viernes, 27 de diciembre de 2013

Entrevista en Radio Alcalá

El pasado lunes me entrevistaron en Radio Alcalá, emisora municipal de Alcalá La Real.
Hablamos de mi nuevo libro La nieve en el almendro, y también de La asesina de los ojos bondadosos, una novela que ha tenido una muy buena aceptación en el municipio alcalaíno, tras su publicación por Pez Sapo.
En el siguiente enlace puedes escucharla:


jueves, 26 de diciembre de 2013

domingo, 22 de diciembre de 2013

¡Feliz Navidad!


Presentación en Librería Ítaka de Alcalá La Real


Ayer presentamos La nieve en el almendro en la librería Ítaka de Alcalá La Real, puedes ver más fotos en mi página de Facebook: https://www.facebook.com/photo.php?fbid=458287834292162&set=a.457897657664513.1073741827.457894080998204&type=1


viernes, 13 de diciembre de 2013

Entrevista en Cadena Ser Jaén




El lunes pasado Lola Romero me hizo una entrevista para el programa Hoy por Hoy Jaén. La primera idea era grabarla con tranquilidad, pero por unos problemillas que tuve al final la hicimos en directo y yo con los nervios un poco destemplados. A pesar de todo, estuvo bien, conté muchas cosas de La nieve en el almendro. ¿Te animas a escucharla?

http://www.ivoox.com/felisa-moreno-ortega-9-diciembre-audios-mp3_rf_2632324_1.html?autoplay=1#

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Caminos que conducen a esto de Andrés Ortiz Tafur


Editorial El desván
info@editorialeldesvan.com

Hay historias que buscas e historias que te encuentran, estas últimas, por lo general, son las mejores. Pueden aparecer en cualquier sitio, en forma de mirada, de gesto, de paisaje, de sueño… Mientras leía este libro de relatos tenía la sensación de que estaba lleno de historias con personalidad propia y  que habían sido ellas las que buscaron, en medio de la sierra, a un escritor para que las contara, porque no es fácil proponerse escribir un libro tan sorprendente. Cada vez que terminas de leer un cuento, todavía con el regusto agridulce de lo leído, solo puedes pensar a dónde te llevará el próximo relato.

Y es que este libro está lleno de personajes sorprendentes: mujeres barbudas, cortadores de cabeza, hombrecillos de color azul cobalto, Evas al desnudo, actores que no saben salir del papel… De historias con desenlaces insospechados. De situaciones absurdas como la que recoge el cuento “La nena, el viejo, la pelota, el padre y la madre: una familia”, donde una pelota no para de botar y eso genera un conflicto con final sorprendente.

Me resulta complicado hacer una reseña de este libro porque cada cuento sugiere la suya propia y son veinticuatro relatos los que lo integran. Podría estar folios y folios contando cosas, pero creo que lo mejor que puedo hacer es animar a su lectura, porque estoy segura de que no dejará indiferente a nadie.

Si tuviera que quedarme con un solo cuento, algo harto complicado pues todos tienen una gran calidad, sería con El tiro de gracia, creo que es un relato desgarrador, de esos que se te quedan clavados como un disparo en la sien.

Y si tuviera que elegir un inicio, de los muchos sorprendentes que atesora este libro, me quedaría con este del cuento “Eva tomando el sol”: Eva tomaba el sol en la era como aguardando la caída de un dios pagano sin más credo entre sus sienes que la seda de los labios de su sexo. El la encontró así, con las palmas de sus manos volcadas hacia arriba y los ojos bien abiertos. Desafiando la luz asfixiante que venía del cielo.

 


Andrés Ortiz Tafur
"Habito en un Afganistan español; una de esas sierras en las que las nuevas tecnologías y las redes de comunicación se caen de bruces al suelo en cuanto las empresas propulsoras diagnostican que sus beneficios serán exiguos. Somos pocos los beneficiarios, los contribuyentes; y entonces esa máxima de que cualquier ciudadano dentro del territorio debe contar con similares oportunidades y derechos, se liquida con un simple tiro en la sien.
Aún así, y aprovechando mis constantes visitas al otro mundo terrenal, ése en el los edificios y los ruidos se apretujan los unos contra los otros, trataré de estar vivo también aquí, en este blog que hoy parte... En este velero de verdes ramas. "

lunes, 2 de diciembre de 2013

Lee el primer capítulo de La nieve en el almendro





El peso del pasado

 

 

En un primer momento, Julián no reconoció a la mujer que se ocultaba tras el rostro demacrado de la mendiga. Calculó más de treinta años desde que la vio por última vez, en el barrio miserable donde vivió su infancia. Él sólo era un niño de doce y ella una hermosa mujer de treinta. Su último  encuentro fue en el otoño de 1978; un otoño especialmente lluvioso y frío, o al menos así lo recordaba Julián cada vez que rememoraba aquellos días. A veces dudaba, quizás el frío y la lluvia sólo eran una invención de su memoria, empeñada en proporcionar un escenario desapacible a los desgraciados hechos que marcaron el resto de su vida.

Cuando ella entró en su bar, sólo le pareció una anciana indigente, una más de las que solía ver cada día por las calles de la ciudad; por eso decidió darle unas monedas, que se marchara y no molestase a los clientes que pronto empezarían a llegar. Pero ella le señaló las tazas y las magdalenas, con una mirada de súplica en sus ojos de color indefinido. El establecimiento estaba vacío, así que no perdía nada por atenderla en un acto de caridad. Le sirvió el café sin mirar aquellos ojos que le inquietaban. Una cierta desazón se había apoderado de él; pensó que era normal sentirse así ante alguien que no posee nada; solía pasarle a menudo, la miseria que tan bien conoció de niño le asaltaba en cualquier esquina: desheredados que pedían limosna, que él entregaba sin mirar nunca a los ojos, como si temiera encontrar su infancia reflejada en ellos. No tardaría en darse cuenta de que con aquella vieja mujer había algo más, y que la inquietud provocada por su presencia se debía a otros motivos mucho más personales.

La anciana acarició la taza con sus dedos enrojecidos, y agradeció el contacto caliente con una sonrisa, que mostró una dentadura perfecta y de un blanco insospechado entre la mugre de su cara y su ropa. Las manos le temblaban cuando acercó el café a sus labios. Bebió a pequeños sorbos, como si temiera quemarse o que aquel infinito placer se terminase demasiado pronto. La manga del abrigo, raído y manchado al igual que el resto de su vestimenta, dejaba al descubierto una muñeca fina y blanca de la que pendía una pulsera de plata grabada con unas extrañas filigranas, que simulaban estrellas y lunas. Algo se puso en marcha en la cabeza de Julián, los recuerdos se agitaron como el corazón de un adolescente y volvió a la época en que la sangre le empezaba a arder en las venas. Los ojos, la nariz, la forma de las orejas... No había duda, era ella. La edad coincidía, parecía más vieja por el pelo blanco, pero en su cara no se apreciaban demasiadas arrugas. Aún conservaba cierto aire de niña inocente, una sensación que acentuaba el brillo ingenuo de su mirada extraviada.

 

Ella permanecía ajena a su examen, se comía la magdalena despacio, rumiando cada bocado; y recordó entonces cuando ella le insistía a Carlos, su hijo, que debía masticar bien la comida para que no le hiciera daño. El mundo es una burla, pensó Julián, por qué ha aparecido precisamente ahora, por qué tengo que ver el deshecho humano en que se ha convertido mi diosa. Se sintió mareado, aturdido, como si acabara de despertar de una pesadilla y al abrir los ojos los monstruos siguieran allí, como el dinosaurio de Monterroso. Por fin pudo hablar, despacio, apurando los escasos restos de ánimo que le quedaban:

—Puede venir cuando quiera, aquí siempre tendrá la puerta abierta, algo para comer y calor, lo que necesite—Julián dijo estas palabras como si fueran la declaración de amor que de niño no pudo llegar a pronunciar.

La mujer lo miró sin articular palabra; en su rostro se dibujó una sonrisa de agradecimiento antes de salir por la puerta y dejar a Julián sumido en la confusión; metido de lleno en una infancia que unos días trataba de olvidar y otros se agarraba a ella como lo único que podía salvarlo de sí mismo.

Cuando su camarero entró, la anciana acababa de marcharse del bar. Aún persistía en el ambiente un olor entre agrio y dulzón, que no acababa de desagradar a Julián porque le traía evocaciones de su niñez.

—¿Qué le pasa, jefe? Parece que haya visto un fantasma.

Salva siempre lo trataba de usted, aunque le había insistido mil veces en que lo tuteara, es “por el respeto a la autoridad”, solía replicarle.

—Sí, será eso, un fantasma que ha regresado de mi pasado—contestó Julián.

—Vaya, esto se pone interesante, siempre me gustaron las historias de ultratumba, ¿me lo contará?

—Quizás algún día, hoy no me siento con fuerzas.

—Vaya jefe, usted siempre igual, la vida hay que tomársela según venga, fíjese en mí, con un mísero trabajo de camarero y tan feliz. Si yo le contara las cosas que me han pasado... Y  más contento que una pandereta, ya ve. Venga, vamos a tomarnos un café y me cuenta lo del espíritu ese.

—Vamos a trabajar, que se te va el día, muchacho.

Para cambiar de tema, se puso a inspeccionar las mercancías que su empleado le había traído del mercado. De reojo podía apreciar cómo Salva lo observaba con un interés inusitado. Recordó la entrevista de trabajo. Era el único de los candidatos que no tenía experiencia y, sin embargo, lo eligió a él. Le gustó porque hubiera deseado ser como él, un joven alegre y divertido. Siempre sintió envidia de esas personas que viven sin llevar un pesado fardo sobre la espalda, que caminan erguidas, con la vista al frente y una sonrisa eterna en la boca. Así era Salva y por eso lo contrató, para tener cerca a una persona optimista, analizarlo, compararlo consigo mismo, con su juventud marcada por la tristeza, y establecer conclusiones, aunque ya todo fuera inútil.

Después, en los seis meses transcurridos desde entonces, pudo distinguir detalles, algunos gestos de desánimo que curvaban su boca, y que le llevaron a pensar que tras la fachada de joven animoso contador de chistes, charlatán y bromista, había otro Salva que se mantenía bien oculto a los  demás, pero que a Julián, experto en desánimo y tristeza, no le pasaba inadvertido.

Ahora no era Salva quien lo preocupaba. Era la anciana quien ocupaba toda su atención. Se abría de nuevo el grifo del pasado, ese que tantas veces quiso cerrar, pero que nunca dejó de gotear por completo. Una gota que martilleaba su cerebro, que incluso lo despertaba algunas noches con terribles pesadillas. La imagen de la lluvia cayendo inexorable sobre la mancha de sangre que se extendía sobre el asfalto, y él presenciando la escena como una estatua de sal a punto de diluirse bajo el aguacero, derrotado e impotente. 

Se preguntaba, con temor, si la anciana lo habría reconocido; aunque le parecía imposible, su aspecto físico actual era tan diferente… Sería como confundir un escarabajo con un cerdo. Sonrió con ironía, por fin había ascendido a la categoría de mamífero, pero en la más pordiosera de sus clases. Aquel cuerpo de niño famélico se ocultó con el tiempo bajo gruesas capas de grasa. Un gordo seboso, en eso se había convertido, el objeto propicio para las burlas de su mujer y sus hijas. A pesar de ello, esos mantos adiposos lo reconfortaban, eran un buen abrigo para el frío que se había instalado en su memoria. Mejor que no sepa quién soy, se dice, así no tendré que pasar la vergüenza de mirarla a la cara y pedirle perdón.

     —Jefe, ¿puede venir un momento? —gritó Salva desde la trastienda.

Julián se sintió aliviado, agradeció que el grito de su empleado lo devolviera al presente; a veces no podía soportar el peso del pasado.

 

El resto de la mañana no cesó el flujo de clientes, el local estuvo muy animado. Salva contó alguno de sus chistes y a Julián apenas le dio tiempo de pensar en lo sucedido. La imagen de la anciana tomándose el café se resistía  a desaparecer; allí seguía, ubicada en el mismo lugar, superponiéndose al cliente de turno, como cuando él, de niño, se pegaba en el brazo una calcomanía sobre otra hasta formar una imagen irreconocible, que su abuela se encargaba de borrar con un estropajo, restregándolo sin piedad por su piel  hasta hacerle llorar.

A pesar del trajín en el local, Julián pudo notar que Salva lo había estado observando con atención todo el tiempo. Al chico le resultaba difícil disimular. Tenía unos ojos grandes y profundos, enmarcados por unas cejas espesas e irregulares, que no afeaban su mirada, sino que la hacían más intensa. Los labios gruesos y una nariz resuelta completaban un conjunto que debía ser muy atractivo para las chicas, porque no dejaban de llamarlo. Más de un día, Julián tuvo que pedirle que apagara el teléfono móvil durante las horas de más trabajo. No era muy alto y solía caminar muy erguido, aparentando más estatura de la real. También las zapatillas con suelas gruesas lo ayudaban a ganar esos centímetros que la genética le había negado.

La tarde se presentaba tranquila. Era viernes, muchos de los empleados de Resplandor Seguros, la compañía instalada en el edificio de enfrente, no trabajaban esa tarde. Salva se había marchado después de comer para descansar un rato y no regresaría hasta las siete. María, la cocinera, también se había ido ya; sólo venía unas horas al mediodía para las comidas: un menú sencillo y platos combinados, muchos de ellos servidos en la misma barra. El local, con forma de bastón antiguo, era alargado y estrecho y apenas disponía de espacio para las mesas, carencia que compensaba una inmensa barra. Además, a la mayoría de la gente que iba por allí le gustaba permanecer de pie, quizás para resarcirse del mucho tiempo que pasaban sentados en sus oficinas. La decoración la había elegido Matilde, la mujer de Julián; o mejor dicho, había contratado un decorador carísimo que optó por muebles de diseño, tan costosos como incómodos. Casi nadie quería sentarse en aquellos taburetes lisos y brillantes, con un aspecto sospechosamente resbaladizo. Los cuadros que adornaban las paredes eran reproducciones de obras de arte vanguardistas que Julián no conseguía entender. Los fue sustituyendo por carteles de películas; el cine era, junto con la lectura, una de sus mayores aficiones, por no decir las únicas. Matilde no se opuso a los cambios, por entonces, apenas iba por el bar. Ya se le había pasado la fiebre inicial; al principio quería controlarlo todo, luego, cuando comprendió que por mucho que quisiera imprimirle glamour aquel local no dejaría de ser un vulgar bar de tapas para vulgares oficinistas, se desentendió de él. A Julián lo que más le gustaba de su bar era la estufa. La compró en un anticuario; se gastó mucho en la instalación, tuvo que adaptarla a las necesidades modernas y la reglamentación, pero se sentía satisfecho con el resultado.

Aún faltaba más de una hora para las siete y el local se encontraba vacío. Deseaba que estuviera Salva allí, necesitaba que lo distrajera con su conversación marrullera, que no le permitiera pensar en la anciana andrajosa, que olvidara lo que fue y en lo que se había convertido la mujer a la que más había querido en su vida. Anhelaba que apartara de su mente los sucesos de aquel día de un otoño fiero que supuso el final de su niñez y el inicio de una vida adulta sin futuro.

 

No fue una tarde fácil y Salva debió adivinarlo nada más regresar, cuando encontró a Julián en un estado de conmoción. Le costaba responder a sus preguntas, parecía instalado en otro mundo, muy lejos de allí.

—Julián, ¿qué le pasa? Lleva todo el día muy raro, perdone que me meta donde no me llaman. No me gusta verlo así, tan triste.

—No te preocupes, no me pasa nada.

—¿Tiene que ver con el fantasma de esta mañana? —preguntó sonriendo.

—Sí, tiene mucho que ver.

—Puede contarme lo que quiera, la gente dice que es increíble lo bien que escucho, teniendo en cuenta lo mucho que hablo.

—No me apetece hablar, lo siento.

—Entonces hablaré yo, ¿qué le parece?

—Deberías estar preparando los aperitivos, recuerda que trabajas aquí —dijo Julián sin acritud.

—Hoy los ha dejado María preparados, es un encanto de mujer, si tuviera veinte menos me casaría con ella; ya sabe: años y kilos.

Julián por fin sonrió, pensó en María, la cocinera, que ya rondaba los cincuenta años, tenía un rostro redondo de ojillos vivos, nariz insignificante y morritos siempre pintados de rojo. Le recordaba a una actriz de cine venida a menos. Siempre hablaba del premio de belleza que recibió en su pueblo cuando sólo era una chiquilla, fue aquello lo que la animó a marcharse a la capital, aunque pronto se dio cuenta de que ser la más bella de un villorrio de menos de mil habitantes no significaba nada en Madrid. Llevaba el pelo teñido de rubio platino y las uñas de un rojo matador. Sonreía con un gesto estudiado, para evitar que se le viera el hueco de la muela que le faltaba, justo al lado del colmillo superior izquierdo. Era buena. A Salva lo quería como al hijo que nunca tuvo y lo consentía en exceso. A él no se acercaba demasiado, conocía a Matilde y temía que se pusiera celosa, por eso procuraba mantener las distancias.

—Te la has metido en el bolsillo —dijo Julián, sin poder evitar una sonrisa condescendiente.

—Uno, que tiene éxito con las mujeres.

—Bueno, ¿qué era eso que me ibas a decir? —preguntó Julián. La conversación con el chico lo estaba animando, no quería sumergirse de nuevo en el pasado.

—Es una especie de secreto, debe prometerme que no se lo contará a nadie.

—Lo juro por Snoopy —dijo Julián, y se sintió ridículo, nada más decirlo, por utilizar una expresión tan anticuada.

—Soy escritor. O más bien, quiero ser escritor.

—Vaya, nunca lo hubiera imaginado.

—Sí, ya sé que tengo aspecto de chico guapo que sólo piensa en ligar, pero dentro de mí hay un ser profundo.

Julián se rio con ganas. No, nunca hubiera imaginado que Salva quisiera ser escritor, antes lo veía de gigoló o stripper, o monitor deportivo, o cualquier cosa relacionada con su físico. Tal vez le estuviera mintiendo, para darle distracción, para arrancarle una sonrisa. Era típico en él.

—Estoy en un taller literario a través de Internet, tengo un profesor que me está ayudando a mejorar mi estilo; imaginación no me falta, ya sabe usted, jefe.

—No, imaginación no, eres un mentiroso compulsivo. ¿Cómo puedo saber que esta conversación no es fruto de tu imaginación también?

—No puede saberlo, tendrá que creerme, sin más.

—¿Me pides fe? Hace tiempo que perdí, en todo.

—Creo que usted tiene más ganas de hablar que yo.

—Puede, pero hoy no es el día adecuado.

—¿Y cuándo lo será? —inquirió Salva.

—Cuando realmente me crea que eres escritor. Lo mismo te pido que cuentes mi historia. Dicen que si sacas fuera lo que te hace daño el dolor disminuye, que es como extirpar un cáncer. Yo he intentado algunas veces poner por escrito mi vida, y siempre acabo rompiendo los folios, será por eso que el dolor sigue ahí.

Julián vio que Salva lo miraba con incredulidad. Estaría pensando cuál podría ser la historia de aquel calvo cuarentón, casado desde muy joven con una mujer insoportable, padre de dos hijas malcriadas y propietario de una notable barriga cervecera. Sí, no era precisamente el prototipo de hombre atractivo, dueño de un pasado misterioso, lleno de intrigas y sucesos apasionantes. La conversación se vio interrumpida por el ruido de la puerta al abrirse. Empezaban a llegar clientes. A partir de ahora, Julián no tendría que preocuparse por los recuerdos, el trabajo no se lo permitiría.

Acabaron poco antes de las once, aquella zona se quedaba desierta por la noche, no había bares de copas ni otro tipo de establecimientos nocturnos que atrajeran clientela después de las diez. Así que para esa hora ya tenían el bar recogido, la caja hecha y habían repuesto las bebidas. Normalmente, Salvador solía salir pitando nada más echar el cierre, pero esta noche parecía no tener prisa.

—Jefe, ya que hemos terminado pronto, le invito a una copa.

Julián estuvo a punto de rechazar la invitación, entonces recordó lo que le esperaba al llegar a su casa, el beso frío de su mujer, la indiferencia, el silencio sólo amortiguado por el sonido de la televisión, los recuerdos…

—Muy bien, tú dirás dónde, como sabes, no salgo mucho.

—No muy lejos de aquí, un amigo mío tiene un garito. La música no está muy alta, se puede hablar a gusto.

 

Las intenciones de Salva habían quedado claras: le apetecía conversar. Tal vez intentaría convencerlo de que era escritor para que le confiara su secreto; tal vez era el propio Salva quien quería contarle algo. Todos necesitamos desahogarnos en algún momento. Julián lo entendió así en aquel preciso instante; la angustia que sentía desde niño no había desaparecido con el tiempo, sino que se había ido intensificando porque nunca la había exteriorizado. Comprendió también que, independientemente de lo que le dijera Salva aquella noche, él ya había tomado una decisión.

(Puedes comprarla enviando un correo a info@editorialeldesvan.com por solo 12 euros, sin gastos de envío adicionales)

Lee el primer capítulo de La asesina de los ojos bondadosos







LA ASESINA DE LOS OJOS BONDADOSOS

 

FELISA MORENO ORTEGA

 
CAPITULO 1.- LA OPORTUNIDAD

 

Ayer se dio sepultura a Severina García Rodríguez, más conocida como la asesina de Noguerones, una pequeña localidad situada en el sur de la provincia de Jaén. A pesar de haber transcurrido más de veinte años, ninguno de los vecinos ha olvidado los luctuosos hechos que ocurrieron aquel día 25 de agosto de 1986, en que la citada Severina acabó brutalmente con la vida de siete de los ocho hijos de Antonio Márquez, así como con la de su mujer, Emilia Serrano. Los habitantes del pueblo se negaron a acompañar el cuerpo de la asesina y al entierro sólo asistieron Antonio y su hijo Francisco. Ambos comentaron a este redactor que estaban allí para asegurarse de que Severina realmente había muerto, y antes de marcharse escupieron sobre su tumba…".

La noticia se extendía aportando detalles de los acontecimientos y recogía comentarios de algunos de los vecinos que presenciaron lo ocurrido. Raquel sonrió, era justo lo que buscaba, llevaba un buen rato buceando en Internet porque debía terminar el artículo antes del sábado, lo publicarían en la edición del domingo. Era la primera oportunidad para demostrar su valía como periodista y le venía propiciada por la gripe de su compañera Lucía, la encargada habitual de analizar los sucesos de actualidad en el dominical del periódico. Después de tres años en aquel diario de tirada nacional —entró como becaria—, su situación apenas había experimentado ningún cambio. Realizaba labores simples, más bien de oficina; normalmente colaboraba con Lucía, aunque también estaba a disposición del resto de los redactores, que le encargaban los trabajos de investigación más pesados y menos reconocidos. Empezaba a desesperar, pero su innata timidez le impedía solicitar un ascenso, un puesto con mayor responsabilidad que le permitiera salir a la calle en busca de reportajes. Lucía, que llegó varios meses después que ella,  disponía de una sección propia en el dominical y realizaba reportajes para la edición diaria. Claro que ella no era como Lucía, no poseía esa avasalladora confianza en sí misma, no hacía repicar sus tacones por la redacción con paso firme y seguro; es más, ni siquiera usaba zapatos de tacón. Dentro de Raquel, en su alma dormida, palpitaba un deseo, una ambición, la secreta convicción de que podía ser tan buena periodista como cualquiera.

El lunes de esa misma semana un loco homicida había sembrado el terror en un pequeño pueblo de Kansas, Estados Unidos, al asesinar a una familia: los padres y sus cuatro hijos pequeños. Raquel buscaba sucesos similares en España, pero los encontrados no podían compararse a los sangrientos hechos ocurridos en la pequeña localidad norteamericana. Se disponía a cerrar el buscador cuando apareció el artículo de aquel periódico de provincias, concretamente de Jaén. Un ligero estremecimiento sacudió su cuerpo cuando releyó el primer párrafo y se detuvo en el nombre del pueblo: Noguerones. Le resultaba muy familiar, consultó el mapa de su agenda y confirmó sus recuerdos, se trataba de un pequeño municipio cercano a aquel otro donde Raquel pasó su infancia, el pueblo de su madre y de sus abuelos. Quizás fuera una premonición, un signo inequívoco de que aquella era su oportunidad, o sólo una coincidencia; pero el hecho de regresar a su tierra natal le produjo un cosquilleo en las palmas de las manos y depositó un regusto extraño en la boca, el sabor de la nostalgia. Era miércoles y disponía del tiempo justo para desplazarse al pequeño pueblo jiennense y reunir la historia completa. Pese a los muchos años transcurridos, confiaba localizar testigos del suceso, un acontecimiento así no se olvida con facilidad. Hablaría con Camacho, el redactor jefe, intentaría que le autorizaran el viaje desde el periódico y así poder pasar los gastos; su economía tiritaba, no le convenían los excesos. Algo en su interior le decía que aquella podía ser la noticia de su vida, sacar a la luz unos asesinatos ocurridos veinte años atrás, que demostraban que el horror puede hincar sus colmillos en cualquier parte del planeta, y eso incluía a España. Saboreó el éxito anticipadamente, dejaría de ser una anodina auxiliar para convertirse en redactora de una vez por todas. Bendita sea la gripe de Lucía...; las gripes se curan, pensó después, arrepentida de alegrarse de la enfermedad de su compañera.

La emoción del momento —se aunaban sus ganas de triunfar y un imperioso deseo de regresar a su tierra— se tradujo en una carrera nerviosa y acelerada por los pasillos. Ajena a las asombradas miradas del resto de sus compañeros, llegó ante la puerta del despacho del redactor jefe. Ahí perdió parte de su ímpetu, las dudas mellaron su entusiasmo; aún así entró con decisión y puso sobre la mesa el artículo localizado en Internet. Le explicó su idea a Camacho; éste no pareció entusiasmarse demasiado, aún así, consintió en pagarle los gastos de un día, si necesitaba más correría por su cuenta.

Raquel accedió, le pareció suficiente tiempo, saldría esa misma tarde y aprovecharía el jueves para realizar las entrevistas. A punto estuvo de darle un beso a su jefe, se contuvo en el último momento; no estaría bien visto, la disparatada idea le provocó una sonrisa.  Por su parte, Camacho la miraba sin disimular su irritación, se preguntaba si había hecho bien en acceder a la recomendación de Lucía y encargarle el trabajo a Raquel, no creía demasiado en sus posibilidades como reportera; realizaba eficientemente las tareas administrativas, eso le constaba, pero se preguntaba por qué diablos aquella chica se decidió a estudiar periodismo, si carecía de sangre en las venas. Seguía allí plantada delante de él, con aquella estúpida sonrisa en los labios y la mirada clavada en su rostro; se sintió molesto y la despidió con brusquedad.

José Manuel Camacho era un tipo serio, de pocas palabras, rechazaba las bromas y pocos le habían visto soltar una carcajada, aunque los más antiguos de la empresa comentaban que no siempre fue así. Una poblada barba blanca ocultaba su rostro, como si fuera la depositaria del secreto de su eterno malhumor, y dejaba al descubierto unos ojos fríos y apagados, a los que sólo la furia lograba dar brillo cuando la descargaba convertida en insultos e improperios sobre sus subordinados.

Raquel se marchó a casa presa de un frenesí desconocido en ella. Estaba despertando del letargo que últimamente atenazaba sus movimientos, se desprendía de aquella película invisible, viscosa y maloliente que impregnaba su vida de monotonía y resignación. Cuando estaba a punto de tirar la toalla, cuando parecía dispuesta a aceptar el puesto que le había ofrecido su novio en la empresa que dirigía, y renunciar así a sus sueños por unos cientos de euros cada mes, entonces, justo en ese preciso momento de su vida, se le presentaba aquella oportunidad. Pensaba en todo eso mientras metía apresuradamente su ropa en una mochila, sin prestar atención a las prendas elegidas que, mal dobladas, se fueron apiñando dentro. Entretanto, su mente volaba hacia una tierra olvidada durante años, perdida en su memoria, añorada y odiada a un tiempo. Jaén recobraba vida en su memoria, y con ella traía viejos recuerdos de su infancia, casi todos buenos, sólo uno lo suficientemente horrible como para no desear volver nunca más. Despertaron los fantasmas, agitaron cadenas, rechinaron dientes... Y entre ellos, la abuela Martirio le sonrió como sólo ella sabía hacerlo mientras acariciaba su largo pelo recién cepillado.

Con el pensamiento perdido en tiempos remotos, comprobó la grabadora, metió el portátil en su bolsa y llamó a la estación para reservar el billete. Le informaron que  dentro de dos horas salía un AVE para Córdoba, la ruta más rápida y directa para llegar a Noguerones, aunque le supondría alquilar un coche en la estación del tren. Su atención volvió a centrarse en el reportaje, alejando por un momento los espectros del pasado. Mentalmente trazó un planning de su visita: Ayuntamiento, familiares, vecinos, guardia civil y centro psiquiátrico se convertirían en sus principales objetivos. Se enfrentaba por primera vez, y en solitario, a la aventura de construir un reportaje. Recordó las innumerables ocasiones, frente a un café, en las que escuchaba las hazañas de los avezados reporteros del periódico. Se sentía igual que la primera ocasión que preparó una comida en su piso, cuando tuvo que enfrentarse a tantos y variados ingredientes. Relleno de carnaval, ¿por qué eligió precisamente aquel plato? Quizás porque era carnaval y quería sorprender a su madre, que siempre dudaba de sus aptitudes para la cocina, quizás para demostrarse a sí misma que era capaz de elaborar aquel complicado guiso de su tierra. Para aquella ocasión invitó sus padres, a su hermano Marcos y a Sofía, su novia. También se apuntaron un par de amigos de la universidad. Aún no había conocido a Pedro, su actual novio, eso no sería hasta un par de años después, cuando ya trabajaba en el periódico. Ahora estaba allí, bastante insegura de sus conocimientos culinarios, tratando de recordar cómo las experimentadas manos de su madre manipulaban los componentes para lograr aquel alimento exquisito, que sólo con degustarlo lograba transportarla a su infancia, a los años vividos en el pueblo. Con gran esfuerzo consiguió reunir todos lo necesario para elaborar la receta de su abuela Martirio, la lengua y el corazón de cerdo, salados, su madre siempre insistía en su característico sabor, docena y media de huevos, jamón serrano, panceta, lomo de cerdo y una pechuga de gallina. Lo que más le costó conseguir fue el pan grande, tuvo que encargarlo en una panadería e insistir mucho para que se lo hicieran. Las especias, nuez moscada y azafrán en hebra, se acompañarían del perejil y dos cabezas de ajos para elaborar el sabroso aliño. Suspiró resignada y puso manos a la obra. Procedió a picar la carne y el jamón, no se podía utilizar la picadora, otra indicación precisa de su madre, fue tajante cuando se lo consultó por teléfono. Acabaron doliéndole los dedos del roce con las tijeras, pero consiguió unos trocitos perfectos que después darían un toque multicolor al relleno. Desmigajó el pan hasta conseguir una masa blanda, nívea y esponjosa; una caricia que alivió el dolor provocado por las tijeras. Sintió un poco de pena cuando mancilló la blancura  del “miajón” con los huevos batidos; el aliño y la carne picada crearon una amalgama amarillenta, pegajosa, salpicada por las distintas tonalidades de la carne troceada. Ya solo quedaba dejarlo reposar unas horas antes de  meterlo en las bolsas para cocerlo; antiguamente, su abuela utilizaba las tripas del cerdo, en la actualidad, su madre prefería usar unas tiras de plástico que una vez rellenas se cosían antes de introducirlas en el agua con el caparazón de la pechuga y unos huesos de jamón.  La comida fue un éxito, todos alabaron las excelencias del plato; pero Raquel había amasado muchas emociones preparándolo, recuerdos que fluían mientras troceaba el corazón inocente de aquel cerdo, inocente como aquel otro que cada mes de noviembre se sacrificaba en casa de la abuela Martirio, ignorando las implorantes súplicas de una Raquel niña que no soportaba despedirse del animalillo que ella misma había alimentado los meses anteriores. No volvió a prepararlo nunca más, no quería que el recuerdo de su abuela se introdujera con tanta fuerza en su vida, ya que casi la tenía olvidada, arrinconada entre las telarañas de su memoria.

Ahora se le presentaba un nuevo reto, no tenía experiencia como reportera pero le desbordaban las ganas de salir de aquel estado de letargo en que se hallaba sumida. Sabía que su fuerza interior, esa que parecía dormida, despertaría para ayudarla a conseguirlo.

Una vez sentada en el asiento del tren, respiró tratando de acallar a su exaltado corazón, los sucesos la atraparon en unas horas de vértigo, sin tiempo para reflexionar, simplemente actuó. Volvió a leer el artículo bajado de Internet. ¿Qué había motivado a una mujer como aquella a cometer semejante atrocidad? Todos los vecinos parecían coincidir en su carácter bondadoso, siempre dispuesta a ayudar a sus semejantes, muy religiosa y devota. Cerró los ojos y trató de imaginarla mientras apuñalaba sin piedad aquellos pequeños cuerpos. Un escalofrío recorrió su espalda, observó de nuevo la foto que, antigua y desvaída, mostraba a una mujer morena de grandes ojos negros, peinada con dos largas trenzas. El retrato aparecía dominado por los inmensos ojos, que transmitían una bondad incontestable. La corriente de simpatía que sintió hacia Severina desconcertó a Raquel; aquella asesina, juzgada y condenada a pasar el resto de sus días en un centro psiquiátrico, no merecía su compasión.

 

Decidió alejarse por un momento de la historia, antes de desvirtuarla en su cabeza y de deducir conjeturas erróneas. Se acordó de Pedro, ni siquiera tuvo tiempo de avisarle, sólo un nota adhesiva en la nevera: “Me marcho a Jaén para preparar un artículo, vuelvo el viernes, un beso”. Nada le impedía llamarlo ahora, miró el móvil con desgana, no le apetecía hablar con él.

Cuando conoció a Pedro, acababa de empezar con fuerza e ilusión su trabajo en el periódico. Era la Raquel que preparó el relleno de carnaval, capaz de superar cualquier reto, la Raquel que aún confiaba en su futuro, pero también la Raquel tímida e insegura que con sus veintisiete años aún seguía sin conocer el verdadero amor, tan sólo algunos escarceos decepcionantes con compañeros de la universidad. La tarde que Pedro apareció en el bar, todas las chicas del grupo se le quedaron mirando. Alto, muy elegante, vestía un traje gris marengo, camisa malva y corbata a juego, le acompañaba el inequívoco perfume del éxito, un olor a colonia cara y exclusiva, un paso firme y desenfadado y una mirada segura e inquisitiva a un tiempo. Más tarde se disculparía por su aspecto,  acababa de salir de una reunión y no había tenido tiempo para cambiarse de ropa antes de acudir a su cita con David, el amigo común que lo acompañaba aquella tarde. Lo cierto es que todos llevaban ropa informal, vaqueros y camisetas, y Pedro ponía la nota discordante. Raquel observó que él se sentía cómodo con su traje, no le molestaba la diferencia, y se preguntó si no se habría vestido así a propósito, consciente del arrollador efecto que causaba sobre las mujeres, porque sus amigas no dejaron de fijarse en él desde que entró, ensayando sus más seductoras sonrisas. Mientras, ella se encogía, se replegaba para dejar el campo libre a sus compañeras, evitando reflejar en sus ojos el efecto que la presencia de Pedro le provocaba. Por eso se sorprendió tanto cuando, al final de la noche, cuando las copas mellaban su equilibrio y buscaba el sólido apoyo de la barra del pub, Pedro se dirigió a ella, la enlazó por la cintura y la besó sin mediar palabra. Luego se marchó, dejándola en un mar de confusión, agitada por unas olas desconocidas que la arrastraban a una playa repleta de dudas de colores. Pasó varios días desconcertada, desconfiaba de su memoria, achacaba el recuerdo del beso a sus excesos con el ron, hasta que  Pedro la llamó. David le había facilitado el número, quería quedar con ella para ir al cine.

A veces. Raquel se preguntaba cómo había llegado a su situación actual, en qué parte del camino dejó aparcadas sus ilusiones y en qué medida su noviazgo con Pedro contribuía a ello. La relación se desarrolló con rapidez; en menos de un mes, tras la primera película compartida, se convirtieron en una pareja estable; se veían a diario y casi siempre comían juntos. Pedro se fue integrando en su vida, modificando sus costumbres hasta el punto de que ya apenas podía recordar cómo era antes de conocerlo. Él poseía una personalidad absorbente, que envolvía a Raquel aniquilando su voluntad; lenta pero concienzudamente iba tejiendo una red de seda, una telaraña de sentimientos que culminó el día en que se trasladó a vivir con ella. Algo en el interior de la muchacha le avisaba, se rebelaba contra aquella dominación encubierta. Quizás por eso notó un puñetazo en el estómago cuando vio la maleta de Pedro en medio del salón, aunque de sobra hablado, el momento parecía no llegar. Se limitaba a comentarios del tipo “si vivimos juntos tendremos menos gastos” o “esta noche me gustaría quedarme contigo”, al final Pedro se marchaba, recogía los restos de su presencia y se los llevaba consigo. Ahora se esparcían por toda la casa y a Raquel empezaban a molestarle. Ella demoraba el momento de volver al piso, con la esperanza de encontrarlo dormido, si era así, respiraba aliviada y se metía en la cama en silencio para no despertarlo. Luego, mientras observaba el bello rostro en reposo, la respiración acompasada, los hombros desnudos que escapaban del abrigo de las sábanas, se sentía culpable y se preguntaba cómo había llegado a odiarlo tanto.

Conforme el tren devoraba los kilómetros y la alejaba del influjo de Pedro, se sentía libre, como cuando era una niña y corría por las camadas de los olivos, desatenta a la llamada de su madre, siempre tan protectora.  Oía las risas de su abuelo que la animaban a seguir corriendo, sus pequeños pies machacaban las aceitunas caídas, dejando un reguero de sangre marchita en los terrones, lo que enfurecía aún más a su progenitora. Hasta que se detenía delante de la criba, un artilugio similar a un columpio donde se separaba el fruto de tallos caídos al desprenderlo del árbol. Para ello, los aceituneros utilizaban unas varas de almendro que manejaban con destreza, golpeando con estudiada saña a los sufridos árboles. Admiraba la fuerza de su padre, que levantaba la espuerta hasta la altura de la criba, por encima de su pecho, para luego dejar caer las aceitunas que bajaban alborozadas como niños díscolos. Abajo las esperaba la abuela, con sus dedos ágiles, que retiraba presta los tallos que escapaban al cribado, Raquel contemplaba esas manos curtidas, acostumbradas al duro trabajo del campo,  morenas y pequeñas, que también sabían acariciar y transmitir calma.

Los días eran largos y pesados incluso para ella, demasiado pequeña para colaborar; pero al final de la tarde, cuando se recogían los aperos y miraban hacia atrás para ver los sacos llenos que reposaban como animales cansados en mitad del olivar, sentían la satisfacción del trabajo bien hecho, la seguridad de que su esfuerzo no sería en vano, que aprovisionarían de aceite las despensas y de dinero las arcas de la familia, y asegurarían el sustento de la misma. En aquella época, las dudas no asaltaban su ánimo ni lloraba a escondidas buscando el motivo de tanta tristeza, las cosas eran más sencillas...
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domingo, 17 de noviembre de 2013

sábado, 16 de noviembre de 2013

Presentación de María López



María López, la primera por la izquierda, fue la encargada de hacer la presentación de mi novela.
Se lo pedí porque le estoy inmensamente agradecida, porque ha revisado la novela hasta pulirla al mínimo detalle. Es doctora en Lengua Española y una apasionada de su trabajo. Le he pedido que me pasara el texto para compartirlo con todos vosotros, pues creo que merece la pena leerlo. Gracias, María.

"Queridos asistentes, entre ellos, muchos paisanos y amigos…

Es para mí un honor poder compartir con ustedes este acto en el que nos aúna como
cometido darle la bienvenida a un esperado alumbramiento literario.
Además de esta insondable satisfacción me amenaza otro inevitable sentimiento:
la responsabilidad que me impone este espacio. Si bien mi experiencia profesional me
ha llevado a desempeñar quehacer próximos, el proscenio nunca había sido mi pueblo.
Muchas gracias, Felisa, por brindarme esta oportunidad y muchas gracias por todo lo
anteriormente ofrecido:
Tuve la dicha de asistir a este parto desde el goce previo de su gestación. Fuiste
capaz de deleitarme, como en reiteradas ocasiones, con tu creación, un deleite
inagotable en cada una de las páginas que aquí nos compete presentar.
Considero que huelga insistir en los logros de tu autoría ante quienes muy
probablemente ya hayan sido víctimas de tus secuestros literarios precedentes.
Con La asesina de los ojos bondadosos inauguró merced a un merecido premio
de la Diputación de Jaén una trayectoria avalada por otras prolíficas producciones de
distinto género: su antología Trece cuentos inquietantes, su novela juvenil El club de las
palabras prohibidas, sus relatos publicados en distintos soportes de ámbito nacional y
allende el Atlántico, sus artículos periodísticos, entre otros.

Y ahora, ¿qué nos regala Felisa?

Les puedo adelantar que no es fácil verbalizar todo y cuanto me ha provocado la
lectura de La nieve en el almendro.


Aunque mi misión inicial cuando me enfrento a un escrito suele ser actuar con

determinadas exigencias como juez de corrección lingüística (falta de signos de

puntuación, usos pronominales inadecuados, ausencias de tildes diacríticas aliadas de

incómodas ambigüedades, etc.), con este texto me he visto abocada a otra tipología de

beneficios.
La corrección idiomática, prácticamente impecable: siempre fue para mí en el caso de

nuestra escritora, un valor añadido: su sensibilidad literaria versus a su formación


científica: valores numéricos, índices económicos, estadísticas, porcentajes, etc.

Y es que a pesar de que el arte de la palabra nos pertenezca a todos, su artificio

no siempre nos es innato. Hemos aquí la valía de nuestra autora: artífice de las letras sin

dejarnos indiferente.
La técnica narrativa de analepsis o retrospección, su manejo del contrapunto nos


permite emprender en su novela viajes temporales de ida y vuelta.

No nos cuenta Felisa una única historia lineal. Sus personajes maduran,

envejecen y regresan reiteradamente a su niñez. Todos nos hacen partícipes desde su

nostalgia, de un pasado del que todavía no han podido liberarse, un tiempo pretérito que

nos convierte en cómplices de inquietantes desdichas. Y es que la autora, os confieso,

nos hace sufrir… de una forma casi… me atrevo a decir, imperdonable.

Mas…. tal vez sea esa la causa que nos mantendrá alertos durante toda la novela

en pro de la persecución de un anhelante consuelo, de una merecida recompensa.

En esos itinerarios temporales, el lector podrá hallar sin gran esfuerzo determinadas

identificaciones generacionales.

Entre la superposición de escenarios cronológicos, nos situamos a finales de la

década de los setenta: la mirinda, la pretecnologí,a los envases retornables, los zapatos
de charol, los sillones de escay, las zapatillas John Smith o las Converse All Star,


Sandokan, el cuadro con la cigüeña que testimoniaba nuestro nacimiento…

La abuela Catalina nos traslada, con el relato de sus amenazantes historias, a una época

incluso anterior, en la que a pesar de la insalvable escasez, imperaban otros

reivindicados valores:
Allí se crió tu madre, en el cortijo del Aljibejo, ¿te suena el nombre? Maldita la

hora en que hablamos de venirnos ala ciudad, en el campo no teníamos lujos
 
pero vivíamos en paz.


A algunos de los presentes les resultará familiar el topónimo mencionado:

Aljibejo. Pues sí, de allí, de Noguerones son los ascentros de Julián, uno de nuestros

personajes, pero… también jiennense es Salvador, quien nació en nuestro pueblo,

Alcaudete, aunque desembocara en Madrid, emplazamiento geográfico de la historia.

Víctima de aquellos tiempos de prohibiciones y estigmas es Macarena, cuyo

honor mancillado fue la causa de la muerte de su padre.

A esa ubicación localista contribuyen de forma especial las intervenciones del
citado personaje de la abuela, lingüísticamente decorado con cuidada precisión: anisete,



buchito, la calo, chorreón, chuchurrir, pelandusca, alma en pena, coscorrón, naiden,
 
probe… y un sin fin de epéntesis consonánticas y otras curiosas expresiones diatópicas,

como el vocativo nene.

La manipulación de estos recursos y otros, tales como:

· Ágiles sinestesias: palabras tiernas que sabían a helado de turrón;


· acertadas comparaciones; sugerentes metáforas y/o hilvanadas alegorías:
colorada como un pavo; más raro que un grajo blanco; Marta, un mamífero de

piel brillante, como el animal acuático que lleva su mismo nombre

Soy viejo desde aquel día, cuando descubrí que la piel de una mujer puede ser

más hermosa que un almendro en flor y que una mancha roja en el suelo puede
 
destruir tu futuro.

El detenimiento exhaustivo de las descripciones.

Y, como no, la literatura dentro de la literatura.


Estas y otras estrategias llevan al lector a una inmersión mágica en historias

personales tan verosímiles como conmovedoras.

Julián, Salvador, Carlos, Macarena, la madre nos contagian, como ya he

manifestado, de un inexcusable sufrimiento. Pero no solo en ellos hizo estrago el

pasado: también María, la cocinera, había perdido a su hijo, Incluso don Andrés, el
director de Seguros El resplandor tenía justificado su despotismo.


La frustración, la decepción, el desprecio, las humillaciones, la imposibilidad de

amar y ser amado, las infidelidades, la muerte… nos retan a un ilimitado desaliento.

¿Quién será capaz de permanecer impasible ante las vejaciones padecidas por Julián de

manos de sus enemigos escolares?:

La resignación de este personaje nos acompañará durante el desarrollo de toda la obra:
Un nacimiento imperfecto:



Me partía de risa tratando de imaginar cómo papá y mamá me iban fabricando

a partir de piezas sueltas, seguro que conseguidas en algún desguace, así salí yo

de especial.
 
Una infancia cruel y de desamparo…



Quizá en el colegio habían notado mi escasa valía, lo poco que importaba a nadie, por

eso se metían conmigo una y otra vez. Aquel mismo día, me había encontrado de frente

con Isidoro, que me miró con odio antes de empujarme contra la pared. La mala suerte,

mi fiel aliada, hizo que me golpeara contra la esquina de una columna, el dolor fue muy

intenso. Noté que algo caliente me chorreaba por el cuello y me sentí mareado. Al

principio, Isidoro me observaba riéndose, pero cuando vio la sangre se asustó y salió

corriendo.
 
Una madurez precoz en una adolescencia frustrada

¿Tendrá posibilidad este personaje, ahora convertido en propietario de una taberna en

un barrio madrileño de cambiar el signo de un destino?

¿Podrá ser feliz ese niño al que ninguneaban en su casa frente a los mimos recibidos por

su hermana, al que maltrataban el colegio con actitudes que marcarán decisivamente

nuestra alma? ¿Llegará a recuperar su amor platónico socialmente castigado?

Seremos conocedores de todo lo acaecido en su vida cuando nos dé la oportunidad de

releer, a mismo tiempo que lo hará él, las entregas intercaladas de sus retazos

biográficos de la mano de Salvador, quien había sustituido la pluma por una barra de

bar, sin abandonar nunca la posibilidad de ver cumplida su vocación de escritor.

Hasta el desenlace no podremos conocer el desvelo de muchos de lo secretos advertidos.

La intriga presente desde el principio de la novela será el principal ingrediente que

lidere nuestros deseos de continuar y garantice el placer incontenido de la lectura.

Elementos añadidos inundan las páginas: historias que crecen en los árboles,

evocaciones de profunda sensualidad, deseos sexuales, erotismo, síntomas de

embriaguez, enfermedades venéreas, la efimeridad de la belleza, la prostitución…

Hasta del sadomasoquismo tan de moda en algún best seller actual se ha hecho eco

nuestra autora.

Podría seguir aludiendo a miles de aciertos a los que aquí no podría hacer

referencia, pero estimo que ha llegado el momento de que sea la protagonista de este

encuentro quien nos cuente qué la ha instado a reunir en su obra tantos anhelos

frustrados, irreversibles o no (esto último únicamente ustedes podrán valorarlo).

Solo le lanzo a ella un interrogante: Conocemos algunas creaciones en las que la

literatura sirve de pretexto para desarrollar la literatura. Rescato de mi memoria un libro
que me permitió hacer una justa y renovada interpretación del Quijote. Me refiero a El

autor que compró su propio libro. He aquí la pregunta ¿Cuál ha sido, Felisa, tu fuente


de inspiración cuando has empleado este recurso?

Antes de obtener tu respuesta, no me resisto a compartir con ustedes tres

fragmentos de la obra y que sea el protagonista, Julián, quien os hable:
No se daba cuenta de nada ni siquiera de que yo la necesitaba más que nunca,

que no quería ropa, ni siquiera aquel reloj digital, marca Citizen que tanta

ilusión me hacía. No, lo que realmente necesitaba era su cariño, su

comprensión, que me escuchara, tenía tantas cosas que decirle y mi desamparo

era tan grande…

A veces me preguntaba qué le había hecho yo a mi madre para que no me

quisiera, para que ni una sola ve se acercara al colegio a preguntar a los

profesores sobre mi comportamiento o mis notas, para que no se acordara de ir

a mi cuarto a darme las buenas noches. Yo estaba seguro de que, si lo hubiera

hecho, si ella se hubiera acercado un poquito a mí, le habría confesado lo que

pasaba en mi colegio, las humillaciones a las que me veía sometido, los insultos,

las palizas… Y todo hubiera sido diferente. El sonido del timbre me sacó de mis

pensamientos.

Otra vez los recuerdos, otra vez las humillaciones. La vida es un ciclo, como el

del agua, va pasando por diferentes estados para, al final, volver a su forma

inicial, líquida. En lo gaseoso imaginamos que podemos llegar a ser lo que

queramos, que nuestro destino será amable, nuestro futuro prometedor. Ese

estado es pasajero, son breves los momentos que pasamos en ese cielo utópico.

Había vivido my pocos instantes de esos.

Al verla desnuda acudió a mi mente la imagen de un almendro nevado de flores,

el único árbol que se atreve a desafiar al invierno, a florecer en el helado mes

de enero, mientras el resto de las plantas permanecen aletargadas. Así era

Macarena, como la nieve en el almendro, una nieve cálida, fabricada con

pétalos d s de flores y capaz de iluminar la grisura que recubría mi vida.
 
Sin más dilación, ahora sí, les sugiero, les recomiendo (ojalá pudiera obligarles) que se
dejen secuestrar por La nieve en el almendro, donde, una vez más, Felisa Moreno ha
 
sabido con las palabras construir sueños."