Alcaudete
Imaginado: El Calvario
Siempre
que Clara discutía con su madre, algo que últimamente sucedía a menudo, se iba
al Calvario. Subía por el camino contando las cruces que encontraba, como si
necesitara comprobar que seguían siendo las mismas, que no se había producido
ninguna variación desde la última vez. Alguien le había dicho que tener trece
años no era fácil, que el cuerpo cambia y la mente más, que te haces un lío
contigo misma y odias a quien deberías querer. Quizás era eso lo que le pasaba
con su madre.
No paró hasta llegar al refugio antiaéreo, se
subió encima de él y desde allí contempló el magnífico espectáculo que le
ofrecía la Sierra Ahillos, después se fue girando hasta encontrarse con el
Castillo. Como siempre, soñó con ser una princesa medieval. Al poco rato, bajó y
se sentó sobre una piedra. A su alrededor el paisaje era verde, moteado de
florecillas blancas y amarillas. Los colores de la primavera estallaban
rabiosos. Allí arriba todo parecía más hemoso. De pronto, una voz masculina la
sacó de su ensoñación.
—Hola,
¿puedes ayudarme?
Clara se
dio la vuelta y se quedó de piedra cuando vio al propietario de la voz que la
había sobresaltado. Era un chico joven, de ojos azules y sonrisa perfecta, pero
no fue eso lo que llamó su atención, sino sus ropas. Vestía un uniforme de
soldado muy viejo y desgarrado por algunas partes, incluso se apreciaban unas
manchas oscuras que podrían ser de sangre.
—¿No me
has oído? Te preguntaba si puedes ayudarme. Tengo que encontrar al jefe del
destacamento para darle un mensaje. Es urgente.
—Sí, te he
oído, pero no sé a quién buscas, aquí no hay nadie.
—¿Han
abandonado la posición? ¡Imposible!
—No
entiendo nada de lo que dices, supongo que me estás gastando una broma, y no sé
por qué estás disfrazado si no es carnaval.
—¿Disfrazado?
No te entiendo…
—Pareces
recién salido de la Guerra Civil. Hace poco vi una película e iban vestidos
igualitos que tú; los rojos, los que perdieron.
—¿Cómo
dices? ¿Una película…? ¿Perdimos…?
—Vale, no
me rayes más, no estoy para bromas.
El chico
no la escuchaba, en ese momento miraba con asombro las antenas de telefonía que
estaban instaladas al lado de la pequeña ermita blanca. Después su vista se
fijó en el Castillo y exclamó.
—¡Parece
otro! Está más nuevo.
—Lo ha
rehabilitado el ayuntamiento, yo estuve hace poco con mi clase. ¿Cuánto tiempo
hace que no vienes por aquí?
—Solo dos
semanas, desde abril y, no sé, todo está distinto. ¿Puedes explicarme qué ha
pasado?
Una idea
absurda empezaba a tomar forma en la mente de Clara, aquel soldado parecía
salido del pasado, sabía que eso era imposible, pero no podía dejar de
pensarlo, así que le preguntó:
—¿Sabes en
el año que estamos?
—Claro, no
soy tonto, en el 38.
La chica
notó que la tierra se movía bajo sus pies, o aquel muchacho estaba mal de la
cabeza o había regresado del pasado. No sabía qué le daba más miedo.
—No, nada
de eso, estamos en el 2012, la guerra acabó hace tiempo, más de setenta años.
El soldado
se sentó a su lado, abatido. Para corroborar sus palabras, Clara le enseñó su
móvil. A él le resultó muy extraño, nunca había visto un reloj como ese,
cuadrado y lleno de imágenes que podían moverse a un solo toque de la chica. Hablaron
un buen rato, Clara le explicó lo mejor que pudo, la Historia no era su
asignatura favorita, lo que había pasado en todos aquellos años. Él le dijo que
se llamaba Evaristo Gutiérrez Mesa y que lo habían reclutado cuando cumplió los
dieciséis años, que no sabía muy bien el por qué de aquella guerra, que aún no
había matado a nadie y que esperaba no tener que hacerlo. Cuando terminaron de
hablar el sol ya se ponía a sus espaldas, incendiando el horizonte. Clara le
dijo que tenía que marcharse. Evaristo la miró con desconsuelo, ¿puedo ir contigo?, le preguntó con voz
apagada. Ella asintió con la cabeza, aunque no sabía cómo le explicaría a su
madre que volvía tan tarde y con un chico del pasado. Bajaron el sendero en
silencio, tan solos acompañados por el sonido del viento entre los pinos, como
un susurro de voces de otros tiempos. Clara llegó a su casa y, cuando se volvió
para invitar a pasar a Evaristo, no encontró a nadie. Había desaparecido.
Días
después, buscó el nombre de aquel chico en Internet. Evaristo Gutiérrez Mesa
había muerto en uno de los bombardeos de 1938, en la zona del Calvario, a la edad
de diecisiete años.
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