dispuesta una mesa repleta de manjares. La cena era real, el barco construido con melón y jamón podía comerse, como la morcilla, el queso, las uvas y el resto de los apetitosos alimentos que componían el menú. Sin embargo, la situación era irreal y Elena lo sabía, aquel hombre que la miraba con unos turbadores ojos garzos no era de su época.
Cuando terminaron la cena, dieron un paseo por la fortaleza, hasta que, finalmente, subieron a la torre. Todo parecía estar abierto para él, nadie detenía su paso, como si fuera invisible o…,  el dueño del castillo.
A Elena eso no le importaba, ella tenía la consistencia de su mano, el calor de su pecho, notaba la fuerza de su abrazo y el dulzor de sus labios.  Se besaron con la ciudad a sus pies, el viento despeinaba sus cabellos, pero ella ni siquiera lo notaba.

Ahora, en la habitación del hotel, Elena rememora esa noche y se pregunta si todo aquello no fue más que un sueño. El último año ha vivido alimentada por una promesa, la promesa de alguien que ni siquiera sabe si es real o una ilusión. Con el alma en vilo, sale a la calle, el ruido la envuelve, se dirige al lugar de su cita, junto a la iglesia, aparezca su caballero o no, se siente afortunada, durante un año ha saboreado el placer de la espera.

domingo, 7 de enero de 2018


Alcaudete Imaginado: La calle Carnicería

La veía pasar todos los días desde hacía más de un mes. Subía la calle Carnicería con aire ausente, tan sólo preocupada por no enganchar los tacones de sus zapatos en las piedrecillas del pavimento. Cuando llegaba a la altura del Convento de Santa Clara dejaba reposar sus ojos en la fuente y los arbolillos del patio de la entrada, impregnándose de su frescor. A veces, se desviaba para contemplar la fachada de la iglesia, su mirada enredada en las retorcidas columnas salomónicas que parecían ejercer una fuerte atracción sobre ella.
La extranjera no era joven. El tiempo había marcado en su piel unas arrugas profundas, como en la calle el agua había ido arrastrando la masilla que unía las piedras hasta dejarlas descarnadas. No usaba maquillaje, y su pelo rubio blanquecino, mal cortado, se le metía en los ojos constantemente. Había algo en ella que le atraía poderosamente, y no era sólo su marcada diferencia con las otras mujeres del pueblo. Tenía los ojos claros, la piel pálida y un halo de tristeza que iba derramando tras de sí, como una lluvia ácida que corrompía la mañana. Tardó un tiempo en relacionarla con su juventud, con aquellos años locos que vivió en la capital; luego, le fue imposible abandonar la idea de que ya la conocía de antes.
Qué no daría él por hablarle, por disipar esa melancolía, por saciar la curiosidad que le iba quemando por dentro: ¿sería ella? Se limitaba a seguirla a cierta distancia por la calle empinada que la llevaría hasta la plaza del pueblo, al mercado de abastos, su destino final. Por los ojos de ella, que solían detenerse en los edificios, contemplaba con deleite las casas que conformaban la calle, muchas de ellas centenarias. A él, que las había visto desde niño, ya le resultaban indiferentes. Sin embargo, las miradas de ella brillaban de admiración por aquellas fachadas blancas, por aquellos ventanales enrejados, y despertaba en el hombre  una sensación que creía olvidada, el amor a su calle, a su barrio, que le había acogido durante tantos años.
A veces piensa en María, en su esposa difunta. Sentiría celos de su obsesión por la extranjera.  Ella nunca supo de aquella relación, nunca le habló de Helen, la inglesa de piel transparente y ojos de agua que le enamoró como a un loco cuando estaba en Madrid haciendo el servicio militar. Y sabía que era una tontería, pero le gustaba pensar que esa anciana cansada y triste que a diario pasaba por delante de su casa, era la misma chica joven que bailaba desnuda para él en una oscura pensión del centro. Por eso ansiaba el momento de hablar con ella, de recordar aquellas palabras que le enseñó: Darling, my love, …
Han pasado varios días y la mujer no ha aparecido. El anciano se desespera. No sabe dónde vive. Nunca la ha seguido a la vuelta, cuando pasa la fachada gris del convento se asoma para verla desaparecer dejando atrás el Antiguo Hospital de la Misericordia. No le gusta seguirla hasta allí, casi siempre hay gente en la puerta que miraría con curiosidad a un anciano en bata. Si supiera dónde está su casa, si supiera algo más de ella que el sonido de sus pasos sobre las piedras de la calle, si se hubiera atrevido alguna vez a preguntarle algo, cualquier cosa…
Hoy ha vuelto a verla. Al anciano se le ha roto el corazón. No iba sola, una mano pálida y vellosa apretaba la suya, unos pies cansados adecuaban el paso a su paso. La tristeza había desaparecido de su rostro, parecía más joven, más guapa.
Mientras el hombre recogía los pedazos rotos de sus ilusiones, una idea iba tomando fuerza en su cabeza. No, no puede ser ella, se repetía una y otra vez. Imposible, exclamaba en voz alta mientras se reía a carcajadas. No es ella porque está con otro hombre. Y Helen me prometió que me esperaría siempre. ¡Siempre! No importa que hayan pasado más de cincuenta años.

sábado, 6 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: El Castillo


Alcaudete imaginado: El Castillo

La subida hasta el Castillo aparecía iluminada por un sol en apuros, a punto de ser devorado por la línea del horizonte. La oscuridad no preocupaba a Carlos, ilusionado en visitar la fortaleza al abrigo de la noche. Así le costaría menos imaginar que el tiempo había retrocedido, que se encontraba en la Edad Media. El corazón danzaba agitado dentro de su pecho, para calmarse trató de acompasar sus latidos a las marchas de la Semana Santa: Ta, taratata, taratata, tan, tan… Apretó la mano de su padre y notó su propio sudor, se soltó con rapidez para limpiarse la palma en el pantalón. No podía permitir que lo creyera un niño miedoso, pronto cumpliría nueve años.
Las puertas del Castillo Calatravo volvieron a sorprenderlo, se sintió pequeño, un insecto insignificante a punto de cruzar el umbral que conduce a otro universo, a un mundo tan pasado como real, lleno de vidas y muertes, de caballeros y damas, de monjes guerreros… Con sus ojos de chiquillo que quieren comerse el mundo, busca ansioso las piedras esféricas, pruebas irrefutables de que en aquel castillo se habían librado cruentas batallas. Sonrió con satisfacción al comprobar que seguían allí, cerca del aljibe, esperando pacientes para ser lanzadas desde alguna catapulta.
Avanzaron en silencio acortando los metros que les separaban del refectorio. Cuando se adentraron en el edificio, la noche ya se había apoderado del aire tornándolo frío y espeso, casi tangible. La estancia era rectangular, de techos altos y paredes revestidas en piedra; adheridas a ellas, unas antorchas coniformes proporcionaban una luz irreal, mágica.
A Carlos le llegó un extraño olor a aceite quemado. Sorprendido, revisó con la mirada una por una las lámparas para asegurarse de que eran eléctricas.  De repente, se sintió atraído por una figura blanca situada al fondo de la sala. Cuando se acercó pudo comprobar que se trataba de un muñeco vestido con los hábitos de la Orden de Calatrava; sobre el pecho destacaba la cruz roja, flordelisada. Se aseguró de que su padre no le miraba antes de tocar aquellas atrayentes ropas. Fue entonces cuando sucedió lo imposible, el maniquí movió el brazo con agilidad y lo agarró por la muñeca, mientras su boca pronunciaba estas palabras “tengo sed, la jornada se hizo larga, luchamos con brío, el enemigo era fuerte y bravo, pero conseguimos vencerlo”.
Carlos no podía dar crédito a sus oídos, ni a sus ojos. Ante él, el rostro de un hombre, curtido por el sol y las guerras le sonreía. “Venga, jovenzuelo, moved vuestras piernas y traedme vino”, dicho lo cual le pegó un empujón que casi lo tira al suelo. El niño salió corriendo, preguntándose dónde podría encontrar la bebida. Recordó entonces que después de la visita se serviría un aperitivo en las caballerizas. Con sigilo, para evitar que lo descubrieran los camareros, cogió una de las jarras y la ocultó bajo su chaqueta. Regresó al refectorio, ahora el corazón no atendía a razones ni a marchas semana santeras, se le iba a salir por la boca. Su padre seguía charlando con un amigo, ajeno a sus preocupaciones. Entregó el recipiente al monje y dio un paso atrás. En ese momento oyó que lo llamaban y se marchó, sin esperar a que se tomara el vino.
No pudo ocultar los nervios por mucho tiempo y su padre terminó interrogándole; “¿qué has hecho, has roto algo?”. Intentó contárselo, pero las palabras se resistían a salir; por fin pudo decir “el monje ese está vivo”. Su padre lo miró divertido, con una sonrisa de incredulidad en la boca, de todas formas, accedió a acompañarlo. Cuando llegaron ante el maniquí, sólo era eso, un muñeco de manos rígidas e inmóviles, incapaces de sostener ningún objeto. Su padre se alejó riendo mientras repetía “Este niño no va a cambiar nunca”.
Carlos, desolado, busca la jarra de vino, la encuentra casi oculta tras la túnica calatrava y la recoge para devolverla a su lugar, convencido de que todo ha sido fruto de su imaginación. Casi se desmaya cuando comprueba que está vacía y que un pequeño arroyuelo rojo desciende por la comisura de los labios del maniquí.

viernes, 5 de enero de 2018

Alcaudete imaginado: La fuente de la Villa


Alcaudete imaginado: La fuente de la villa

Como todos los días María se acercó a la fuente.Le gustaba contemplar desde allí la casa rosa. Era grande y en su fachada crecían los balcones como las flores en los arriates del parque. Se entretenía contándolos, uno, dos, tres... Al llegar a diez se paraba: no sabía cómo seguir.
Decidió no aprender los números el día que su madre le dijo que eran infinitos, que nunca se acababan. Le pareció inútil aprender algo incompleto, a ella le gustaban las cosas terminadas. Como aquella casa rosada, florecida de ventanas, que la esperaba cada atardecer, cerca de los caños de la fuente. Eran tres y tenían cara. Al principio le daban un poco de miedo aquellas bocas profundas, por donde nunca cesaba de manar el agua. Y la pequeña ventana con rejas, siempre oscura y misteriosa. Pronto se acostumbró a su presencia. Formaban parte de la calle Carmen. Le hacía gracia que una calle se llamara como su hermana. Car-men. Pronunciaba el nombre despacito, y se imaginaba que la fuente se unía a ella, y que su rumor era música que coreaba sus palabras.
Hoy es un día distinto: en su banco, donde suele apoyarse para mirar la casa grande y contar sus huecos, hay una mujer sentada. Es mayor, viste de negro, un pañuelo cubre su cabeza y oculta sus ojos. Aún así María descubre que llora, por las pequeñas sacudidas que sufre su cuerpo, agitado como si temblara de frío o de miedo.
―¿Qué te pasa? ―le pregunta insegura.
La mujer no responde. La mira. En sus ojos no encuentra la sorpresa ni la curiosidad que descubre en los de otra gente cuando se cruzan con los suyos. María sabe que es diferente. Se observa cada mañana en el espejo y no se parece nada a su hermana Carmen. Su madre se lo ha explicado... Algo sobre la edad que tenía cuando se quedó embarazada.
Es diferente, sí, pero le gusta que la gente se lo recuerde a cada instante con sus miradas.
―Tengo treinta años y quiero ser tu amiga―dijo María. Se sentía orgullosa de recordar su edad ―¿Qué haces en mi fuente?
―Espero―contestó la mujer, y su voz sonó líquida como el agua que brotaba de los caños.
―¿Puedo esperar contigo?, ¿Me ayudas a contar los balcones?
―Sólo sé contar hasta diez―dijo la mujer sin muestras de vergüenza ni afligimiento.
―¡Como yo! ―exclamó María, contenta― lo que haremos es que yo empiezo a contar, luego sigues tú, así hoy podré contarlos todos.
―Me encantaría contar balcones contigo, pero tengo sed.
―Bebe de la fuente, mi madre me lo tiene prohibido, pero no pasa nada.
La mujer enlutada se levantó despacio. Sus pies se movían livianos, como si fueran plumas arrastradas por el viento, se acercó a uno de los chorros y dejó que el agua cayera por su cara, y mojara su labios.
La María la observaba con los ojos rasgados y su boquita pequeña. Aquella anciana le caía bien.
―Ven, siéntate a mi lado.
María observó con sorpresa que la anciana estaba de nuevo en el banco, y ella no la había visto regresar. ¡Magia!. Sonrió satisfecha y aplaudió con entusiasmo, cuando iba al circo, disfrutaba mucho con el espectáculo de los magos.
―¿Me ayudarás a contar?―preguntó María, mientras se tumbaba y ponía la cabeza sobre sus rodillas. Así podría ver bien la casa.
―Te ayudaré a marcharte, ya has cumplido tu misión aquí.
―¿En la fuente?
―En la vida
―¿Eres la Muerte? ―dijo, y se arrepintió al instante, no podía ser que aquella anciana amable fuera algo malo.
―Soy tu amiga.
Un sopor intenso invadió a María. Aún presa de aquel sueño pegajoso, trataba de mantener los ojos abiertos, y contaba los caños, que eran tres. Y los balcones: uno, dos, tres... diez.

martes, 15 de octubre de 2013

Alcaudete Imaginado: La laguna Honda


Alcaudete Imaginado: La laguna Honda.

Como cada tarde aparcó el coche frente al edificio de la antigua estación de tren de Alcaudete. Cogió una mochila pequeña donde llevaba el agua y un libro. Emprendió el camino con escasa ilusión. Aquel día cumplía cuarenta años y se había prometido que sería la última vez. Era la fecha límite que se había marcado antes de desechar del todo aquella fantasía juvenil, impropia de su edad. Mientras avanzaba por la vía desprovista de raíles, una vía que ya no sentiría el temblor emocionado que provocaba el tren, de aquel amante embravecido que en otra época la acometía con pasión y que la hacía rugir cuando se adentraba en sus puentes, no podía evitar recordar los innumerables paseos, siempre inútiles, que la habían llevado otras tardes hasta la laguna. Se detenía ante ella y contemplaba el espectáculo del atardecer sobre las aguas mansas. El sol manchaba de rojo el horizonte, mientras que la maleza se reflejaba aumentada en aquel espejo quieto y oscuro. Los fines de semana la visitaba por la mañana, entonces le parecía menos peligrosa, de un azul plateado, reluciente como una novia a punto de ser desposada.

Una novia…, un marido, hijos… ¡Cuánto lo ansiaba! En sus primeros años de juventud no era consciente de esa necesidad. Desdeñaba a sus pretendientes, jugaba con la vida y amaba de forma casi insolente, egoísta, absurda. No quería compromisos, ni convertirse en la típica ama de casa, en la madre gritona, en la esposa cansada que nunca quiere hacer el amor. Sin embargo, los años pasaban inclementes, vio marcharse los treinta y, cuando su trabajo la llevó a Alcaudete, a la Vía Verde, a la laguna Honda, recordó a aquella anciana, allá en su pueblo del norte, que una noche al abrigo del fuego le echó las cartas: “Conocerás a tu hombre, el que te hará feliz y te dará dos hermosos hijos, en las vías muertas de un tren, frente a las aguas calmas de una laguna”

Ella creía haber olvidado estas palabras, hasta la tarde en la que, por primera vez, contempló la laguna Honda. Nunca había visto unas aguas más mansas, un azul más quieto y reparó en que aquella vía se podía calificar de muerta, pues por allí ya no pasaría ningún tren. A partir de entonces se obsesionó con el vaticinio de su vieja paisana, creyó que había llegado su momento, que allí encontraría al hombre de su vida, que solo era cuestión de esperar, de ser paciente y, sobre todo, acudir a aquel lugar el mayor número de veces posible. Fue así como se habituó a visitar la laguna cada día, a quedarse largos ratos apoyada en la barandilla de madera fabricada con los travesaños de la vía, pero mirando con el rabillo del ojo a las personas que caminaban por su lado. Sus sentidos se alertaban cuando veía pasar a un hombre solitario. Se preguntaba si aquel sería el padre de sus hijos, la persona que la amaría tal y como le había vaticinado la anciana. Los días, las semanas, los meses, los años pasaban y no sucedía nada. Ya llevaba más de tres en Alcaudete y desde hacía varios meses se había puesto como fecha límite el día de su cuarenta aniversario. Después, si nada ocurría, pediría el traslado para olvidar las tardes perdidas frente a la laguna.

Hoy era ese día. Los cuarenta años eran una pesada carga que entorpecía su caminar. Contempló los olivos, siempre verdes e impasibles, que parecían decirle adiós con sus ramas, agitadas por una suave brisa otoñal. Quisiera ser como ellos, tener hondas raíces que la fijaran a un lugar, pero sobre la mesa de su despacho ya tenía preparada la solicitud de traslado, en el banco no le pondrían problemas, les venía bien tener a alguien como ella, dispuesta a cubrir sustituciones en cualquier parte de España. Alguien sin cargas familiares, ni ataduras. Alguien libre como aquel viento que movía los olivos. Hoy aquí, mañana quién sabe.

Una profunda tristeza aplastaba sus hombros cuando llegó frente a la laguna. La tarde parecía desangrarse en la tierra roja que rodeaba el agua, en el agua misma, tintada por los rayos de un sol agonizante. Un pájaro levantó el vuelo y dibujó en el cielo un garabato negro. Entonces lo comprendió. No necesitaba un marido, ni siquiera hijos. Necesitaba encontrarse a sí misma, dejar de buscar fuera lo que tenía dentro y echar raíces, como los olivos, fuertes y profundas. Por primera vez contempló la laguna sin reservas. Hasta ahora solo había sido un medio y necesitaba que fuera un fin, un lugar seguro donde refugiarse.

Y fue justo ese día cuando lo conoció, justo en el instante en que había renunciado a él. Supo quién era, no le cupo la menor duda, cuando contempló sus ojos de un azul manso, como el de la laguna.
(Relato publicado en el Libro de Feria de Alcaudete 2013)

viernes, 7 de septiembre de 2012

Alcaudete Imaginado: La feria


Dentro de pocos días se inicia la Feria Real de Alcaudete, y este año he querido que mi aportación al programa de fiestas fuera un relato que transcurriera en la feria, que recogiera sus peculiaridades, como el Concurso Hortofrutícola, donde se pueden admirar los frutos de las huertas de las vegas alcaudetenses: melocotones, manzanas, peras, uvas, nueces, tomates, pimientos,...
Tenemos una huerta en la ribera del río Víboras y un año nuestros melocotones ganaron el primer premio del concurso. Fue todo un orgullo, pues la competencia era muy dura.
También me gustaría destacar la feria de día, por el entorno en que están ubicadas las casetas, el parque de la Fuensanta, repleto de árboles que procuran sombra y frescor al visitante.
 Espero que os guste mi relato, y no dejéis de visitar Alcaudete, merece la pena. Más información en: www.alcaudete.es






 La Feria

No has cambiado nada. Es lo primero que te he dicho nada más verte. Sonríes y me ofreces tu brazo, como solías hacer cuando de novios íbamos a la Feria. Me siento tan ligera, han crecido alas en mis zapatos. Mis huesos se han olvidado de quejarse esta tarde, incluso ha desaparecido la pesadez que me atenazaba las piernas y mis tobillos se han desinflado.

Subimos despacio, sin prisas. Caminamos por la acera de la Avenida de Andalucía, no nos molesta la gente, ni los coches, ni el ruido, ni siquiera el calor vespertino de un sol agonizante. Ya nada puede perturbarnos.

Llegamos al Parque de la Fuensanta, contemplas absorto la fuente de colores. Me gusta ver tu cara de niño gozoso, me miras con aires de pregunta. Sí, es nueva, te digo, llevas demasiado tiempo sin venir. Asientes con la cabeza, y te noto un poco triste. Mejor no hablar de tus años de ausencia. Nos sentamos en un banco, me tomas de la mano y susurras palabras de amor a mi oído. Puedo oírlas claramente, como si de pronto hubiera recobrado un sentido casi perdido. Mi vista también parece más aguda, distingo con claridad el brillo azulado de tus ojos. Te lo comento extrañada, y me dices que no me preocupe, que es normal en mi estado actual. Supongo que tú ya has tenido tiempo de acostumbrarte, ha pasado tanto tiempo desde el accidente.

Ahora recorremos el paseo, lo observas todo con atención, te marean las luces, mucho más intensas que cuando nos conocimos, muchos años atrás. Las casetas del turrón son los que más se asemejan a las de antes, el resto es nuevo para ti. Me preguntas por esos rostros extraños, por esas pieles oscuras que regentan alguno de los puestos de collares y pañuelos. Te empeñas en probarme un mantón, me dices que siempre me sentaron muy bien. Nada más cogerlo, notas que no son como los de antes, que no tienen el tacto de la seda, ni el bordado de mis manos.

Mis manos, siempre me decías que era lo más bonito que tenía, mis manos de deditos finos y piel suave. Míralas ahora. Tan sólo son sarmientos viejos y decrépitos. Seguimos avanzando, cada vez me siento más ligera, ni siquiera me molestan los zapatos de tacón, me siento liviana, como si flotara arrastrada por un viento suave y acogedor. Creo que es tu brazo en mi cintura el que provoca esa sensación en mi cuerpo. A la derecha está la caseta Quinto Centenario, los músicos preparan los equipos de luz y sonido para dentro de unas horas empezar a tocar. Ya verás, no son como los de entonces. Hay chicas que visten ropa atrevida, faldas muy cortas que dejan a la vista sus piernas. A mí no me importa que las mires, no soy celosa, sé que siempre me has querido, y que eso ya no lo va a cambiar nadie, no pudieron mis padres, que tanto se opusieron a nuestro amor.

Aunque parezcan diferentes, los músicos también tocan canciones de las nuestras: boleros, tangos, vals, pasodobles,… Quizás, luego, si no estás muy cansado, podríamos venir a bailar. Ahora ven, sígueme. No, no me sueltes de la cintura, agárrame fuerte, a veces temo que te desvanezcas, que sólo seas un sueño y que, cuando despierte, ya no estés aquí. No te rías, no me llames tonta. Te he echado mucho de menos. Vamos, esto te va a gustar. Sí, es “la fruta”, ahora lo llaman concurso hortofrutícola y vienen autoridades de fuera a inaugurarlo todos los años. A mí me suelen traer mis hijas a verlo. Es lo que más me gusta de la Feria. Recuerdo cuando tú venías desde tu huerta, allá en el Vado Judío, con tu borrica Romea cargada de melocotones. Siempre te pasabas por mi casa para dejarme los mejores y yo te regañaba, así nunca vas a ganar el primer premio, te decía. Tú eres mi mejor premio, repetías cada año. Luego, mi madre salía con cara de pocos amigos, y seguías tu camino hacia la feria, riéndote de su mal genio.

No creas que te olvidé. Nunca lo hice, ni siquiera el día de mi boda, cuando me casé con Isidro. Yo a él le tenía cariño, lo cuidé bien hasta que murió. Me dio dos hijas guapas y trabajadoras, que ahora se ocupan de mí. Lo tuyo era distinto. Fuiste mi primer amor, y el único. Sí, quiero que lo sepas, quiero que sepas que no quise a nadie después de ti. Ni siquiera a Isidro, ya te digo, a él sólo le tenía cariño.

Mira, mira esos melocotones, son hermosos, dorados, grandes. No, no me hagas reír, mi piel no es más suave que la suya, nunca lo fue, a pesar de que tú estabas empeñado. Melocotoncito, me llamabas, y a mí me subía tal rubor a la cara que más bien parecía un tomate maduro.

Venga, sigamos, vamos a ver algo que te gustará. Dejemos atrás los puestos de tiro, no estamos nosotros para probar la puntería, quiero enseñarte las casetas. Hace fresquito aquí, ¿verdad? Los árboles del parque nos prestan su sombra. Son bonitas, sus flores de papel parecen de verdad, me gusta el contraste de los colores. Sí, la música está un poco alta, cosa de la juventud, pero da alegría a la vida.

Ahora, vamos a sentarnos a la Rosaleda, quiero disfrutar en silencio de tu presencia. Supe que ibas a venir a recogerme, por eso pedí a mis hijas que me arreglaran con un vestido de fiesta, que me pusieran unos zapatos de tacón y el collar de perlas, quería estar guapa para ti. Lo he sabido todos estos años, por eso no he sufrido cuando se acercaba la hora, el momento que tanto temen los demás. Sabía que lo único que te traería sería mi muerte.




martes, 3 de abril de 2012

Alcaudete Imaginado: La ermita de la Fuensanta

Os dejo mi colaboración con la revista municipal DeParEnPar, dentro de la sección Alcaudete Imaginado. En esta sección publico relatos ambientados en lugares emblemáticos de Alcaudete, en esta ocasión me he atrevido con la Ermita de la Virgen de la Fuensanta, un lugar de visita obligada para muchos alcaudetenses devotos de esta Virgen, patrona de la localidad.


La ermita de la Fuensanta


El anciano sube arrastrando los pies por el sendero amarillo de hormigón impreso, los años pesan sobre su espalda encorvada y la respiración se le hace cada vez más dificultosa. Aún faltaba media hora para su cita, pero se le antojaba tarde y temía no llegar a tiempo. Buscaba las raquíticas sombras de los árboles que escoltaban el camino, que aún eran escasas a finales de un mes de marzo especialmente caluroso.

Una cita con una mujer hermosa, qué más puede pedir un hombre a su edad, pasados los ochenta lo único que se aguarda es la muerte. De ahí el apresuramiento de sus pasos, la angustia que oprime su pecho hambriento de un oxígeno, que ni su boca ni su nariz pueden suministrarle con la suficiente abundancia ni rapidez.

Avanza unas decenas de metros más, sus ojos cansados ya le permiten divisar la blanca ermita, aunque sus contornos parecen ser elásticos y deformables en vez de eficaces líneas rectas. La torre de ventanas cuadradas se levanta orgullosa de su esbelta planta; la gran puerta de madera que sólo se abre en las grandes ocasiones, como la Velada, permanece cerrada, inmutable; la imagen de la Virgen impresa en los azulejos que decoran la fachada parece dar la bienvenida al paseante… La emoción le obliga a detenerse bajo una palmera y tomar asiento en un banco de hierro. El chillido de los pájaros sobre su cabeza le reafirma en la convicción de que aquello no es un sueño, que está allí, frente a la fuentecilla de piedra de la entrada, con el cuerpo cansado y el alma tan ligera como las palomas que sobrevuelan la escena. No se ve a nadie en toda la explanada, está solo. Con estudiada lentitud, como si gozara de la espera, saca del bolsillo la carta y la lee por enésima vez, cuando la recibió, nada más verla, reconoció la letra picuda del sobre. Nadie escribía la A de Antonio como ella, nadie más podía reflejar su amor en unos simples trazos. Dentro, apenas una cuartilla escrita sólo por una cara, suficiente para fijar una cita: “Si aún me quieres, te espero mañana a las cinco en la Ermita de la Fuensanta”. Siempre tuya, Carmela.

Si aún me quieres… ¿Cómo podía ni siquiera pensar que la había olvidado? Cincuenta años habían pasado, cincuenta penosos inviernos, cincuenta veranos vacíos; sin dejar de recordarla un solo día.

Nada más entrar le reconforta el frescor de la ermita. Pisa, indeciso, el suelo ajedrezado, la sensación de mareo se ha incrementado por el esfuerzo, los últimos metros se le habían hecho eternos. Avanza con paso vacilante por el pasillo central. Al fondo, justo en el primer banco, se distingue un bulto oscuro, quizás es ella. Desea verla, comprobar cómo la ha tratado la vida, ni siquiera sabe si podrá reconocerla.

Las vidrieras incrustadas en los muros filtran una luz azulada. Bajo ellas se sitúan faroles de forja, que destacan como negros pecados sobre unas paredes de blancura inmaculada.

¿Por qué se detiene hoy a mirar lo que le es tan familiar, a repasar cada objeto del templo, los sobrios bancos de madera, las plantas que siembran de verdor el silencio de la ermita, el confesionario, las cruces simétricas, las flores del altar, el manto nuevo de la Virgen, los arcos del techo…? Quizás para retrasar el encuentro, para encontrar las palabras que le permitan transmitir lo que ha sufrido por ella sin herirla. No, no quiera venganzas ni rencores, los años aplacan la furia, la trituran hasta dejarla hecha un puré apto para la boca sin dientes de un anciano como él.

Avanza decidido, en su memoria pervive la imagen de la mujer hermosa que le dejó plantado frente al altar cincuenta años antes. Llega a la altura del bulto oscuro que ha visto desde la entrada, decepcionado comprueba que no es ella, ni siquiera se trata de una mujer. Busca en su bolsillo la carta, quizás ha equivocado la hora, sólo encuentra la lista de la compra que confeccionó por la mañana. Levanta la vista hacia el altar, como otras veces, sorprende una lágrima en el rostro de la Virgen, que llora con él.











sábado, 7 de enero de 2012

Alcaudete Imaginado: La Sierra Ahillos

Una nueva colaboración con la revista Deparenpar, en esta ocasión el relato transcurre en la Sierra Ahillos. Como sabéis, Alcaudete Imaginado comprende historias que suceden en sitios muy conocidos de Alcaudete, son narraciones de ficción, no tienen ninguna base real, aunque ya me han preguntado más de una vez si lo que cuento llegó a suceder. Casi en todas ellas aparece algún elemento sobrenatural, para hacerlas más entretenidas. Espero que os guste.


ALCAUDETE IMAGINADO: LA SIERRA AHILLOS




El día amaneció gris. Una maraña de niebla ocultaba la cima de la Sierra Ahillos. Tomás la veía tras el cristal empañado de su ventana. Ya se había puesto el chándal y las zapatillas, le encantaba caminar en las mañanas brumosas, lo hacía desde que murió Clara, su novia, porque se le antojaba que era lo más parecido a estar en el cielo, cerca de ella. Además, desde hacía una semana tenía un motivo nuevo para disfrutar con sus caminatas matinales.

El otoño por fin había decido mostrarse. La tierra, mojada por las últimas lluvias, había adquirido un rojo más intenso. A su izquierda, los pinares se alzaban orgullosos, flotando en un manto de agujas secas. A la derecha, los olivos, impasibles al paso de las estaciones, siempre verdes, siempre fuertes y poderosos, se humillaban ahora con el peso verdinegro de las aceitunas.

Tomás avanzaba con rapidez, sus piernas ya estaban acostumbradas a la pendiente, a la carretera sinuosa que lo llevaría hasta el lugar de encuentro. Su corazón no estaba alterado por el esfuerzo sino por las ganas de volver a verla, de contemplar su cabellera rojiza, como la tierra mojada que las lluvias habían arrastrado por la cuneta, y el verde oliva de sus ojos transparentes. Hacía una semana que se habían conocido, y cayó por primera vez en la cuenta de que aún no sabía su nombre.

Ella apareció un poco antes de llegar al cortijo Las Pitas, justo en la pequeña meseta desde donde se puede divisar una hermosa panorámica de Alcaudete. Estaba parada, absorta en la contemplación del Castillo, su pelo ondeaba al viento y la niebla le daba un aspecto fantasmagórico. Una fuerza inesperada lo llevó a vencer su timidez y se detuvo junto a ella. Es precioso, ¿verdad?, dijo la chica y se quedó mirando a Tomás con fijeza.

Unos segundos después, ya caminaban juntos. No se habían presentado, pero Tomás sintió que la belleza del otoño lo unía a aquella muchacha, avanzaron algunos kilómetros más, hasta que ella se despidió al pie de un carril que se adentraba en la sierra. Me esperan, fue lo único que le dijo antes de desaparecer entre los pinos.

Ese día iba decidido a preguntarle el nombre, a pedirle el número de su teléfono móvil, a conseguir una cita… No era tan feo, y junto a ella, su timidez desaparecía como la niebla se deshilachaba conforme avanzaba el día. Hablaba sin cesar de su vida, de sus miedos, de sus inseguridades,… Ella sabía escuchar, parecía existir sólo para oír lo que él tenía que contarle. A veces, cuando regresaba a su casa, dudaba de que fuera real, quizás sólo la había imaginado, quizás sólo era una forma de alejar la soledad que se había instalado en su vida desde que su novia murió en un accidente de tráfico, hacía ya más de dos años.

Ella estaba esperándolo en el lugar acostumbrado, con la vista perdida en el horizonte; cuando Tomás se acercó pudo ver que lloraba. Lágrimas gruesas rodaban por su piel blanca, moteada con pecas de canela. El hombre deseó beberse aquellas lágrimas, acabar con la tristeza que las provocaba; deseó besar cada centímetro de su rostro. Era la primera vez que sentía atracción por una chica desde que su novia murió, la primera vez que tenía un motivo para seguir viviendo.



―Tengo que marcharme―, dijo ella― mi tiempo aquí se acabó.

―No puedes hacerme eso, ¿dónde te vas? Dime la dirección, iré a visitarte, por favor, no desaparezcas de mi vida. Ni siquiera sé como te llamas.

―No admiten visitas a donde voy, ni se necesita nombre, ni siquiera cuerpo; se puede coger prestado si, como ahora, me hace falta. De todas formas, puedes llamarme Noviembre.

―¿Noviembre? ¿Qué clase de nombre es ese?

―Noviembre es el mes de los muertos. Los vivos se acuerdan de sus difuntos, los cubren de flores y de velas, los llaman y a veces…

―A veces, ¿qué? ¡Dime! ― gritó Tomás sin poder ocultar sus lágrimas.

―A veces …, respondemos a esa llamada, Tomasete.



Y dicho esto se lanzó con los brazos abiertos hacia el horizonte. Tomás observó, asombrado, como flotaba sobre los olivos, mientras su cuerpo se transformaba en niebla; la misma niebla húmeda y fría que se había quedado helada en su espaldas al oír la palabra Tomasete. Sólo una persona en el mundo lo llamaba así: Clara.





jueves, 7 de julio de 2011

Alcaudete Imaginado: El pontón


Ya está disponible la nueva edición de la revista municipal Deparenpar, como es habitual, incluye mi colaboración en la sección Alcaudete Imaginado, esta vez la dedico a un precioso paraje de nuestro municipio: El pontón.
En este enlace se puede acceder a la revista completa:

El pontón

El frío empezaba a calar sus huesos. Demasiado cerca del río. Observó con admiración el puente de hierro que se alzaba un poco más atrás. No se cansaba de mirarlo, cada vez le encontraba algo nuevo, una sombra, un perfil desconocido que lo atraía y lo distraía de pensar en su oscura existencia. Había perdido la cuenta de los meses que llevaba así, escondido, alejado del mundo. Ni siquiera recordaba con claridad el motivo de pasar los días ocultándose y las noches robando comida en huertas y casas de campo.
No era una hora normal para que una familia con niños pequeños paseara por la vía, ahora transformada en un carril bici. Hacía años que no temblaba el puente al paso del gigante de hierro, ya no se balanceaba el oro líquido en sus entrañas; pasaron los tiempos felices en que él y su hermano lo observaban desde algún cerro próximo, alertados por el ruido metálico que destrozaba el silencio de los olivares. Solían ir a buscar espárragos o alcaparra, según la temporada, para sacar un poco de dinero, un extra que añadir a la campaña de aceituna, que les permitía renovar su ropa o invitar a las muchachas en la feria del pueblo.

Era un pasado amable al que renunció por propia voluntad, él mismo se labró su sufrimiento, pero eso es otra historia. Ahora está aquí, agazapado tras el pequeño puente de piedra, el hermano antiguo del gigante, tratando de ocultarse de una familia madrugadora, que había amanecido junto a la vía, bien equipada con maillots y cascos de ciclistas. Podría haberse marchado antes, lo habría hecho sin dificultad, acostumbrado como estaba a ser invisible. Algo lo retuvo. Le apetecía ver el rostro de otras personas, oír sus voces, imaginar que mantenía una conversación normal. Y, sobre todo, deseaba ver la cara del niño, no aparentaba más de seis años, los mismos que tenía él la primera vez que su padre lo llevó hasta allí, para enseñarle el tren.

Habían aparcado las bicicletas bajo el puente de hierro, y se adentraban entre las hierbas floridas de mayo para acercarse a la orilla del río que, en su chocar contra las piedras, emitía una canción tan ronca y exaltada como antigua. Por un momento los perdió de vista, hasta que, al girar, se encontró de frente con unos ojos enormes, color almendra, que lo miraban asombrado. Se puso el dedo en los labios, pidiéndole silencio. El niño le hizo caso, no parecía asustado por sus barbas ni por su apariencia desastrada. Si no tienes para quien arreglarte acabas olvidándote de hacerlo, pensó el hombre. En ese momento desearía tener un aspecto más agradable, más cordial. Intentó concentrar toda la dulzura de su alma en la mirada, transmitir la confianza necesaria para que el pequeño no gritara asustado. Aclaró su garganta atrofiada por la falta de uso, y le dijo: Si no gritas te contaré un secreto. El niño no parecía tener miedo, más bien curiosidad por aquel hombre extraño que, a pesar de desaliño, le transmitía calma. Mira allí arriba, ¿lo ves? Parece un puente, ¿verdad? El pequeño asintió con la cabeza, agitándola bien fuerte. A lo lejos se oían los gritos de sus padres que lo llamaban, pero no hizo caso, estaba intrigado. No te dejes engañar, en realidad es una escalera que llega hasta el cielo. Mira bien, ¿ves como los peldaños rozan las nubes?

Los ojos del niño se achicaron, la claridad dañaba sus pupilas. Por fin habló, en tono bajo, para evitar que lo oyeran: ¿Y tú has venido de allí, del cielo; eres un ángel? Al hombre fuerte, acostumbrado a vagar por caminos en noches sin lunas, le tembló la voz, las lágrimas acudieron a sus ojos. Un ángel, repitió sonriendo, sí, así es, un ángel. Por eso no debes contarle a nadie que me has visto, será nuestro secreto, ¿vale? El pequeño prometió que no lo haría y después de darle un beso en su mejilla, áspera y húmeda por el llanto que no había podido contener, se marchó corriendo en busca de sus padres.

El hombre permaneció allí un rato más, ya no tenía frío, el ruido del agua le pareció más amable, el arrullo de una nana, la voz dulce de una madre que acuna a su hijo. El Víboras, que se hacía bravo en aquel paraje, pareció conmoverse con la escena y acalló sus voces, el agua se alejó mansa, como en una despedida.

Quizás fuera el momento de volver a casa.