Ese día estábamos en la sala de espera del pediatra, mi niña, siempre tan inquieta, no paraba de subir y bajar de las sillas de plástico color naranja dispuestas a manera de un banco: tres o cuatro atornilladas a un mismo pie de hierro. Entre silla y silla, un pequeño hueco, exiguo, insignificante, diminuto, … Cómo consiguió Irene meter su trasero en ese mínimo espacio todavía es un misterio para mí. Lo cierto es que allí estaba, atrapada entre silla y silla.
La gente se arremoliba alrededor de mi hija, cada uno aportaba una sugerencia y yo empezaba a ponerme nerviosa. Irene lloraba a lágrima viva, no sé si por sentirse atrapada o por el montón de personas que opinaban sobre su situación. En ese momento se acercó un hombre mayor, alto, fuerte; la cogió de los brazos y empezó a tirar de ella. Yo le grité que la dejara, ya veía por allí los trozos de mi niña desmembrada.
Al final vino el celador, echó a todo el mundo sin ningún tipo de contemplaciones y armado con un destornillador consiguió liberar a mi hija de su encierro. Agradecí su ayuda con lágrimas en los ojos, porque aunque después me reí mucho con esta anécdota, aquel día lo pasé realmente mal. Será por eso que no lo he olvidado.