jueves, 7 de julio de 2011

Alcaudete Imaginado: El pontón


Ya está disponible la nueva edición de la revista municipal Deparenpar, como es habitual, incluye mi colaboración en la sección Alcaudete Imaginado, esta vez la dedico a un precioso paraje de nuestro municipio: El pontón.
En este enlace se puede acceder a la revista completa:

El pontón

El frío empezaba a calar sus huesos. Demasiado cerca del río. Observó con admiración el puente de hierro que se alzaba un poco más atrás. No se cansaba de mirarlo, cada vez le encontraba algo nuevo, una sombra, un perfil desconocido que lo atraía y lo distraía de pensar en su oscura existencia. Había perdido la cuenta de los meses que llevaba así, escondido, alejado del mundo. Ni siquiera recordaba con claridad el motivo de pasar los días ocultándose y las noches robando comida en huertas y casas de campo.
No era una hora normal para que una familia con niños pequeños paseara por la vía, ahora transformada en un carril bici. Hacía años que no temblaba el puente al paso del gigante de hierro, ya no se balanceaba el oro líquido en sus entrañas; pasaron los tiempos felices en que él y su hermano lo observaban desde algún cerro próximo, alertados por el ruido metálico que destrozaba el silencio de los olivares. Solían ir a buscar espárragos o alcaparra, según la temporada, para sacar un poco de dinero, un extra que añadir a la campaña de aceituna, que les permitía renovar su ropa o invitar a las muchachas en la feria del pueblo.

Era un pasado amable al que renunció por propia voluntad, él mismo se labró su sufrimiento, pero eso es otra historia. Ahora está aquí, agazapado tras el pequeño puente de piedra, el hermano antiguo del gigante, tratando de ocultarse de una familia madrugadora, que había amanecido junto a la vía, bien equipada con maillots y cascos de ciclistas. Podría haberse marchado antes, lo habría hecho sin dificultad, acostumbrado como estaba a ser invisible. Algo lo retuvo. Le apetecía ver el rostro de otras personas, oír sus voces, imaginar que mantenía una conversación normal. Y, sobre todo, deseaba ver la cara del niño, no aparentaba más de seis años, los mismos que tenía él la primera vez que su padre lo llevó hasta allí, para enseñarle el tren.

Habían aparcado las bicicletas bajo el puente de hierro, y se adentraban entre las hierbas floridas de mayo para acercarse a la orilla del río que, en su chocar contra las piedras, emitía una canción tan ronca y exaltada como antigua. Por un momento los perdió de vista, hasta que, al girar, se encontró de frente con unos ojos enormes, color almendra, que lo miraban asombrado. Se puso el dedo en los labios, pidiéndole silencio. El niño le hizo caso, no parecía asustado por sus barbas ni por su apariencia desastrada. Si no tienes para quien arreglarte acabas olvidándote de hacerlo, pensó el hombre. En ese momento desearía tener un aspecto más agradable, más cordial. Intentó concentrar toda la dulzura de su alma en la mirada, transmitir la confianza necesaria para que el pequeño no gritara asustado. Aclaró su garganta atrofiada por la falta de uso, y le dijo: Si no gritas te contaré un secreto. El niño no parecía tener miedo, más bien curiosidad por aquel hombre extraño que, a pesar de desaliño, le transmitía calma. Mira allí arriba, ¿lo ves? Parece un puente, ¿verdad? El pequeño asintió con la cabeza, agitándola bien fuerte. A lo lejos se oían los gritos de sus padres que lo llamaban, pero no hizo caso, estaba intrigado. No te dejes engañar, en realidad es una escalera que llega hasta el cielo. Mira bien, ¿ves como los peldaños rozan las nubes?

Los ojos del niño se achicaron, la claridad dañaba sus pupilas. Por fin habló, en tono bajo, para evitar que lo oyeran: ¿Y tú has venido de allí, del cielo; eres un ángel? Al hombre fuerte, acostumbrado a vagar por caminos en noches sin lunas, le tembló la voz, las lágrimas acudieron a sus ojos. Un ángel, repitió sonriendo, sí, así es, un ángel. Por eso no debes contarle a nadie que me has visto, será nuestro secreto, ¿vale? El pequeño prometió que no lo haría y después de darle un beso en su mejilla, áspera y húmeda por el llanto que no había podido contener, se marchó corriendo en busca de sus padres.

El hombre permaneció allí un rato más, ya no tenía frío, el ruido del agua le pareció más amable, el arrullo de una nana, la voz dulce de una madre que acuna a su hijo. El Víboras, que se hacía bravo en aquel paraje, pareció conmoverse con la escena y acalló sus voces, el agua se alejó mansa, como en una despedida.

Quizás fuera el momento de volver a casa.










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