miércoles, 31 de diciembre de 2008

Feliz Año 2009



En este año 2008, que tantas cosas buenas me ha dejado, (prefiero no acordarme de los malos momentos) ya sólo me queda hacer una cosa: Brindar por todos los amigos y amigas que habéis pasado por mi blog. Más de 4.000 visitas superan todas mis expectativas; cuando en agosto inicié esta aventura, no podía imaginar que tuviera tanta aceptación. Gracias a todos y a todas por estar ahí. Esto es un sueño, el sueño de las palabras.


Y que en el 2009 vuestros sueños se conviertan en deseos cumplidos.

martes, 30 de diciembre de 2008

Publicación en El sofá Rojo


Quiero dar las gracias a la revista El sofá rojo que han tenido la amabilidad de publicar uno de mis relatos en su blog. Esta revista está dedicada al relato y al microrrelato. Los responsables son Delia Olmos y Juan Javier Murillo. Desde aquí aprovecho para felicitarlos por el proyecto que han iniciado y que, sin duda, contribuirá a difundir la obra de nuevos autores. Os dejo el enlace:
http://revistaelsofarojo.blogspot.com/

La muela del oeste

Hasta ahora yo conocía las muelas de leche, las muelas del juicio, … pero hoy he podido comprobar que en la boca también hay puntos cardinales y que pueden servir para orientarnos en caso de emergencia.

Juanma viene corriendo hacia mí y me dice: “mamá, mamá, me duele la muela” yo le pregunto “cúal de ellas” y ni corto ni perezoso abre su boquita y señalándome la parte izquierda de la boca me dice, “aquí mamá, en el oeste”. Y me imagino esa muela con los calzones vaqueros, las espuelas y un par de revólveres al cinto, (de pequeña leí muchas novelas del oeste) retando a las muelas del este, mucho más elegantes y educadas, con traje negro y corbata floreada. Y es que en las pelis de vaqueros siempre era así.

Al final todo se solucionó con un pequeño chupachú medicinal para las llagas de la boca, bueno más bien ese fue el inicio de otro conflicto. Paula, mi sobrina de tres años, al ver el susodicho chupón con color y sabor a fresa, decidió que le dolían todas las muelas, las del Este y las del Oeste e inició su particular guerra para conseguir un palito rosa como el de su primo.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Otra vez por aquí


Tras una semana alejada de internet, de regreso de mi particular mundo perdido (Cuevas del Campo) abro mi blog. Es emocionante leer los comentarios, ojear las páginas de los amigos, entrar en nuevos blogs… Este es un pequeño mundo donde me siento entre amigos, donde puedo contar las cosas que me pasan, compartir historias y sentimientos. Me gustaría tener más tiempo para dedicarle, pero… es lo que hay.

Hace un año me comunicaron que había ganado el premio de Diputación, aún sigo esperando ver mi novela publicada, pero no desespero, estas cosas llevan su tiempo. Lo que pasa es que yo voy avanzando y lo que escribo ahora no es lo que escribía hace doce meses. Me da un poco de miedo releer mi novela.

Diciembre está siendo un buen mes, después de la noticia de mi selección como finalista en el certamen Voces con Vida de Méjico, hace unos días me comunicaron que otro de mis relatos había obtenido una mención especial en el Certamen del Ayuntamiento de Lebrija (Sevilla) y que se publicará en el libro del concurso. “Cuando Elena dejó de ser vaca” es el título del cuento. En él trato de hacer una crítica a esta sociedad donde la delgadez se considera sinónimo de belleza. Elena se compra una peculiar báscula que incorpora un programa informático y se entrega en cuerpo y alma para conseguir adelgazar.

Supongo que los Reyes Magos se han adelantado un poco, o me han querido compensar por esa novela que tanto se está haciendo de rogar. Porque éste es tiempo de regalos, la pena es que muchos de ellos sólo son regalos materiales, con la cantidad de cosas que se pueden obsequiar y que no cuestan nada.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Feliz Navidad

Estamos tan enfrascados en el ajetreo de estas fiestas, los regalos, las comidas copiosas, las compras compulsivas; que a veces olvidamos realmente lo importante, sentirnos próximos de la gente que queremos. No como una imposición, no por costumbre, sino porque realmente lo deseemos.

Solemos valorar las cosas cuando la hemos perdido. Yo este año echaré mucho de menos a una persona. Otros años, en estas fechas, ni siquiera llegué a verla, pero sabía que estaba ahí y eso era suficiente. Como los amigos que viven lejos, en cualquier momento pueden aparecer o puedes visitarlos.
Mi primo Paco ya no volverá, no vendrá a tomarse unas copas a nuestra casa después de la cena de Nochebuena. No tocará la zambomba, esa tan ruidosa de fabricación casera, que siempre prepara mi hermano Rafa. No cantaremos villancicos. Ni contará chistes verdes. Estas serán las primeras navidades sin él. ¿Y cómo estarán su mujer, sus hijas y sus nietos?¿Cómo serán estas navidades de ausencia?


Quizás, si nos detuvieramos un poco a pensar, nos daríamos cuenta de lo mucho que tenemos. No esperemos a que sea navidad para disfrutarlo, pero si en estas fechas estamos más abierto a demostralo, hagámoslo. No cuesta nada regalar una sonrisa, un beso, unas palabras amables.


Así que felices fiestas para todos los que siguen este blog, o que hoy aterrizaron aquí de casualidad. Que el año nuevo venga cargado de regalos, libros y buenas nuevas. Para mis amigos escritores, de premios y publicaciones.

sábado, 20 de diciembre de 2008

No puedes alejarte de mi


No puedes alejarte de mí,
aunque quieras,
no puedes desposeerme
de tu amor, es imposible.
Me duelen tus miradas vacías,
tus ojos secos
que no dicen nada.
Me duelen.

Pero no puedes marcharte,
no puedes dejarme
por más que lo intentes.

Es esta mañana fría
que nos encoge.
Es esta dura lucha
que acometemos
cada día.

Sin pensar
olvidamos
lo que sentimos.

No puedes alejarme de ti
Aunque lo intentes.

Tengo que escribir su historia

Es casi la una, los niños se durmieron hace rato, mi marido se fue a la cena de empresa. Estoy sola, puedo escribir, inicio un relato. Lo tenía tan claro en la cabeza y hoy se me escapa de las manos, empieza así:

"Es casi tan alta como yo. Unos sesenta años, podrían ser más, podrían ser menos. La vida no la ha tratado demasiado bien. De la sonrisa sólo conserva dos dientes, uno arriba y otro abajo, me dice que se apaña bien con las muelas, y me enseña la boca que es como un pozo negro salpicado de piedras rotas. Los ojos, húmedos y brillantes, algún día fueron azules y bellos.
Pero lo que mejor recuerdo es su voz ronca pronunciando aquellas palabras que aún me sorprenden “a mí me gusta ser puta, es lo que he sido toda mi vida y no sé hacer otra cosa”. Miré sus pechos enormes, caídos. Reposaban sobre una barriga más que incipiente. Eran impresionantes, nunca los vi tan grandes. Imaginé que antes, cuando se situaban muchos centímetros más arriba y aquel cuerpo estaba menos maltrecho, debían haber sido un reclamo muy poderoso para los hombres que transitaran cerca de su esquina. Porque ella tenía una esquina que seguía manteniendo, poco importaba que ahora apenas pasase gente por allí, que aquella calle del centro estuviera tan abandonada como el centro mismo. Era su esquina, y que ninguna otra tratara de arrebatársela. “Más de una se ha ido marcada” me contó con orgullo.


Se trata sólo de una pieza de mi reportaje, un testimonio más, veinte segundos en escena. Entonces, ¿por qué no puedo olvidarla? ¿por qué tengo sus palabras incrustadas en mi memoria? Me dijo que aún ejercía, que tenía una parroquia fija, que ya no se fiaba de los nuevos clientes, pero que podía hacer excepciones. Al decir esto último me guiñó un ojo, juraría que se estaba insinuando."



Esta relato lleva mucho tiempo en mi cabeza, desde que vi a aquella prostituta proclamando su condición con orgullo, en el programa Callejeros. Ya hace meses de eso y no consigo olvidarla, tengo que escribir su historia. Os dejo, voy a seguir.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Gracias por vuestras aportaciones


Quiero agradecer todos los comentarios recibidos, tanto en este blog, como en otros foros en los que participo y que también me han hecho llegar sus respuestas. He dejado de comentar vuestras aportaciones porque me parecía que si seguía respondiendo a cada uno de vosotros, se haría demasiado pesado, pero he leído vuestros comentarios con mucho interés. Ahora estoy un poco liada, esto de estar de vacaciones es muy estresante, ya sabéis. Mi intención es hacer un resumen con todo el material recibido y ponerlo en un post, incluso estoy pensando en diseñar una encuesta para incluirla en el blog de forma más permanente.

Animo a los que aún no han participado a que dejen su comentario, y los invito a leer los que ya están, que son muy interesantes, emocionantes, apasionados, divertidos, inquietantes...

lunes, 15 de diciembre de 2008

¡Estoy de vacaciones! ¿o no?

(Relato basado en hechos reales)

Hoy ha sido mi primer día de vacaciones. Tengo en mente presentar un libro de cuentos a un certamen y le idea era utilizar esta semanita de asueto para seleccionar los relatos y revisarlos. Así que me puse el despertador a la misma hora de todos los días (6:30 a.m.) para aprovechar mejor la jornada. Nada más levantarme recordé que el domingo había puesto tres lavadoras y que tenía un montón de ropa por planchar y colocar. ¡Qué fastidio! Casi son las ocho y media y aún me quedan algunas prendas en la secadora. Vaya, tengo que levantar a los niños. Qué guapos están por las mañanas, con sus ojitos de sueño y su carita lavada. Pienso, apenada, que habitualmente me pierdo ese espectáculo.
Ufffff que frío, dejo a Irene y Juanma en sus respectivos colegios y descubro que olvidé las llaves dentro de casa. Visita obligada al piso de mi cuñada, menos mal que tiene una copia. Nada más regresar recuerdo que he de hacer unas compras urgentes. Vuelvo a salir, un viento gélido arrastra el frío desde la sierra, aún nevada. Llego a casa apresurada, son casi las diez y aún no encendí el ordenador, suena el teléfono, tratan de venderme un colchón. Miento, les digo que acabo de casarme y lo tengo nuevo, insisten con un robot de cocina, me niego en redondo a seguir escuchando. Ya que estoy al lado del teléfono llamo al trabajo, charlo un rato con mi compañera Mila, parece que la Consejería de Innovación va a sacar unas nuevas ayudas, pero me niego a mirar el BOJA, estoy de vacaciones…
Por fin arranco el ordenador, miro el correo, y antes de que pueda empezar a hacer nada aparece mi marido, a recoger unos documentos que había olvidado en casa, va de paso para Alcalá. Aprovecha para tomarse un café, lo acompaño, claro.
Son casi las once, un sol espectacular entra por los cristales, ¡horror están sucios! Los niños los manosearon el día anterior mirando la nieve-granizo que había caído. Decido limpiarlos, y ya puesta le doy un repaso al salón, que falta le hace. Quizás debería haberle preguntado a la tele vendedora si tenían robots para esto. Es casi la una y aún sigo limpiando. ¿Por qué habrá salido el sol? ¡Ayer la casa no se veía tan sucia!
A las dos tengo que recoger a los niños del colegio y aún no he preparado la comida. Miro el ordenador, sigue donde lo dejé hace unas horas. Esta tarde, pienso, echaré un rato. Entonces recuerdo que es el día de recoger las notas de Juanma y después tengo reunión del Consejo Escolar. Renuncio, tiro la toalla. He dado por perdido mi primer día de vacaciones. Mañana...ya veremos.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Alcaudete, mensaje de Navidad.


Alcaudete es aroma de Navidad, las calles se visten de luces y armonía, somos todos y sólo uno. Entre olivares de plata, las estrellas nos llenan de buenos deseos. Comparte esa alegría que se asoma a tu casa, a tu mesa, a tu espíritu. La ilusión de los niños se contagia. Villancicos de turrón y pan de higo, hojaldrinas y bombones endulzan nuestro ánimo. El Castillo, embriagado de fiesta, nos mira protector desde arriba.

¡Qué se abran nuevos caminos hacia tu corazón!
¡Qué en el 2009 tus sueños se conviertan en deseos cumplidos!
!Feliz Navidad¡

viernes, 12 de diciembre de 2008

¿Cómo es mamá?


El otro día llegó Irene del colegio y me miró de forma especial, con una sonrisa en los ojos confesó que me había descrito en una redacción. Vaya, mi hija uniendo palabras para construir una imagen mía. Podréis entender mi interés por aquel texto, pero había un problema, se negaba en redondo a enseñármelo. Y yo allí, evaluando los pros y los contras de coger el archivador sin su permiso y empaparme de todo. Al final pudo la curiosidad sobre el derecho a la intimidad de mi hija, a fin de cuentas sólo tiene siete años. Decía algo así “mi mamá tiene el pelo negro, rizado y con mechas. A veces lleva una camiseta verde y siempre se pone pantalones vaqueros. Le gusta mucho leer y escribir. A veces si me porto mal me castiga. También juega conmigo. Y a veces le gusta echar la siesta”. Tengo que aclarar que no todas mis camisetas son verdes y que de vez en cuando me pongo alguna falda u otro tipo de pantalones, aunque por lo general prefiero los vaqueros, así que no anda muy descaminada. En su descripción habla de mis aficiones, eso me dice que las ve como una parte más de mí, las acepta y le gusta que su madre sea así. Y luego está lo de la siesta. Es cierto que suelo descansar un rato después de comer, me levanto a las seis y media, creo que lo tengo merecido. Pero la siesta es importante para Irene por algo más, durante ese ratito, ella saca su bolsa de disfraces, los extiende sobre la alfombra, elige uno e inventa alguna historia, a salvo de mis miradas. Y me vienen a la memoria aquellas siestas de mis padres, en las que mi hermana y yo nos convertíamos en princesas.

Otro punto de vista

Ha vuelto a hacerlo, papá; ayer se levantó con esa mirada orgullosa, desafiante, embravecida. La mañana en la oficina se me hizo insoportable, a la una le dije al jefe que me encontraba mal y regresé a casa antes que ella. Llevaba puesto el vestido azul, el prohibido, noté un ligero temblor en su voz, mientras tejía una estúpida disculpa, que si el café sobre la blusa, que si no le quedaba tiempo para planchar. No puede salir a la calle con ese escote y pretender evitar las miradas obscenas de los hombres. Tiene buenos pechos, ya sabes, redondos y blancos como hogazas de pan tierno y esas piernas que se asientan firmes en el suelo, columnas griegas que desafían la gravedad y el paso de los años. Sigue siendo bella la puñetera, sigue desprendiendo ese halo seductor que tanto me atrajo cuando la conocí. Eso que ahora le compro yo la ropa, pero ya se las apaña para dejar desabrochado algún botón o remeter el bajo de la falda.

Tenías que haberla visto, papá, ese vestido ajustado a juego con sus ojos, esas motitas canela en su escote de nieve. Logró excitarme, me acerqué a ella dispuesto a perdonar su desobediencia pero vi el asco en su mirada y noté el frío en su piel. Entonces, ¿para quién se había puesto esa ropa?, ¿a quién pretendía seducir? La golpeé hasta doblegarla, hasta que se entregó, hasta que comprendió que es mía, que siempre lo será.

Esta mañana se ha mostrado mucho más dócil, como una corderita. Le he pedido primero que se maquille con cuidado; mejor aún, que no salga a la calle. Ha asentido con la cabeza, en silencio, la muy zorra se hace la víctima. No entiende que la paliza ha sido provocada por ella con su actitud, con su desobediencia. ¿Y esos ojos azules?, aún no ha aprendido a llevarlos bajos, son imanes incandescentes, temo que atraigan a otros hombres tanto como seducen a mí. Ya sabes que veces los golpeo porque no puedo soportar ese brillo, imaginar que sus pupilas reflejan el rostro de otro. Ella oculta los morados tras unas gafas oscuras cuando sale a la calle, así me siento más tranquilo, los sé míos.

No creas que disfruto pegándole, pero con su actitud no me deja otra alternativa, aunque debo ir con cuidado, ya sabes lo mal visto que está eso ahora. En tus tiempos no era así ¿verdad?, tú podías hacerlo con impunidad, te vi muchas veces, incluso por la calle. Al principio, cuando sólo era un niño, me costaba entenderlo. No comprendía por qué tirabas a mamá por las escaleras o la arrastrabas por el piso cogida del pelo o la pateabas delante de nosotros. Ahora sé que lo hacías por su bien, como yo con Teresa. Son niñas pequeñas, traviesas y revoltosas y en nuestra mano está su educación. Son nuestras.

Desde hace unos días sospecho que conspira contra mí. Cree que puede engañarme, pero la conozco demasiado bien; está nerviosa, baja los ojos cuando nos encontramos y hay varias llamadas extrañas en su móvil. No me gustaría tomar medidas drásticas, aunque me temo que tendré que hacerlo. Cualquier cosa antes de permitir que me abandone, de convertirme en el hazmerreír de la oficina, del barrio. No te extrañes de que un día ella venga por aquí, a hacerte compañía. Si es así, espero que la cuides mientras yo estoy en la cárcel. Hasta el próximo domingo, papá.


Relato Finalista del I Concurso de Cuento Breve - México y que será publicado en la Antología Voces con Vida por Palabras y Plumas Editores, S. A. de C. V.

martes, 9 de diciembre de 2008

Finalista en el I Concurso Internacional de Cuento Breve del Salón Hispanoaméricano de la Ciudad de México


Pues ésta era la agradable sorpresa que me encontré anoche en mi correo electrónico. Uno de mis relatos "Otro punto de vista" ha sido seleccionado para formar parte de la "Antología Voces con Vida" al resultar finalista en este certamen. Han participado 1.450 cuentos procedentes de distintos paises hispanoamericanos (México, Argentina, Cuba, Colombia, Nicaragua, Chile, Venezuela...) y de España; entre ellos se han elegido menos de un 10% para formar parte del libro. Para mí es un orgullo estar entre los seleccionados. Además será mi primer cuento publicado fuera de España.
"Otro punto de vista" es un relato que describe una situación de malos tratos desde la óptica del maltratador. Éste tema es recurrente en mis cuentos, no lo puedo evitar, igual que no puedo quedarme indiferente ante las noticias de muertes por violencia de género que, casi cada día, se asoman a la pantalla de nuestro televisor.
Quería compartir con vosotros mi alegría, es tan dificil ganar un premio o quedar finalista, que cuando se consigue; por humilde que sea el galardón, siempre supone un aliciente para seguir escribiendo, para seguir compartiendo historias.
Aquí os dejo un enlace a la página del concurso:

lunes, 8 de diciembre de 2008

Mantecados y anís


Tras el largo fin de semana, he vuelto. Echaba de menos mi blog y los blogs de los amigos, que siempre tienen algo interesante que leer. Pero al mirar mi correo, me encontré con una agradable sorpresa y me entretuve un poco. Ya os contaré mañana. Ahora sólo quería saludaros y deciros que me pondré pronto al día, me colocaré la bufanda y el abrigo y visitaré a los amigos, espero que tengais preparada la bandeja con dulces navideños y la copita de anis.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Los surcos de la esquiadora de fondo. JOSE LUIS MUÑOZ

Este viernes tengo la suerte de contar con un relato magnífico, a mí me enganchó tanto cuando lo leí, que le he pedido expresamenta al autor, Jose Luis Muñoz, que me lo prestara para ponerlo en mi blog. Este cuento está incluido en el libro Viajeros de sí mismos (Brosquil, 2006) que recibió el Premio Ciutat de Benicassim de Literatura de Viajes. También me ha cedido las fotos, vamos que lo ha puesto todo.



El libro recoge cinco historias de viajes, cinco itinerarios por el interior de la península, de norte a sur, escritos en hoteles, retazos de paisajes, olores y sabores en los que José Luis Muñoz, novelista y viajero, altera ligeramente la realidad para hacer de ella ficción. Cinco narraciones cruzadas por el humor, la ternura y el sentimiento en donde el detalle preciso traslada al lector a esos cinco enclaves diversos. Otras tantas reflexiones acerca de la naturaleza humana, el viaje como punto y aparte en la vida y el miedo a envejecer como viaje final.




TÍTULO: LOS SURCOS DE LA ESQUIADORA DE FONDO
1

Llegué a la Val de Arán un 22 de enero, miércoles. Mi objetivo era simple y llanamente hacer fotografías de nieve. Acudía al valle casi cada año, pero normalmente lo hacía en verano, razón por la que me era imposible retratar la belleza del paisaje aranés modelado por el manto blanco, el hermoso pastel de nata del que apenas sobresalen los picudos campanarios de los pueblitos del valle. Aunque tampoco estaba seguro ahora de poder hacer esas fotografías que necesitaba para ilustrar los reportajes que me publicaban prestigiosas revistas de viajes sobre el Valle de Arán. Las fotos de la nieve eran mi asignatura pendiente. Pero yo no iba al valle en invierno, porque detestaba esquiar. Porque no sabia esquiar, más bien, si quería ser preciso y sincero.
Al otro lado del túnel de Viella el cielo estaba encapotado y caía una lluvia fina. Pero había nieve. Todo estaba nevado. Prados, bosques, tejados inclinados de las casas, todo cubierto con el níveo manto que endulzaba el paisaje y me remitía a la Navidad aunque hacía semanas que, por fortuna, las fiestas más consumistas del planeta habían llegado a su fin dejándome el bolsillo exhausto.
Me alojé en el Parador de Tredós, mi hotel de mis últimas estancias en el valle, un hermoso edificio de arquitectura tradicional y amplios ventanales en la planta baja, con una piscina redonda, convertida en pista de patinaje de hielo, y tejado a dos aguas de pizarra del que colgaban, en peligroso equilibrio, enormes carámbanos afilados como espadas que obligaban a los huéspedes a caminar lo más distanciados de la fachada, y tuve la suerte de que se me asignara, por falta de habitaciones, la más hermosa de ellas, la que mejores vistas tenía, que se llamaba, como no podía ser de otra manera, Mirador.
- ¿Me han colocado una mesa para el portátil? - pregunté mientras seguía a la recepcionista, una muchacha andaluza de amplias caderas escaleras arriba.
- Tiene dos habitaciones, señor. Puede sacar el televisor de una de las mesas y poner en ella el portátil.
- Estupendo. Voy a estar como un rey.
Eran dos hermosas habitaciones abuhardilladas que compartían cuarto de baño. El techo de madera formaba un vértice perfecto, y un balcón mirador, que daba a oriente, me proporcionaba vistas hermosas del pueblo de Tredós y a una cercana montaña cubierta con un bosque que parecía haber sido espolvoreado con polvos de talco. No hacía frío, o quizá era que la calefacción estaba al máximo.
- Que tenga una buena estancia, señor.
- Gracias.
Sólo faltaba que saliera el sol y un cielo azul me regalara las mejores fotos del valle. Era, sin duda, un buen comienzo.

2




Salió el sol a la mañana siguiente. Ni rastro de lluvia, ni una mala nube enturbiando el azul del cielo. Desayuné copiosamente. El buffet del hotel era espléndido, sus huevos fritos, perfectos, con la yema licuada y la clara sólida, sin exceso de aceite. El zumo de naranja, natural. El café, perfecto, con lo difícil que es encontrar un buen café en un desayuno de hotel. La bollería de lujo, aunque a mí me tentaban los churros por lo difícil que era hallarlos en Barcelona.
Desayunar solo es un inconveniente, y una ventaja. Los demás huéspedes suelen apiadarse de ti, te consideran automáticamente soltero, recientemente divorciado, gay, algo raro siempre. Un hombre que viaja solo, que desayuna solo, que come solo, no inspira confianza en una sociedad excesivamente reglamentada en la que todo el mundo se mueve en pareja, aunque sea del mismo sexo. Pero yo iba solo. El no compartir mesa con nadie me daba una ventaja: podía observar a mis anchas. El tipo de clientela del hotel en esa época del año se circunscribía exclusivamente a los esquiadores. Venían de todas partes de la Península, de Madrid, de Andalucía, principalmente de aquellas regiones que sólo conocían la nieve por los documentales de la segunda cadena. Había parejas de todas las edades, sin niños, porque no los tenían, porque los habían dejado estudiando en el colegio, al cuidado de los abuelos, pero también matrimonios de la tercera edad con aspecto de deportistas natos que suscitaban mi envidia. ¿Cómo sería yo cuando tuviera 65 o 70 años?
Consumí todas las horas de sol sacando instantáneas. Mientras el común de los mortales se lanzaba por las pistas de esquí, yo los inmortalizaba con mi cámara, a ellos, a los paisajes, a los pueblos sepultados por la nieve y con las chimeneas de sus casas humeantes, volcanes en el desierto blanco. El cielo tenía una maravillosa tonalidad azul y hubiera sido un crimen desaprovechar la ocasión. Gasté seis carretes. Y luego, hambriento, entré en un restaurante a la hora de cenar, tras darme un baño de agua caliente en la habitación del hotel.


3

- ¿Qué menú quiere?
Me extrañó su acento. No, más que extrañarme, me gustó. Era francesa. No había duda por el tono cantarín de su pregunta y por la forma en que fruncía los labios tratando de hablar en correcto castellano. Los franceses proyectan los labios hacia delante, al hablar, como si se dispusieran a besar. También era francés el dueño del restaurante Montagut de Artiés, un hombre con el pelo cano que cojeaba de una pierna y me saludó con amabilidad al entrar. Tenían dos camareros: un chico rubio, con coleta y aspecto de deportista, y la chica que me hablaba. Me gustaba su voz. Me excitaba.
- El menú esquiador.
- ¿Puedo tomarle nota?
- Sí. Claro. ¿Cómo es la ensalada aranesa?
- Con escarola.
La desestimé. Odiaba la escarola.
- ¿Y el potaje del día?
- Lentejas. También tenemos, si le apetece, olla aranesa.
No me apetecía tomar olla aranesa para cenar. No me convenía meterme en la cama con el estomago repleto. Pedí foie de primero, zanahorias a la mostaza de segundo, aunque me tentaban las lentejas que sabía de buena tinta que las guisaban maravillosamente bien, y un confit de pato, que era la especialidad de la casa según anunciaba la carta.
- ¿Tienen botellas pequeñas de rioja tinto?
- No, pero le serviré la mitad de una botella.
- De acuerdo.
La muchacha francesa era muy servicial. En cuanto terminaba un plato ya tenía el siguiente a mi disposición. Me preguntaba, cuando me retiraba el plato vacío, si había sido de mi gusto. Y a mí me encantaba oír su voz. Entraron más clientes, que atendió el muchacho de la coleta. La francesa cubría mi mesa y la que ocupaba una pareja de madrileños muy bronceados. Alcé los ojos del diario que leía, para acompañar los platos y paliar mi soledad, y la estuve observando mientras entraba y salía de la cocina con los pedidos. No era una mujer guapa, pero tenía su atractivo: el tipo, atlético, de esquiadora; los pantalones rojos, ceñidos, que moldeaban su trasero y piernas que debían de ser fuertes, musculosas.
- ¿Qué hay de postres?
- Manzana al horno, flan de la casa, pudín de pan.
- ¿Flan de manzana?
- No. Flan, manzana al horno, pudín de pan, que está muy bueno.
- Pudín de pan.
- ¿Tomará un café o un cortado?
- Un cortado.
- Gracias.
- No hay de qué.
Pedí la cuenta. Había cenado muy bien. El vino me proporcionaba la alegría justa, me regalaba un artificial optimismo tan necesario a esa hora de la noche. Dejé dos euros de propina después de firmar la factura visa. Y pasé por su lado, con el abrigo bajo el brazo.
- Hasta la próxima.
- Hasta otra, señor. Muchas gracias.
Su voz. Me gustaba su voz, su sensual acento francés, me fui repitiendo una y otra vez mientras daba un paseo por Artiés. Tuve una idea absurda, después de callejear bajo una fina lluvia y acercarme a la iglesia románica que presidía el pueblo e iluminaban por la noche: esperarla cuando terminara su turno. Acecharla montado en el coche y abrirle la puerta cuando saliera. Tenía una habitación demasiado hermosa para no compartirla. Pero, casi de inmediato, deseché la idea por ridículo. Tenía cincuenta y dos años y aquella muchacha no llegaba a los veinticinco. No quería ser patético. Tomé mi coche y volví a mi hotel, solo, dispuesto a acabar la noche leyendo algún libro.


4




No escuchaba las predicciones meteorológicas. No prestaba demasiada atención a los gurús del tiempo. Oí, en el dial de la radio de mi coche, que entraba una borrasca, que sus efectos se dejarían sentir por la tarde, que bajarían las temperaturas en picado. Pero no hice caso, precisamente por el exceso de alarmismo.
Cogí la cámara de fotos, el bolso de los carretes, unas botas de nieve y me dirigí a Bossost. Allí, antes de entrar en la población, en la antigua frontera ya en desuso, una patrulla de la policía nacional me detuvo un instante. Pura rutina. Luego tomé la serpenteante ruta que llevaba hasta el puerto de Portillón. A medida que ascendía, la nieve hacía acto de presencia con toda su majestuosa belleza. La nieve cubría los prados, tapizaba de blanco las copas de los pinos alpinos y abetos, rellenaba las hondonadas, sepultaba los arroyos cuyas aguas, por contraste, eran de una absoluta negrura. Lucia un sol espléndido. Todo parecía coadyuvar a mi misión de conseguir las mejores fotografías del valle.
Dejé mi todo terreno en el aparcamiento del puerto, al lado de un coche con matrícula francesa. Me calcé las botas de nieve, me encasqueté un pasamontañas y descendí por la carretera asfaltada para buscar la pista de montaña que llevaba al Clot de Baretges, uno de los lugares mágicos del valle que frecuentaba siempre, pero nunca en invierno.
Clavado en la nieve, un indicador señalaba la dirección que debía seguir para llegar al enclave. La pista de montaña, practicable en coche, había desaparecido engullida por el níveo manto. ¿Un metro de espesor? Quizá más. Probé de entrar en ella y mi pierna desapareció literalmente engullida por una gruesa capa de nieve. Definitivamente no era una buena idea ir al Clot en invierno. Retrataría otro enclave. Y entonces divisé, claramente, los surcos de unos esquís recientes, los de un esquiador de fondo al que la nieve acumulada no le asustaba sino que le animaba a seguir camino. Coloqué mi bota en el surco y comprobé que se hundía poco. Los esquíes habían trazado aquel sendero estrecho que el frío endurecía. Di mis primeros pasos por el nevado camino. Me hundí lo mínimo. Me propuse andar doscientos metros y volver, hacer unas cuantas fotos de la ruta nevada y regresar al coche. Pero no lo hice. Después de cien metros apenas me hundía en la nieve, sabía cómo colocar el pie, mismamente encima de los surcos dejados por el esquiador que me precedía, y podía progresar a buena velocidad. Me marqué como meta llegar al Prat de las Bruixas, pero cuando lo conseguí, en apenas quince minutos, me envalentoné y seguí camino. La pista se perdía, sepultada por la nieve que, en algunos tramos, alcanzaba el espesor de dos metros, pero mi esquiador de fondo, con los surcos paralelos de sus esquís, me señalaba nítidamente la dirección que debía seguir.
Gasté el primer carrete. Luego el segundo. Enfocaba las copas de los árboles colmadas de nieve, las ramas de los abetos a punto de quebrarse por su carga nívea, las plantas que sobrevivían emergiendo de la coraza blanca y helada, las huellas de los ciervos claramente marcadas en las laderas de la montaña, el trazo de los esquís que me precedían y me señalaban el camino sin margen de pérdida.
Llegué a un tramo de la pista en que la nieve era más blanda y mis piernas se hundían en ella hasta casi desaparecer. La progresión se hizo más lenta. ¿Cuántos kilómetros llevaba andando? Había perdido la cuenta. Miré el reloj. Dos horas. Sudaba copiosamente. No tenía frío a pesar de que llevaba tanto tiempo pisando la nieve, pero sentía una molesta picazón en la cara, como si me estuviera quemando. Seguía el trazo marcado por los esquís en la nieve con una tozuda obstinación. El camino ascendía de forma vertiginosa, tras dos curvas pronunciadas, y bordeaba un barranco profundo. Me detuve un instante a descansar. Respiré profundamente y conté los carretes de reserva que aun me quedaban dentro de la bolsa. Tres. Llegaría al Clot de Baretges del mismo modo que había llegado el esquiador de fondo que me precedía.
Graznó un cuervo. Y aquel ruido desagradable me hizo detener un instante para tratar de localizarlo. Me di cuenta, entonces, de que los surcos de los esquís habían desaparecido. Los había perdido de forma absurda, pero no podía ser porque aquél era sin duda el camino. Retrocedí unos pasos hasta recuperarlos. Entonces advertí que los surcos seguían por una pendiente, ya fuera de la ruta. Me precipité detrás de ellos con una extraña premonición. La pendiente era pronunciada y yo resbalaba continuamente mientras trataba de frenarme cogiéndome de las ramas de los árboles que encontraba a mi paso y tronchaba en mi descenso vertiginoso. El esquiador debía de haber hecho exactamente lo mismo. Aquí y allá había ramas de pino desmenuzadas, troncos desmembrados, surcos de esquís profundos, clavados en la nieve de quien había bajado precipitadamente por la empinada ladera.
Lo descubrí junto a una roca de afiladas aristas que la nieve no había conseguido cubrir. El golpe debía de haber sido terrible porque la nieve de los alrededores estaba teñida de rojo. El esquiador yacía mirando al cielo, en el fondo del barranco, con los esquís rotos y una pierna violentamente distorsionada. Me dejé caer ladera abajo, resbalando, hasta llegar adonde estaba. Mi corazón empezó a bombear violentamente mientras se me secaba la garganta por lo angustioso de la situación. El pasamontañas le cubría la cara, pero estaba apelmazado, por la sangre, a su cráneo.
- ¡Dios mío!
Se lo saqué mientras le golpeaba suavemente las mejillas. Me di cuenta, entonces, de que no era un muchacho sino una chica. Una mujer muy joven. Y vivía, todavía respiraba porque su nariz, sus labios, guardaban calor. Porque me habló. Una voz familiar, un seductor acento francés intentando hablar correctamente el castellano.
- Gracias a Dios. Gracias a Dios - gimió, sin mirarme, cogiendo mi mano y apretándola con fuerza.
Yo llevaba un móvil. Intenté una llamada de auxilio. Bomberos, policía. En la pantalla apareció el mensaje de que no había cobertura en el fondo de aquel barranco. Y no podía poner a la muchacha en pie y tirar de ella hasta alcanzar la pista. Se había fracturado la pierna, además del fuerte golpe que tenía en la cabeza, y deliraba mientras respiraba afanosamente.
- Voy a buscar ayuda - le dije, deletreando las palabras, levantando su cabeza y consiguiendo que fijara sus ojos en mí -. No tardaré.
- Gracias por los dos euros de propina – me dijo, forzando una sonrisa.
Me había reconocido. Una buena señal. No tenía conmoción.
- Te merecías bastante más. Esta noche, en Viella, te invito a una copa. ¿Aceptarás tomar un trago con un cincuentón?
Movió la cabeza sin dejar de mirarme fijamente.
- Voy arriba, al camino, y regreso con ayuda.
- No me deje, por favor. No me deje.
- He de hacerlo. Yo solo no puedo sacarte de aquí. ¡Ánimo!
Estreché su mano, durante unos instantes, la tuve unos segundos entre las mías, y luego empecé a trepar por la ladera. No era fácil. Resbalaba continuamente por la excesiva pendiente y porque la nieve había comenzado a helarse y mi calzado no era el más adecuado. Tardé quince minutos en alcanzar el camino. Llegué agotado. Probé de hacer una llamada de urgencia desde el camino. El móvil seguía sin funcionar. Era lo normal: esos malditos cacharros fallaban cuando los necesitabas.
Seguí los surcos de la esquiadora de fondo, pero en sentido inverso, descendiendo. Había comenzado a nevar. Me acordé entonces de las predicciones. La tormenta prevista se adelantaba unas horas. El viento aullaba con fuerza entre las ramas heladas de los árboles y levantaba la nieve del suelo formando remolinos cada vez más espesos, auténticas nubes que me cegaban. Los copos caían con fuerza del cielo y tapizaban el camino. Troté. Me deslicé a toda velocidad, hundiéndome hasta la rodilla del pantalón, inundando mi pie de nieve y agua gélida. La nieve caía en espesos copos y una niebla espesa se cernía. El paraje, que era de una belleza inenarrable, mostraba su cara más amenazadora y siniestra. La vida de la camarera dependía de mi resistencia y ello me producía una viva angustia, me hacía recaer sobre los hombros una responsabilidad no deseada, insoportable.
Los surcos de los esquís eran cada vez más débiles. La nieve que caía, copiosamente, uniformaba el camino, borraba su trazo. Al poco tiempo no había huellas, no había camino, sólo una gran mancha blanca, expandida en todos los puntos cardinales, y un bosque interminable que se maquillaba de navidades blancas y por entre cuyas ramas gemía un viento gélido que estaba empezando a congelarme. Resbalé y perdí montaña abajo el bolso en donde iban todos mis carretes impresionados, al poner el pie en un montículo de nieve que cedió. Rugí de rabia viendo como el bolso rodaba como una rueda y desaparecía en las profundidades: adiós a todo el trabajo de estos días. Me detuve a respirar. Hacía frío y la luz se iba. La temperatura estaba cayendo en picado, la noche se echaba encima y la nevada, lejos de amainar, se recrudecía. No tenía ni idea de dónde me encontraba; de lo único de lo que estaba seguro era de que me había perdido.
Hice una última llamada con el móvil. Alguien me cogió la llamada. El cuerpo de bomberos de Viella. Pero cuando iba a dar mi posición aproximada, algún punto entre el Portillón y el Clot de Baretges, se encendió la luz de que la batería se había agotado y se cortó la comunicación.
- ¡Mierda! ¡Mierda de cacharro! ¡Maldita sea!
El teléfono vuela por el aire y queda sepultado en la nieve. Los copos lo cubren, enseguida. Busco un buen tronco y me siento. Apoyo la espalda y miro como nieva a mi alrededor. Luego desenfundo la cámara de fotos, me enfoco y disparo. Es una imagen sonriente. Dicen que los que mueren de frío lo hacen riendo. Riamos.

FIN

jueves, 4 de diciembre de 2008

Crisis

La botella de leche

La primera vez que oyó la palabra crisis estaba dando el biberón a su bebé. Un locutor se desgañitaba avisando de los posibles efectos de la huelga de camioneros. Ella sonreía ajena a las alarmistas palabras, enredando sus dedos en la rubia pelusilla de Elsa. Pocos días después, una mujer la amenazaba con su cuchillo para arrebatarle la última botella de leche que quedaba en el supermercado. Elsa seguía llorando de hambre mientras su madre se desangraba en el suelo.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Una estufa en Bélgica

Recuerdo aquel invierno, nunca viví otro igual, no solo por el frío, que azotaba mi rostro sureño con especial encono, de aquella ciudad gris de Bélgica, sino por el muchacho que conocí en el autobús. Cada día lo veía subirse en mi misma parada, él no aparentaba sufrir las inclemencias del invierno, aunque su cara también aparecía enrojecida algunas mañanas. Andaba desenvuelto, no encogido como yo, que parecía una berenjena arrugada, oculta tras capas y capas de jerséis, abrigos y bufandas. Empecé a maquillarme al tercer encuentro, como entre tanto paño lo único que se veían eran mis mejillas y los ojos, insistí en la sombra y el rimel, dotando mi mirada de una intensidad desconocida, que hasta a mí logró impresionarme.

A la segunda semana ya me desenvolvía con el francés y empezamos a saludarnos, supe entonces que era ruso y que, como yo, estaba allí con una beca de estudios. Acabamos hablando en inglés junto a la estufa de su apartamento, un artefacto gris, desconchado, que funcionaba con gas butano. Según Mijail la había introducido de incógnito, pues la casera parecía empeñada en que se helaran con la tenue e insuficiente calefacción central.

Ahora, que han pasado más de veinte años, apenas distingo sus facciones, el azul de sus ojos se desvanece en mi memoria, pero recuerdo con gran nitidez la calidez de aquella estufa, que siempre me incitaba a desprenderme de mis telas de cebolla.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Silencio


Silencio, en el bramar de las olas.
Sólo silencio
En el negro cayuco, lleno de negros.
Silencio.

Extraño silencio, no llegan aquí
los ecos de las voces
que discuten su futuro,
que hablan de fronteras,
vallas y espino,
mientras ellos mueren
de sed y hambre,
rodeados de silencio.

Malditas bocas calladas
de grandes hombres
que no dicen nada.
Silencio, si no hay petróleo
sólo hay silencio.