viernes, 10 de mayo de 2013

Carta a una niña discapacitada (Premio Certamen CIM de Nerja)


Querida Alba,

Llegaste una mañana fría de enero, eras mi primera nieta; cuando íbamos de camino al hospital descubrí, con alegría, que ya habían florecido algunos almendros. Lo consideré un buen augurio, mi hija tendría una nieta blanca y hermosa como aquellas flores. Cuando llegamos tu abuelo y yo, tu madre aún estaba en el paritorio y tu padre con ella. Las horas en la sala de espera se hacían eternas; yo tejía un jersey rosa y tu abuelo releía la misma noticia en el periódico, como si necesitara hacerlo mil veces para comprenderla. Nunca lo había visto tan nervioso, ni siquiera el día que llevó a tu madre al altar.
Cuando tu padre salió a decirnos que habías nacido, supe que algo iba mal. Le costaba mantener la sonrisa, respondió a mis besos con un abrazo flojo y resbaladizo como la mantequilla. Nos comunicó que tardaríamos un rato en verte, pues tenían que hacerte unas pruebas. Después, se marchó y nos dejó con el alma acongojada. Fueron las horas más largas de mi vida. Mil cosas tremendas pasaron por mi cabeza, pero ninguna acertada, nunca pude imaginar que serías tan distinta a como te esperábamos. Aún así, a pesar de tus ojitos rasgados y tu boquita pequeña, o precisamente por eso, me pareciste la criatura más hermosa que jamás había visto. Tu madre lloraba, mientras repetía una y otra vez, síndrome de Down, síndrome de Down…, no puede ser, si yo aún no he cumplido los treinta años. Tu padre no conseguía de deshacerse de un gesto de incredulidad, te miraba y remiraba, como si en tu carita inocente pudiera encontrar la respuesta a todas las preguntas que se lo comían por dentro. Eran jóvenes, el médico no había considerado necesario que se sometiera a ninguna prueba para detectar la enfermedad.
Yo no sentía pena, sino una gran responsabilidad, sabía que mi objetivo de convertirte en una mujer fuerte e independiente se me complicaba, pero no pensaba darlo por imposible. Con Down o sin él, tú seguías siendo mi nieta.
Te preguntarás el por qué de esta carta, aún eres pequeña para que puedas entender todo lo que quiero transmitirte  y yo soy mayor y estoy enferma, pronto desapareceré de tu vida, por eso quiero dejar por escrito esta especie de testamento que no lleva aparejado la propiedad de ningún bien sino, simplemente, unos consejos de vieja.
Hace mucho tiempo, cuando yo me criaba, las mujeres éramos menos que nada, no teníamos derechos, pasábamos de estar bajo la tutela de nuestros padres a la de nuestros maridos. Nos consideraban unas discapacitadas, unas eternas menores de edad, incapaces de tomar decisiones por cuenta propia. No podíamos tener una cuenta bancaria ni abrir un negocio sin el consentimiento de nuestros maridos. Mi padre me quitó de la escuela el mismo día que me vino la regla. Yo no podía entenderlo, disfrutaba aprendiendo, la lectura siempre ha sido mi pasión. Cuando me casé, las cosas no cambiaron demasiado. Mi marido, tu abuelo, no era mal hombre, solo actuaba como le habían enseñado. No dejó que tu madre, después de terminar el bachillerato, fuera a la universidad. Decía que el lugar de las mujeres estaba en la casa, cuidando de sus maridos. Lloré mucho, más que cuando me impidió que asistiera a la escuela de adultos, pero él se mostró inflexible. Durante un mes no le dirigí la palabra, finalmente tuve que ceder, lo quería a pesar de todo. Lo primero que hice cuando murió fue apuntarme a las clases para mayores y le insistí a tu madre para que hiciera lo mismo en la universidad a distancia, pero ella no quiso, me dijo que quería dedicarte todo el tiempo a ti. Y lo entiendo.
Ya ves, el mundo no es fácil para las mujeres y para ti será un poquito más complicado. He visto en tus ojos el deseo de aprender, no importa que a tus ocho años aún no sepas leer ni escribir, es cuestión de tiempo. He observado como frunces tu boquita con determinación cuando me pides que te enseñe a tejer. Tu madre nunca me lo pidió. Cojo tus pequeñas manos y coloco las agujas en ellas, las guío con la mirada puesta en el futuro, quizás algún día serás tú quien teja jerséis para otra niña. Una felicidad enorme se escapa de tu rostro y, una vez más, me asombro de que alguien tan pequeño pueda transmitir tanto cariño. Son nuestros momentos, quizás, cuando seas mayor, no los recuerdes, por eso te los dejo escritos.
Y, por último, solo me queda darte algunos consejos, no sé la edad que tendrás cuando leas esta carta, tu  madre me ha prometido que te la dará cuándo ella considere que puedas entenderla. Tu avance es distinto al de otros niños, necesitas un poco más de tiempo para aprender las cosas, eso es porque pierdes muchas horas en hacernos felices. Para ti lo importante es disfrutar de las pequeñas cosas, de los besos de tu familia, de la mariposa que se para a libar una flor, de los colores de la primavera, de un encendido atardecer, del leve susurro de la lana al ser tejida, de los ojos cambiantes de un gato, de la espuma blanca que inunda la bañera, de tu programa de televisión favorito, de la vida… No, en realidad, no pierdes el tiempo, lo ganas. Mientras que nosotros nos esforzamos en conseguir cosas, tú ya lo tienes todo, la felicidad está dentro de ti, por eso eres diferente y especial, en el mejor sentido de estas palabras. No me importa la edad que tengas cuando leas esta carta, sé que habrás vivido intensamente todos los años que se quedaron atrás, y no creo que necesites mis consejos, pero ahí van:
-          Debes valerte por ti misma, tu madre siempre querrá protegerte, pero tienes que convencerla de que tú eres una persona válida, una mujer valiente.
-          Tienes una discapacidad, no eres una discapacitada, podrás lograr todo lo que te propongas, quizás necesites un poco más de esfuerzo, pero recuerda que llevas en las venas sangre de luchadoras.
-          Y, sobre todo, no permitas que nadie te arrebate lo mejor que posees, la capacidad de hacer feliz a los que te rodean, consérvala siempre, es un don precioso.

Con esto termino mi carta, tú estás rondando por aquí, te extrañas de que haya cambiado mis agujas de tejer por un bolígrafo. Me das muchos besos en las mejillas y me preguntas, con los ojillos inquietos, qué estoy haciendo. Te contesto que estoy enviando un mensaje a alguien del futuro, me miras extrañada, aún no sabes qué significa esa palabra. Vives instalada en el presente. No puedo evitar que mis ojos se llenen de lágrimas y, en silencio, pido a dios o al destino que se apiade de mí, que me permita vivir unos años más, que el diagnóstico que me dieron ayer sea erróneo, no puedo soportar la idea de que solo me queden unos meses de vida para disfrutar de ti. Entra tu madre, yo sigo escribiendo, con la cabeza baja para que  no vea mis lágrimas. Ella aún no sabe lo de mi enfermedad, se enterará cuando lea esta carta, lo prefiero así.
Mi niña, mi nieta, mi Alba… Luz que ilumina mis noches frías, solo con verte comprendo que la vida tiene sentido. No olvides nunca que tu abuela te quiso, como solo se puede querer a un ángel, con devoción.
Te mando todos los besos que no podré darte.
Tu abuela.
Matilde