miércoles, 31 de diciembre de 2008

Feliz Año 2009



En este año 2008, que tantas cosas buenas me ha dejado, (prefiero no acordarme de los malos momentos) ya sólo me queda hacer una cosa: Brindar por todos los amigos y amigas que habéis pasado por mi blog. Más de 4.000 visitas superan todas mis expectativas; cuando en agosto inicié esta aventura, no podía imaginar que tuviera tanta aceptación. Gracias a todos y a todas por estar ahí. Esto es un sueño, el sueño de las palabras.


Y que en el 2009 vuestros sueños se conviertan en deseos cumplidos.

martes, 30 de diciembre de 2008

Publicación en El sofá Rojo


Quiero dar las gracias a la revista El sofá rojo que han tenido la amabilidad de publicar uno de mis relatos en su blog. Esta revista está dedicada al relato y al microrrelato. Los responsables son Delia Olmos y Juan Javier Murillo. Desde aquí aprovecho para felicitarlos por el proyecto que han iniciado y que, sin duda, contribuirá a difundir la obra de nuevos autores. Os dejo el enlace:
http://revistaelsofarojo.blogspot.com/

La muela del oeste

Hasta ahora yo conocía las muelas de leche, las muelas del juicio, … pero hoy he podido comprobar que en la boca también hay puntos cardinales y que pueden servir para orientarnos en caso de emergencia.

Juanma viene corriendo hacia mí y me dice: “mamá, mamá, me duele la muela” yo le pregunto “cúal de ellas” y ni corto ni perezoso abre su boquita y señalándome la parte izquierda de la boca me dice, “aquí mamá, en el oeste”. Y me imagino esa muela con los calzones vaqueros, las espuelas y un par de revólveres al cinto, (de pequeña leí muchas novelas del oeste) retando a las muelas del este, mucho más elegantes y educadas, con traje negro y corbata floreada. Y es que en las pelis de vaqueros siempre era así.

Al final todo se solucionó con un pequeño chupachú medicinal para las llagas de la boca, bueno más bien ese fue el inicio de otro conflicto. Paula, mi sobrina de tres años, al ver el susodicho chupón con color y sabor a fresa, decidió que le dolían todas las muelas, las del Este y las del Oeste e inició su particular guerra para conseguir un palito rosa como el de su primo.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Otra vez por aquí


Tras una semana alejada de internet, de regreso de mi particular mundo perdido (Cuevas del Campo) abro mi blog. Es emocionante leer los comentarios, ojear las páginas de los amigos, entrar en nuevos blogs… Este es un pequeño mundo donde me siento entre amigos, donde puedo contar las cosas que me pasan, compartir historias y sentimientos. Me gustaría tener más tiempo para dedicarle, pero… es lo que hay.

Hace un año me comunicaron que había ganado el premio de Diputación, aún sigo esperando ver mi novela publicada, pero no desespero, estas cosas llevan su tiempo. Lo que pasa es que yo voy avanzando y lo que escribo ahora no es lo que escribía hace doce meses. Me da un poco de miedo releer mi novela.

Diciembre está siendo un buen mes, después de la noticia de mi selección como finalista en el certamen Voces con Vida de Méjico, hace unos días me comunicaron que otro de mis relatos había obtenido una mención especial en el Certamen del Ayuntamiento de Lebrija (Sevilla) y que se publicará en el libro del concurso. “Cuando Elena dejó de ser vaca” es el título del cuento. En él trato de hacer una crítica a esta sociedad donde la delgadez se considera sinónimo de belleza. Elena se compra una peculiar báscula que incorpora un programa informático y se entrega en cuerpo y alma para conseguir adelgazar.

Supongo que los Reyes Magos se han adelantado un poco, o me han querido compensar por esa novela que tanto se está haciendo de rogar. Porque éste es tiempo de regalos, la pena es que muchos de ellos sólo son regalos materiales, con la cantidad de cosas que se pueden obsequiar y que no cuestan nada.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Feliz Navidad

Estamos tan enfrascados en el ajetreo de estas fiestas, los regalos, las comidas copiosas, las compras compulsivas; que a veces olvidamos realmente lo importante, sentirnos próximos de la gente que queremos. No como una imposición, no por costumbre, sino porque realmente lo deseemos.

Solemos valorar las cosas cuando la hemos perdido. Yo este año echaré mucho de menos a una persona. Otros años, en estas fechas, ni siquiera llegué a verla, pero sabía que estaba ahí y eso era suficiente. Como los amigos que viven lejos, en cualquier momento pueden aparecer o puedes visitarlos.
Mi primo Paco ya no volverá, no vendrá a tomarse unas copas a nuestra casa después de la cena de Nochebuena. No tocará la zambomba, esa tan ruidosa de fabricación casera, que siempre prepara mi hermano Rafa. No cantaremos villancicos. Ni contará chistes verdes. Estas serán las primeras navidades sin él. ¿Y cómo estarán su mujer, sus hijas y sus nietos?¿Cómo serán estas navidades de ausencia?


Quizás, si nos detuvieramos un poco a pensar, nos daríamos cuenta de lo mucho que tenemos. No esperemos a que sea navidad para disfrutarlo, pero si en estas fechas estamos más abierto a demostralo, hagámoslo. No cuesta nada regalar una sonrisa, un beso, unas palabras amables.


Así que felices fiestas para todos los que siguen este blog, o que hoy aterrizaron aquí de casualidad. Que el año nuevo venga cargado de regalos, libros y buenas nuevas. Para mis amigos escritores, de premios y publicaciones.

sábado, 20 de diciembre de 2008

No puedes alejarte de mi


No puedes alejarte de mí,
aunque quieras,
no puedes desposeerme
de tu amor, es imposible.
Me duelen tus miradas vacías,
tus ojos secos
que no dicen nada.
Me duelen.

Pero no puedes marcharte,
no puedes dejarme
por más que lo intentes.

Es esta mañana fría
que nos encoge.
Es esta dura lucha
que acometemos
cada día.

Sin pensar
olvidamos
lo que sentimos.

No puedes alejarme de ti
Aunque lo intentes.

Tengo que escribir su historia

Es casi la una, los niños se durmieron hace rato, mi marido se fue a la cena de empresa. Estoy sola, puedo escribir, inicio un relato. Lo tenía tan claro en la cabeza y hoy se me escapa de las manos, empieza así:

"Es casi tan alta como yo. Unos sesenta años, podrían ser más, podrían ser menos. La vida no la ha tratado demasiado bien. De la sonrisa sólo conserva dos dientes, uno arriba y otro abajo, me dice que se apaña bien con las muelas, y me enseña la boca que es como un pozo negro salpicado de piedras rotas. Los ojos, húmedos y brillantes, algún día fueron azules y bellos.
Pero lo que mejor recuerdo es su voz ronca pronunciando aquellas palabras que aún me sorprenden “a mí me gusta ser puta, es lo que he sido toda mi vida y no sé hacer otra cosa”. Miré sus pechos enormes, caídos. Reposaban sobre una barriga más que incipiente. Eran impresionantes, nunca los vi tan grandes. Imaginé que antes, cuando se situaban muchos centímetros más arriba y aquel cuerpo estaba menos maltrecho, debían haber sido un reclamo muy poderoso para los hombres que transitaran cerca de su esquina. Porque ella tenía una esquina que seguía manteniendo, poco importaba que ahora apenas pasase gente por allí, que aquella calle del centro estuviera tan abandonada como el centro mismo. Era su esquina, y que ninguna otra tratara de arrebatársela. “Más de una se ha ido marcada” me contó con orgullo.


Se trata sólo de una pieza de mi reportaje, un testimonio más, veinte segundos en escena. Entonces, ¿por qué no puedo olvidarla? ¿por qué tengo sus palabras incrustadas en mi memoria? Me dijo que aún ejercía, que tenía una parroquia fija, que ya no se fiaba de los nuevos clientes, pero que podía hacer excepciones. Al decir esto último me guiñó un ojo, juraría que se estaba insinuando."



Esta relato lleva mucho tiempo en mi cabeza, desde que vi a aquella prostituta proclamando su condición con orgullo, en el programa Callejeros. Ya hace meses de eso y no consigo olvidarla, tengo que escribir su historia. Os dejo, voy a seguir.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Gracias por vuestras aportaciones


Quiero agradecer todos los comentarios recibidos, tanto en este blog, como en otros foros en los que participo y que también me han hecho llegar sus respuestas. He dejado de comentar vuestras aportaciones porque me parecía que si seguía respondiendo a cada uno de vosotros, se haría demasiado pesado, pero he leído vuestros comentarios con mucho interés. Ahora estoy un poco liada, esto de estar de vacaciones es muy estresante, ya sabéis. Mi intención es hacer un resumen con todo el material recibido y ponerlo en un post, incluso estoy pensando en diseñar una encuesta para incluirla en el blog de forma más permanente.

Animo a los que aún no han participado a que dejen su comentario, y los invito a leer los que ya están, que son muy interesantes, emocionantes, apasionados, divertidos, inquietantes...

lunes, 15 de diciembre de 2008

¡Estoy de vacaciones! ¿o no?

(Relato basado en hechos reales)

Hoy ha sido mi primer día de vacaciones. Tengo en mente presentar un libro de cuentos a un certamen y le idea era utilizar esta semanita de asueto para seleccionar los relatos y revisarlos. Así que me puse el despertador a la misma hora de todos los días (6:30 a.m.) para aprovechar mejor la jornada. Nada más levantarme recordé que el domingo había puesto tres lavadoras y que tenía un montón de ropa por planchar y colocar. ¡Qué fastidio! Casi son las ocho y media y aún me quedan algunas prendas en la secadora. Vaya, tengo que levantar a los niños. Qué guapos están por las mañanas, con sus ojitos de sueño y su carita lavada. Pienso, apenada, que habitualmente me pierdo ese espectáculo.
Ufffff que frío, dejo a Irene y Juanma en sus respectivos colegios y descubro que olvidé las llaves dentro de casa. Visita obligada al piso de mi cuñada, menos mal que tiene una copia. Nada más regresar recuerdo que he de hacer unas compras urgentes. Vuelvo a salir, un viento gélido arrastra el frío desde la sierra, aún nevada. Llego a casa apresurada, son casi las diez y aún no encendí el ordenador, suena el teléfono, tratan de venderme un colchón. Miento, les digo que acabo de casarme y lo tengo nuevo, insisten con un robot de cocina, me niego en redondo a seguir escuchando. Ya que estoy al lado del teléfono llamo al trabajo, charlo un rato con mi compañera Mila, parece que la Consejería de Innovación va a sacar unas nuevas ayudas, pero me niego a mirar el BOJA, estoy de vacaciones…
Por fin arranco el ordenador, miro el correo, y antes de que pueda empezar a hacer nada aparece mi marido, a recoger unos documentos que había olvidado en casa, va de paso para Alcalá. Aprovecha para tomarse un café, lo acompaño, claro.
Son casi las once, un sol espectacular entra por los cristales, ¡horror están sucios! Los niños los manosearon el día anterior mirando la nieve-granizo que había caído. Decido limpiarlos, y ya puesta le doy un repaso al salón, que falta le hace. Quizás debería haberle preguntado a la tele vendedora si tenían robots para esto. Es casi la una y aún sigo limpiando. ¿Por qué habrá salido el sol? ¡Ayer la casa no se veía tan sucia!
A las dos tengo que recoger a los niños del colegio y aún no he preparado la comida. Miro el ordenador, sigue donde lo dejé hace unas horas. Esta tarde, pienso, echaré un rato. Entonces recuerdo que es el día de recoger las notas de Juanma y después tengo reunión del Consejo Escolar. Renuncio, tiro la toalla. He dado por perdido mi primer día de vacaciones. Mañana...ya veremos.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Alcaudete, mensaje de Navidad.


Alcaudete es aroma de Navidad, las calles se visten de luces y armonía, somos todos y sólo uno. Entre olivares de plata, las estrellas nos llenan de buenos deseos. Comparte esa alegría que se asoma a tu casa, a tu mesa, a tu espíritu. La ilusión de los niños se contagia. Villancicos de turrón y pan de higo, hojaldrinas y bombones endulzan nuestro ánimo. El Castillo, embriagado de fiesta, nos mira protector desde arriba.

¡Qué se abran nuevos caminos hacia tu corazón!
¡Qué en el 2009 tus sueños se conviertan en deseos cumplidos!
!Feliz Navidad¡

viernes, 12 de diciembre de 2008

¿Cómo es mamá?


El otro día llegó Irene del colegio y me miró de forma especial, con una sonrisa en los ojos confesó que me había descrito en una redacción. Vaya, mi hija uniendo palabras para construir una imagen mía. Podréis entender mi interés por aquel texto, pero había un problema, se negaba en redondo a enseñármelo. Y yo allí, evaluando los pros y los contras de coger el archivador sin su permiso y empaparme de todo. Al final pudo la curiosidad sobre el derecho a la intimidad de mi hija, a fin de cuentas sólo tiene siete años. Decía algo así “mi mamá tiene el pelo negro, rizado y con mechas. A veces lleva una camiseta verde y siempre se pone pantalones vaqueros. Le gusta mucho leer y escribir. A veces si me porto mal me castiga. También juega conmigo. Y a veces le gusta echar la siesta”. Tengo que aclarar que no todas mis camisetas son verdes y que de vez en cuando me pongo alguna falda u otro tipo de pantalones, aunque por lo general prefiero los vaqueros, así que no anda muy descaminada. En su descripción habla de mis aficiones, eso me dice que las ve como una parte más de mí, las acepta y le gusta que su madre sea así. Y luego está lo de la siesta. Es cierto que suelo descansar un rato después de comer, me levanto a las seis y media, creo que lo tengo merecido. Pero la siesta es importante para Irene por algo más, durante ese ratito, ella saca su bolsa de disfraces, los extiende sobre la alfombra, elige uno e inventa alguna historia, a salvo de mis miradas. Y me vienen a la memoria aquellas siestas de mis padres, en las que mi hermana y yo nos convertíamos en princesas.

Otro punto de vista

Ha vuelto a hacerlo, papá; ayer se levantó con esa mirada orgullosa, desafiante, embravecida. La mañana en la oficina se me hizo insoportable, a la una le dije al jefe que me encontraba mal y regresé a casa antes que ella. Llevaba puesto el vestido azul, el prohibido, noté un ligero temblor en su voz, mientras tejía una estúpida disculpa, que si el café sobre la blusa, que si no le quedaba tiempo para planchar. No puede salir a la calle con ese escote y pretender evitar las miradas obscenas de los hombres. Tiene buenos pechos, ya sabes, redondos y blancos como hogazas de pan tierno y esas piernas que se asientan firmes en el suelo, columnas griegas que desafían la gravedad y el paso de los años. Sigue siendo bella la puñetera, sigue desprendiendo ese halo seductor que tanto me atrajo cuando la conocí. Eso que ahora le compro yo la ropa, pero ya se las apaña para dejar desabrochado algún botón o remeter el bajo de la falda.

Tenías que haberla visto, papá, ese vestido ajustado a juego con sus ojos, esas motitas canela en su escote de nieve. Logró excitarme, me acerqué a ella dispuesto a perdonar su desobediencia pero vi el asco en su mirada y noté el frío en su piel. Entonces, ¿para quién se había puesto esa ropa?, ¿a quién pretendía seducir? La golpeé hasta doblegarla, hasta que se entregó, hasta que comprendió que es mía, que siempre lo será.

Esta mañana se ha mostrado mucho más dócil, como una corderita. Le he pedido primero que se maquille con cuidado; mejor aún, que no salga a la calle. Ha asentido con la cabeza, en silencio, la muy zorra se hace la víctima. No entiende que la paliza ha sido provocada por ella con su actitud, con su desobediencia. ¿Y esos ojos azules?, aún no ha aprendido a llevarlos bajos, son imanes incandescentes, temo que atraigan a otros hombres tanto como seducen a mí. Ya sabes que veces los golpeo porque no puedo soportar ese brillo, imaginar que sus pupilas reflejan el rostro de otro. Ella oculta los morados tras unas gafas oscuras cuando sale a la calle, así me siento más tranquilo, los sé míos.

No creas que disfruto pegándole, pero con su actitud no me deja otra alternativa, aunque debo ir con cuidado, ya sabes lo mal visto que está eso ahora. En tus tiempos no era así ¿verdad?, tú podías hacerlo con impunidad, te vi muchas veces, incluso por la calle. Al principio, cuando sólo era un niño, me costaba entenderlo. No comprendía por qué tirabas a mamá por las escaleras o la arrastrabas por el piso cogida del pelo o la pateabas delante de nosotros. Ahora sé que lo hacías por su bien, como yo con Teresa. Son niñas pequeñas, traviesas y revoltosas y en nuestra mano está su educación. Son nuestras.

Desde hace unos días sospecho que conspira contra mí. Cree que puede engañarme, pero la conozco demasiado bien; está nerviosa, baja los ojos cuando nos encontramos y hay varias llamadas extrañas en su móvil. No me gustaría tomar medidas drásticas, aunque me temo que tendré que hacerlo. Cualquier cosa antes de permitir que me abandone, de convertirme en el hazmerreír de la oficina, del barrio. No te extrañes de que un día ella venga por aquí, a hacerte compañía. Si es así, espero que la cuides mientras yo estoy en la cárcel. Hasta el próximo domingo, papá.


Relato Finalista del I Concurso de Cuento Breve - México y que será publicado en la Antología Voces con Vida por Palabras y Plumas Editores, S. A. de C. V.

martes, 9 de diciembre de 2008

Finalista en el I Concurso Internacional de Cuento Breve del Salón Hispanoaméricano de la Ciudad de México


Pues ésta era la agradable sorpresa que me encontré anoche en mi correo electrónico. Uno de mis relatos "Otro punto de vista" ha sido seleccionado para formar parte de la "Antología Voces con Vida" al resultar finalista en este certamen. Han participado 1.450 cuentos procedentes de distintos paises hispanoamericanos (México, Argentina, Cuba, Colombia, Nicaragua, Chile, Venezuela...) y de España; entre ellos se han elegido menos de un 10% para formar parte del libro. Para mí es un orgullo estar entre los seleccionados. Además será mi primer cuento publicado fuera de España.
"Otro punto de vista" es un relato que describe una situación de malos tratos desde la óptica del maltratador. Éste tema es recurrente en mis cuentos, no lo puedo evitar, igual que no puedo quedarme indiferente ante las noticias de muertes por violencia de género que, casi cada día, se asoman a la pantalla de nuestro televisor.
Quería compartir con vosotros mi alegría, es tan dificil ganar un premio o quedar finalista, que cuando se consigue; por humilde que sea el galardón, siempre supone un aliciente para seguir escribiendo, para seguir compartiendo historias.
Aquí os dejo un enlace a la página del concurso:

lunes, 8 de diciembre de 2008

Mantecados y anís


Tras el largo fin de semana, he vuelto. Echaba de menos mi blog y los blogs de los amigos, que siempre tienen algo interesante que leer. Pero al mirar mi correo, me encontré con una agradable sorpresa y me entretuve un poco. Ya os contaré mañana. Ahora sólo quería saludaros y deciros que me pondré pronto al día, me colocaré la bufanda y el abrigo y visitaré a los amigos, espero que tengais preparada la bandeja con dulces navideños y la copita de anis.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Los surcos de la esquiadora de fondo. JOSE LUIS MUÑOZ

Este viernes tengo la suerte de contar con un relato magnífico, a mí me enganchó tanto cuando lo leí, que le he pedido expresamenta al autor, Jose Luis Muñoz, que me lo prestara para ponerlo en mi blog. Este cuento está incluido en el libro Viajeros de sí mismos (Brosquil, 2006) que recibió el Premio Ciutat de Benicassim de Literatura de Viajes. También me ha cedido las fotos, vamos que lo ha puesto todo.



El libro recoge cinco historias de viajes, cinco itinerarios por el interior de la península, de norte a sur, escritos en hoteles, retazos de paisajes, olores y sabores en los que José Luis Muñoz, novelista y viajero, altera ligeramente la realidad para hacer de ella ficción. Cinco narraciones cruzadas por el humor, la ternura y el sentimiento en donde el detalle preciso traslada al lector a esos cinco enclaves diversos. Otras tantas reflexiones acerca de la naturaleza humana, el viaje como punto y aparte en la vida y el miedo a envejecer como viaje final.




TÍTULO: LOS SURCOS DE LA ESQUIADORA DE FONDO
1

Llegué a la Val de Arán un 22 de enero, miércoles. Mi objetivo era simple y llanamente hacer fotografías de nieve. Acudía al valle casi cada año, pero normalmente lo hacía en verano, razón por la que me era imposible retratar la belleza del paisaje aranés modelado por el manto blanco, el hermoso pastel de nata del que apenas sobresalen los picudos campanarios de los pueblitos del valle. Aunque tampoco estaba seguro ahora de poder hacer esas fotografías que necesitaba para ilustrar los reportajes que me publicaban prestigiosas revistas de viajes sobre el Valle de Arán. Las fotos de la nieve eran mi asignatura pendiente. Pero yo no iba al valle en invierno, porque detestaba esquiar. Porque no sabia esquiar, más bien, si quería ser preciso y sincero.
Al otro lado del túnel de Viella el cielo estaba encapotado y caía una lluvia fina. Pero había nieve. Todo estaba nevado. Prados, bosques, tejados inclinados de las casas, todo cubierto con el níveo manto que endulzaba el paisaje y me remitía a la Navidad aunque hacía semanas que, por fortuna, las fiestas más consumistas del planeta habían llegado a su fin dejándome el bolsillo exhausto.
Me alojé en el Parador de Tredós, mi hotel de mis últimas estancias en el valle, un hermoso edificio de arquitectura tradicional y amplios ventanales en la planta baja, con una piscina redonda, convertida en pista de patinaje de hielo, y tejado a dos aguas de pizarra del que colgaban, en peligroso equilibrio, enormes carámbanos afilados como espadas que obligaban a los huéspedes a caminar lo más distanciados de la fachada, y tuve la suerte de que se me asignara, por falta de habitaciones, la más hermosa de ellas, la que mejores vistas tenía, que se llamaba, como no podía ser de otra manera, Mirador.
- ¿Me han colocado una mesa para el portátil? - pregunté mientras seguía a la recepcionista, una muchacha andaluza de amplias caderas escaleras arriba.
- Tiene dos habitaciones, señor. Puede sacar el televisor de una de las mesas y poner en ella el portátil.
- Estupendo. Voy a estar como un rey.
Eran dos hermosas habitaciones abuhardilladas que compartían cuarto de baño. El techo de madera formaba un vértice perfecto, y un balcón mirador, que daba a oriente, me proporcionaba vistas hermosas del pueblo de Tredós y a una cercana montaña cubierta con un bosque que parecía haber sido espolvoreado con polvos de talco. No hacía frío, o quizá era que la calefacción estaba al máximo.
- Que tenga una buena estancia, señor.
- Gracias.
Sólo faltaba que saliera el sol y un cielo azul me regalara las mejores fotos del valle. Era, sin duda, un buen comienzo.

2




Salió el sol a la mañana siguiente. Ni rastro de lluvia, ni una mala nube enturbiando el azul del cielo. Desayuné copiosamente. El buffet del hotel era espléndido, sus huevos fritos, perfectos, con la yema licuada y la clara sólida, sin exceso de aceite. El zumo de naranja, natural. El café, perfecto, con lo difícil que es encontrar un buen café en un desayuno de hotel. La bollería de lujo, aunque a mí me tentaban los churros por lo difícil que era hallarlos en Barcelona.
Desayunar solo es un inconveniente, y una ventaja. Los demás huéspedes suelen apiadarse de ti, te consideran automáticamente soltero, recientemente divorciado, gay, algo raro siempre. Un hombre que viaja solo, que desayuna solo, que come solo, no inspira confianza en una sociedad excesivamente reglamentada en la que todo el mundo se mueve en pareja, aunque sea del mismo sexo. Pero yo iba solo. El no compartir mesa con nadie me daba una ventaja: podía observar a mis anchas. El tipo de clientela del hotel en esa época del año se circunscribía exclusivamente a los esquiadores. Venían de todas partes de la Península, de Madrid, de Andalucía, principalmente de aquellas regiones que sólo conocían la nieve por los documentales de la segunda cadena. Había parejas de todas las edades, sin niños, porque no los tenían, porque los habían dejado estudiando en el colegio, al cuidado de los abuelos, pero también matrimonios de la tercera edad con aspecto de deportistas natos que suscitaban mi envidia. ¿Cómo sería yo cuando tuviera 65 o 70 años?
Consumí todas las horas de sol sacando instantáneas. Mientras el común de los mortales se lanzaba por las pistas de esquí, yo los inmortalizaba con mi cámara, a ellos, a los paisajes, a los pueblos sepultados por la nieve y con las chimeneas de sus casas humeantes, volcanes en el desierto blanco. El cielo tenía una maravillosa tonalidad azul y hubiera sido un crimen desaprovechar la ocasión. Gasté seis carretes. Y luego, hambriento, entré en un restaurante a la hora de cenar, tras darme un baño de agua caliente en la habitación del hotel.


3

- ¿Qué menú quiere?
Me extrañó su acento. No, más que extrañarme, me gustó. Era francesa. No había duda por el tono cantarín de su pregunta y por la forma en que fruncía los labios tratando de hablar en correcto castellano. Los franceses proyectan los labios hacia delante, al hablar, como si se dispusieran a besar. También era francés el dueño del restaurante Montagut de Artiés, un hombre con el pelo cano que cojeaba de una pierna y me saludó con amabilidad al entrar. Tenían dos camareros: un chico rubio, con coleta y aspecto de deportista, y la chica que me hablaba. Me gustaba su voz. Me excitaba.
- El menú esquiador.
- ¿Puedo tomarle nota?
- Sí. Claro. ¿Cómo es la ensalada aranesa?
- Con escarola.
La desestimé. Odiaba la escarola.
- ¿Y el potaje del día?
- Lentejas. También tenemos, si le apetece, olla aranesa.
No me apetecía tomar olla aranesa para cenar. No me convenía meterme en la cama con el estomago repleto. Pedí foie de primero, zanahorias a la mostaza de segundo, aunque me tentaban las lentejas que sabía de buena tinta que las guisaban maravillosamente bien, y un confit de pato, que era la especialidad de la casa según anunciaba la carta.
- ¿Tienen botellas pequeñas de rioja tinto?
- No, pero le serviré la mitad de una botella.
- De acuerdo.
La muchacha francesa era muy servicial. En cuanto terminaba un plato ya tenía el siguiente a mi disposición. Me preguntaba, cuando me retiraba el plato vacío, si había sido de mi gusto. Y a mí me encantaba oír su voz. Entraron más clientes, que atendió el muchacho de la coleta. La francesa cubría mi mesa y la que ocupaba una pareja de madrileños muy bronceados. Alcé los ojos del diario que leía, para acompañar los platos y paliar mi soledad, y la estuve observando mientras entraba y salía de la cocina con los pedidos. No era una mujer guapa, pero tenía su atractivo: el tipo, atlético, de esquiadora; los pantalones rojos, ceñidos, que moldeaban su trasero y piernas que debían de ser fuertes, musculosas.
- ¿Qué hay de postres?
- Manzana al horno, flan de la casa, pudín de pan.
- ¿Flan de manzana?
- No. Flan, manzana al horno, pudín de pan, que está muy bueno.
- Pudín de pan.
- ¿Tomará un café o un cortado?
- Un cortado.
- Gracias.
- No hay de qué.
Pedí la cuenta. Había cenado muy bien. El vino me proporcionaba la alegría justa, me regalaba un artificial optimismo tan necesario a esa hora de la noche. Dejé dos euros de propina después de firmar la factura visa. Y pasé por su lado, con el abrigo bajo el brazo.
- Hasta la próxima.
- Hasta otra, señor. Muchas gracias.
Su voz. Me gustaba su voz, su sensual acento francés, me fui repitiendo una y otra vez mientras daba un paseo por Artiés. Tuve una idea absurda, después de callejear bajo una fina lluvia y acercarme a la iglesia románica que presidía el pueblo e iluminaban por la noche: esperarla cuando terminara su turno. Acecharla montado en el coche y abrirle la puerta cuando saliera. Tenía una habitación demasiado hermosa para no compartirla. Pero, casi de inmediato, deseché la idea por ridículo. Tenía cincuenta y dos años y aquella muchacha no llegaba a los veinticinco. No quería ser patético. Tomé mi coche y volví a mi hotel, solo, dispuesto a acabar la noche leyendo algún libro.


4




No escuchaba las predicciones meteorológicas. No prestaba demasiada atención a los gurús del tiempo. Oí, en el dial de la radio de mi coche, que entraba una borrasca, que sus efectos se dejarían sentir por la tarde, que bajarían las temperaturas en picado. Pero no hice caso, precisamente por el exceso de alarmismo.
Cogí la cámara de fotos, el bolso de los carretes, unas botas de nieve y me dirigí a Bossost. Allí, antes de entrar en la población, en la antigua frontera ya en desuso, una patrulla de la policía nacional me detuvo un instante. Pura rutina. Luego tomé la serpenteante ruta que llevaba hasta el puerto de Portillón. A medida que ascendía, la nieve hacía acto de presencia con toda su majestuosa belleza. La nieve cubría los prados, tapizaba de blanco las copas de los pinos alpinos y abetos, rellenaba las hondonadas, sepultaba los arroyos cuyas aguas, por contraste, eran de una absoluta negrura. Lucia un sol espléndido. Todo parecía coadyuvar a mi misión de conseguir las mejores fotografías del valle.
Dejé mi todo terreno en el aparcamiento del puerto, al lado de un coche con matrícula francesa. Me calcé las botas de nieve, me encasqueté un pasamontañas y descendí por la carretera asfaltada para buscar la pista de montaña que llevaba al Clot de Baretges, uno de los lugares mágicos del valle que frecuentaba siempre, pero nunca en invierno.
Clavado en la nieve, un indicador señalaba la dirección que debía seguir para llegar al enclave. La pista de montaña, practicable en coche, había desaparecido engullida por el níveo manto. ¿Un metro de espesor? Quizá más. Probé de entrar en ella y mi pierna desapareció literalmente engullida por una gruesa capa de nieve. Definitivamente no era una buena idea ir al Clot en invierno. Retrataría otro enclave. Y entonces divisé, claramente, los surcos de unos esquís recientes, los de un esquiador de fondo al que la nieve acumulada no le asustaba sino que le animaba a seguir camino. Coloqué mi bota en el surco y comprobé que se hundía poco. Los esquíes habían trazado aquel sendero estrecho que el frío endurecía. Di mis primeros pasos por el nevado camino. Me hundí lo mínimo. Me propuse andar doscientos metros y volver, hacer unas cuantas fotos de la ruta nevada y regresar al coche. Pero no lo hice. Después de cien metros apenas me hundía en la nieve, sabía cómo colocar el pie, mismamente encima de los surcos dejados por el esquiador que me precedía, y podía progresar a buena velocidad. Me marqué como meta llegar al Prat de las Bruixas, pero cuando lo conseguí, en apenas quince minutos, me envalentoné y seguí camino. La pista se perdía, sepultada por la nieve que, en algunos tramos, alcanzaba el espesor de dos metros, pero mi esquiador de fondo, con los surcos paralelos de sus esquís, me señalaba nítidamente la dirección que debía seguir.
Gasté el primer carrete. Luego el segundo. Enfocaba las copas de los árboles colmadas de nieve, las ramas de los abetos a punto de quebrarse por su carga nívea, las plantas que sobrevivían emergiendo de la coraza blanca y helada, las huellas de los ciervos claramente marcadas en las laderas de la montaña, el trazo de los esquís que me precedían y me señalaban el camino sin margen de pérdida.
Llegué a un tramo de la pista en que la nieve era más blanda y mis piernas se hundían en ella hasta casi desaparecer. La progresión se hizo más lenta. ¿Cuántos kilómetros llevaba andando? Había perdido la cuenta. Miré el reloj. Dos horas. Sudaba copiosamente. No tenía frío a pesar de que llevaba tanto tiempo pisando la nieve, pero sentía una molesta picazón en la cara, como si me estuviera quemando. Seguía el trazo marcado por los esquís en la nieve con una tozuda obstinación. El camino ascendía de forma vertiginosa, tras dos curvas pronunciadas, y bordeaba un barranco profundo. Me detuve un instante a descansar. Respiré profundamente y conté los carretes de reserva que aun me quedaban dentro de la bolsa. Tres. Llegaría al Clot de Baretges del mismo modo que había llegado el esquiador de fondo que me precedía.
Graznó un cuervo. Y aquel ruido desagradable me hizo detener un instante para tratar de localizarlo. Me di cuenta, entonces, de que los surcos de los esquís habían desaparecido. Los había perdido de forma absurda, pero no podía ser porque aquél era sin duda el camino. Retrocedí unos pasos hasta recuperarlos. Entonces advertí que los surcos seguían por una pendiente, ya fuera de la ruta. Me precipité detrás de ellos con una extraña premonición. La pendiente era pronunciada y yo resbalaba continuamente mientras trataba de frenarme cogiéndome de las ramas de los árboles que encontraba a mi paso y tronchaba en mi descenso vertiginoso. El esquiador debía de haber hecho exactamente lo mismo. Aquí y allá había ramas de pino desmenuzadas, troncos desmembrados, surcos de esquís profundos, clavados en la nieve de quien había bajado precipitadamente por la empinada ladera.
Lo descubrí junto a una roca de afiladas aristas que la nieve no había conseguido cubrir. El golpe debía de haber sido terrible porque la nieve de los alrededores estaba teñida de rojo. El esquiador yacía mirando al cielo, en el fondo del barranco, con los esquís rotos y una pierna violentamente distorsionada. Me dejé caer ladera abajo, resbalando, hasta llegar adonde estaba. Mi corazón empezó a bombear violentamente mientras se me secaba la garganta por lo angustioso de la situación. El pasamontañas le cubría la cara, pero estaba apelmazado, por la sangre, a su cráneo.
- ¡Dios mío!
Se lo saqué mientras le golpeaba suavemente las mejillas. Me di cuenta, entonces, de que no era un muchacho sino una chica. Una mujer muy joven. Y vivía, todavía respiraba porque su nariz, sus labios, guardaban calor. Porque me habló. Una voz familiar, un seductor acento francés intentando hablar correctamente el castellano.
- Gracias a Dios. Gracias a Dios - gimió, sin mirarme, cogiendo mi mano y apretándola con fuerza.
Yo llevaba un móvil. Intenté una llamada de auxilio. Bomberos, policía. En la pantalla apareció el mensaje de que no había cobertura en el fondo de aquel barranco. Y no podía poner a la muchacha en pie y tirar de ella hasta alcanzar la pista. Se había fracturado la pierna, además del fuerte golpe que tenía en la cabeza, y deliraba mientras respiraba afanosamente.
- Voy a buscar ayuda - le dije, deletreando las palabras, levantando su cabeza y consiguiendo que fijara sus ojos en mí -. No tardaré.
- Gracias por los dos euros de propina – me dijo, forzando una sonrisa.
Me había reconocido. Una buena señal. No tenía conmoción.
- Te merecías bastante más. Esta noche, en Viella, te invito a una copa. ¿Aceptarás tomar un trago con un cincuentón?
Movió la cabeza sin dejar de mirarme fijamente.
- Voy arriba, al camino, y regreso con ayuda.
- No me deje, por favor. No me deje.
- He de hacerlo. Yo solo no puedo sacarte de aquí. ¡Ánimo!
Estreché su mano, durante unos instantes, la tuve unos segundos entre las mías, y luego empecé a trepar por la ladera. No era fácil. Resbalaba continuamente por la excesiva pendiente y porque la nieve había comenzado a helarse y mi calzado no era el más adecuado. Tardé quince minutos en alcanzar el camino. Llegué agotado. Probé de hacer una llamada de urgencia desde el camino. El móvil seguía sin funcionar. Era lo normal: esos malditos cacharros fallaban cuando los necesitabas.
Seguí los surcos de la esquiadora de fondo, pero en sentido inverso, descendiendo. Había comenzado a nevar. Me acordé entonces de las predicciones. La tormenta prevista se adelantaba unas horas. El viento aullaba con fuerza entre las ramas heladas de los árboles y levantaba la nieve del suelo formando remolinos cada vez más espesos, auténticas nubes que me cegaban. Los copos caían con fuerza del cielo y tapizaban el camino. Troté. Me deslicé a toda velocidad, hundiéndome hasta la rodilla del pantalón, inundando mi pie de nieve y agua gélida. La nieve caía en espesos copos y una niebla espesa se cernía. El paraje, que era de una belleza inenarrable, mostraba su cara más amenazadora y siniestra. La vida de la camarera dependía de mi resistencia y ello me producía una viva angustia, me hacía recaer sobre los hombros una responsabilidad no deseada, insoportable.
Los surcos de los esquís eran cada vez más débiles. La nieve que caía, copiosamente, uniformaba el camino, borraba su trazo. Al poco tiempo no había huellas, no había camino, sólo una gran mancha blanca, expandida en todos los puntos cardinales, y un bosque interminable que se maquillaba de navidades blancas y por entre cuyas ramas gemía un viento gélido que estaba empezando a congelarme. Resbalé y perdí montaña abajo el bolso en donde iban todos mis carretes impresionados, al poner el pie en un montículo de nieve que cedió. Rugí de rabia viendo como el bolso rodaba como una rueda y desaparecía en las profundidades: adiós a todo el trabajo de estos días. Me detuve a respirar. Hacía frío y la luz se iba. La temperatura estaba cayendo en picado, la noche se echaba encima y la nevada, lejos de amainar, se recrudecía. No tenía ni idea de dónde me encontraba; de lo único de lo que estaba seguro era de que me había perdido.
Hice una última llamada con el móvil. Alguien me cogió la llamada. El cuerpo de bomberos de Viella. Pero cuando iba a dar mi posición aproximada, algún punto entre el Portillón y el Clot de Baretges, se encendió la luz de que la batería se había agotado y se cortó la comunicación.
- ¡Mierda! ¡Mierda de cacharro! ¡Maldita sea!
El teléfono vuela por el aire y queda sepultado en la nieve. Los copos lo cubren, enseguida. Busco un buen tronco y me siento. Apoyo la espalda y miro como nieva a mi alrededor. Luego desenfundo la cámara de fotos, me enfoco y disparo. Es una imagen sonriente. Dicen que los que mueren de frío lo hacen riendo. Riamos.

FIN

jueves, 4 de diciembre de 2008

Crisis

La botella de leche

La primera vez que oyó la palabra crisis estaba dando el biberón a su bebé. Un locutor se desgañitaba avisando de los posibles efectos de la huelga de camioneros. Ella sonreía ajena a las alarmistas palabras, enredando sus dedos en la rubia pelusilla de Elsa. Pocos días después, una mujer la amenazaba con su cuchillo para arrebatarle la última botella de leche que quedaba en el supermercado. Elsa seguía llorando de hambre mientras su madre se desangraba en el suelo.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Una estufa en Bélgica

Recuerdo aquel invierno, nunca viví otro igual, no solo por el frío, que azotaba mi rostro sureño con especial encono, de aquella ciudad gris de Bélgica, sino por el muchacho que conocí en el autobús. Cada día lo veía subirse en mi misma parada, él no aparentaba sufrir las inclemencias del invierno, aunque su cara también aparecía enrojecida algunas mañanas. Andaba desenvuelto, no encogido como yo, que parecía una berenjena arrugada, oculta tras capas y capas de jerséis, abrigos y bufandas. Empecé a maquillarme al tercer encuentro, como entre tanto paño lo único que se veían eran mis mejillas y los ojos, insistí en la sombra y el rimel, dotando mi mirada de una intensidad desconocida, que hasta a mí logró impresionarme.

A la segunda semana ya me desenvolvía con el francés y empezamos a saludarnos, supe entonces que era ruso y que, como yo, estaba allí con una beca de estudios. Acabamos hablando en inglés junto a la estufa de su apartamento, un artefacto gris, desconchado, que funcionaba con gas butano. Según Mijail la había introducido de incógnito, pues la casera parecía empeñada en que se helaran con la tenue e insuficiente calefacción central.

Ahora, que han pasado más de veinte años, apenas distingo sus facciones, el azul de sus ojos se desvanece en mi memoria, pero recuerdo con gran nitidez la calidez de aquella estufa, que siempre me incitaba a desprenderme de mis telas de cebolla.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Silencio


Silencio, en el bramar de las olas.
Sólo silencio
En el negro cayuco, lleno de negros.
Silencio.

Extraño silencio, no llegan aquí
los ecos de las voces
que discuten su futuro,
que hablan de fronteras,
vallas y espino,
mientras ellos mueren
de sed y hambre,
rodeados de silencio.

Malditas bocas calladas
de grandes hombres
que no dicen nada.
Silencio, si no hay petróleo
sólo hay silencio.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Está nevando!!!!!!!!!!


La mañana empezó, como todos los domingos, con la cama llena de niños, cosquillas, risas y peleas en broma. Cuando por fin conseguimos levantarnos nos esperaba una sorpresa: estaba nevando. Gruesos copos de nieve que se deshacían al chocar contra el suelo mojado por la lluvia nocturna. A estas latitudes no estamos habituados a la nieve, Juanma ni siquiera recordaba la última vez. Irene si se acuerda de lo bien que lo pasamos tirándonos bolas de nieve en el solar de enfrente, hace dos años, cuando hicimos esta foto al parque.

Ahora ya ha parado, en el pueblo no ha llegado a cubrir, pero la sierra se adivina nevada tras las espesas nubes que la cubren, los olivos cercanos parecen adornos de chocolate sobre un pastel de nata.

Cuando Juanma vio como se precipitaban los copos de nieve, me dijo con los ojillos brillantes de emoción: "son trocitos de nube, que se están cayendo ¿verdad mamá? Y yo asentí, no se me hubiera ocurrido mejor forma de describirlos.

viernes, 28 de noviembre de 2008

El Jardín. JUAN MANUEL DE SOUSA



A Juanma lo conocí personalmente este año en la entrega de premios de Canal Literatura, en Murcia, aunque ya habíamos intercambiado palabras e historias por el foro de El Desván. Y confirmé en persona lo que ya atisbaba a través de sus palabras. Juanma es grande en todos los sentidos, en simpatía, en amabilidad, en sensibilidad y físicamente..., tuve que ponerme de puntillas para poder saludarlo con dos besos. Es joven, muy joven pero en su literatura nos da muestras de su inmenso potencial.


Aquí os dejo su presentación y uno de sus relatos, espero que os guste.

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Juan Manuel Rodríguez de Sousa cursa la carrera de Historia. Dedica el resto de su tiempo a la escritura y poesía.
Vive en la provincia de Málaga, en un municipio turístico de primer orden: Torremolinos. Él cree que la multiculturalidad que se respira en su ciudad (inmigrantes y turistas) y el contraste entre las viejas casas y los modernos, altos y feos edificios han estimulado de alguna manera su creación literaria. No sabe cómo.
Le encantan los libros, no sólo leerlos, sino oler su aroma, sentir el tacto de las hojas, observar las miles de letras tan arrejuntadas unas con otras.
Sus otras aficiones son la música y el cine. Ambas ocupan un lugar privilegiado en su agenda y se confiesa tan admirador de estas artes como de la literatura. Tiene la costumbre de dibujar con un lápiz mágico. Hace menos de un año inauguró su blog, allí muestra algunos de sus poemas, cuentos, críticas y otros textos. Además, están acompañados de una sinopsis artística que ameniza y enriquece la visita. O al menos, eso pretende él.
Entre sus autores de prosa preferidos, figuran Gabriel García Márquez y Antón Chéjov. En poesía es fiel admirador de Antonio Machado, del que considera el máxime partícipe de su amor hacia los versos y las palabras.
Esta dualidad de poesía y prosa obligan a dudar al joven -poeta y escritor- del camino a elegir. Por ahora circula entre los dos, y así mismo desearía que, en un futuro, ambos se mantuvieran siempre unidos, igual que saltaría un niño de charco a charco en un día de lluvia; pero siempre sobre una misma ruta: la escritura.
http://sinopsisdelarte.blogspot.com/






"Si cerca de tu biblioteca, tienes un jardín, no te faltará de nada"
CICERÓN

Título: El jardín

Cuando cayó la noche, se abrió el crepúsculo pálido de cada mañana urbana. Las farolas, las aceras y los ladrillos se esfumaron. Cierro el paraguas y lo introduzco en un jarrón inmenso. El periódico mojado queda descansando en un escalón mientras me voy a la ducha para quitarme el ácido mortuorio de la lluvia externa. Una estufa oxidada me espera en la sala de estar. Los libros se apretujan entre estanterías largas y cortas, estrechas y anchas, rectas y racionales; inclinadas por el peso que sustentan; absurdas. Miro un título: El Jardín de los Cerezos. Buena época para leer a Chéjov. Las gotas estallan en los cristales de los ventanales. Fuera, se ve todavía la noche, se siente lejana pero sigue allí. Camino hasta colocarme al borde de una especie de precipicio. Mi nariz roza el frío vidrio. Mi boca dibuja con vaho algún sentimiento apagado, mis ojos miran al frente y se detienen. Allí está el Jardín de la Casita, donde siempre, desde niña, desde adolescente, desde que fui desposada y desde que ocurrió aquel suceso. Allí compartí los besos maternales, la ilusión de las primeras excursiones al zoo, la dedicación que le daba para fabricar mi nuevo herbolario. Fueron los primeros besos y la salida más inmediata y fácil para escapar cada vez que me encerraban en aquella caja de cemento. También fue una vía de entrada cuando regresaba a casa más tarde de lo acordado. Y ahora, ahora llevo más de veinte años sin pisarlo y sentir sus hojas. La edad me detectó alergia a aquellas flores, al polen, a la tierra. Desarrollé una alegría verdaderamente aterradora. Quizás también la repulsa de sentir otras épocas y notar las arrugas; el paso del tiempo. Los médicos me aconsejaron que abandonara aquel sitio, pero yo insistí en construir un muro de acero y cristal para que ni una mota traspasara de un lado a otro. No solamente un muro material. Contemplar las estrellas no era lo mío, aunque así pude observar aquel jardín todos los días sin el inconveniente de los efectos secundarios, logré sentirme todavía niña y muchacha cuando sólo me restaban dos telediarios.

No suelo pensar en la muerte; pero al mirar las hojas recuerdo el terror de mi marido en sus ojos, el miedo a dejarme sola en esta vida. Nunca le perdonaré haber fallecido en aquel jardín. Nunca. Por un momento, el ronco ruido de un motor inunda el espacio. La bobina de un coche asusta a los perros: es como un infarto en medio de hojalatas desgastadas. Escribo una nota. Pienso en todo lo que perdí. Quizás esta mañana sea la adecuada. Sé que pronto vendrá el jardinero, siempre tan puntual. Tan callado. Este mismo mes, el banco me ha comunicado que no podré continuar pagándole, tampoco conseguiré pagar la eterna hipoteca. Una vieja con hipoteca, soy patética. Siempre quise vivir como la típica anciana que invita a todo el mundo a tomar té con pastas. O a comerse unos donuts con Cocacola Light. El problema es que aquel deseo de olvidar sin querer hacerlo, aquel deseo de revivir aquel jardín de todos los días agotó todo, lo desnutre y me llevan a la ruina porque nunca olvidaré aquel suceso. Los pobres no pueden permitirse una depresión de caballo, volverse locos, ser esquizofrénicos porque después deben pagar los importes. Al final, el intento por sobrevivir, aunque sea a expensa de la demencia, ha resultado el causante de mi propia destrucción.

Ahora deberé vender la casa, y con ella el Jardín de la Casita. Seguramente echarán todo abajo para construir un pequeño bloque de sofocados apartamentos y, seguramente, me aconsejarán que compre alguno de ellos y guarde el dinero restante en una cuenta bancaria. Es divertido hablar de problemas económicos cuando los morados, el rosa, el blanco se confunde con la lluvia y lo hacen todo tan borroso. Es como instalar un Monet en medio de un frío y pobre cubículo de plástico y luces fosforescentes de una interminable planta de oficinas. Algo parecido al final de El Jardín de los Cerezos: “Sonido moribundo y triste, semejante al de la cuerda de un instrumento al romperse. Se hace el silencio, escuchándole solo, como a lo lejos, en el jardín, el hacha golpear sobre el árbol”.
Ese será el final de mi jardín, lo sé. Hay que ser racional. Y la razón también me dice que no merece la pena vivir para contemplar el horror y la presión de la construcción y del progreso. No vale la pena. Sólo hay una solución que arregle la melancolía, la vejez y los problemas económicos, y aquel deseo que durante veinte años la salud me ha negado.

Quiero abrir la puerta, es un suicidio, tengo plena conciencia de ellos, pero ya no me queda nada, es más, ya casi no me quedan los recuerdos. El postillo está echado y no es posible abrirlo, por ahora. La llave está escondida. La familia cuida de que siempre esté a salvo, mas yo conozco el escondite, lo encontré hace algún tiempo. Me callé y disimulé fácilmente ya que mis hijos me encuentran más chocha de lo que yo creía; es una señal.
Recuerdos putrefactos, instantes derretidos. Miro al frente. Las hojas parecen descansar de la lluvia, ha escampado. La decisión está tomada. Se oye el crujido de mis pisadas en el césped. Un llanto asfixiado y, junto a mi marido, corto de raíz una rosa negra. Él parece mirarme, pedirme perdón. Yo le acallo colocándole mi índice sobre sus labios. Coge una manta de buganvilla y me la echa por encima. Al fin, me dice: has vuelto a casa.

Me encontrarán acariciando las flores, y leerán la simple nota que les dejé torpemente como último deseo: esparcir mis cenizas muy lejos de aquí para que nunca pueda sentir el acero golpear sobre las flores, las hojas y la tierra.

jueves, 27 de noviembre de 2008

El camino



El camino que se inicia
me lleva a ti,
a tus ojos que me miran,
a tus brazos que me abrazan,
a tu piel que me destila
en licores exquisitos
Que beberás hasta el alba.

El camino que yo busco
me lleva a ti,
a tus labios que me besan,
a tus manos que me tocan,
dibujándome el alma
con colores infinitos
que pintarás hasta el alba.


El camino que yo elijo
me lleva a ti,
a tu cuerpo que me acoge,
a tu lengua que me atrapa,
enredada en la mía,
madreselva que me agarra,
atada a ti hasta el alba.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Sueños de agua


El agua que inundaba la calle arrastraba innumerables objetos, que allí, fuera de su contexto habitual, se tornaban inútiles y extraños. Vio pasar una muñeca anoréxica con la pierna derecha amputada; seguida por una agenda de piel marrón, hinchadas sus hojas interiores a punto de estallar dejando escapar citas y teléfonos. La silla de plástico serigrafiada con publicidad de una conocida marca de cerveza se balanceaba peligrosamente, amenazando con abalanzarse contra el primer obstáculo que osara cruzarse en su camino, fue un contendor de basura el que detuvo sus inquietudes, dejándola anclada en un rincón de la calle.

El hombre miraba curioso desde la acera, el gorro calado hasta las orejas, abrigo largo y raído, barba de varios días y frío en los huesos. Observaba los objetos que pasaban ante él, arrastrados por la sucia corriente. De pronto, uno de ellos llamó su atención, se acercaba más lentamente y su volumen era mucho mayor que los anteriores, cuando estuvo más cerca pudo comprobar que se trataba de un colchón, pensó que se ajustaba a su necesidad de posarse sobre el agua, así evitaría mojarse. Tomó impulso y saltó sobre él. Ahora el agua formaba surcos alrededor de la masa cuadrada, obstinada aún en arrastrar el conjunto de muelles y goma espuma, pero el peso del hombre se lo impedía. Allí quieto, acechaba tranquilo a su presa.

En ese momento una mujer de mediana edad se detuvo en la acera y observó curiosa la escena. Sin duda se trata de un mendigo, pensó, que no quiere renunciar a su única pertenencia. Doña Elisenda, con su chaqueta de corte amplio y falda de tubo, parecía salida de una película de los años sesenta, su bolsito colgado de la muñeca y unas pestañas postizas que hacían sombra sobre sus ojillos vivaces. Sus amigas, unas arpías con las que compartía cafés y partidas de mus, solían llamarla doña Laca, tal era su afición por el untuoso líquido. No podía soportar un mechón fuera de lugar, su peinado lograba mantenerse impecable hasta en los más adversos días de viento; Su ropa ofrecía el mismo aspecto almidonado, pasada de moda aunque cuidada y bien planchada. Sin embargo, en el rostro las arrugas dibujaban un mapa de acritud que ni las oligoesferas de su crema hidratante lograban suavizar. Allí plantada, con el bolso fuertemente apretado entre sus manos, miraba absorta cómo se recortaba la figura del vagabundo sobre el colchón. El resto de la gente caminaba apresurada a su lado; un joven la golpeó ligeramente con el codo al pasar, llevaba el pelo engominado y piercings repartidos por todo el rostro. Doña Elisenda lo miró con desasosiego, e incrementó la presión sobre su bolso. Enseguida se olvidó de él, su mente andaba ocupada en otros menesteres; trataba de dilucidar la verdadera personalidad de aquel hombre, había oído muchas historias sobre los harapientos desheredados que vagaban por la ciudad. Según éstas, muchos de ellos escondían, tras su aspecto desastrado, un brillante pasado. Y aquel guardaba cierta apostura, a lo que contribuía su elevada estatura y su aspecto enjuto. Sin lugar a dudas la barba le avejenta, pensó doña Elisenda; pero eso se arregla con un buen afeitado, Una buena chaqueta de paño le conferiría el aspecto de un señor respetable; conocía un sastre que hacía trajes a medida, a veces acompañaba a Carlos y lo había visto hacer milagros con los cortos brazos y la barriga prominente de su hermano. Decididamente lo llevaría a aquella pequeña sastrería de Ernesto, que sabría corregir todos los defectos, los hombros un poco caídos, aquellos brazos tan largos, la espalda más bien encorvada; todo puede arreglarse con una buena chaqueta. En los delgados labios de la mujer se dibujó algo parecido a una sonrisa de satisfacción, pero que acabó convirtiéndose en el rictus de amargura acostumbrado.

Doña Elisenda pasó a imaginar los secretos que ocultaban las mugrientas ropas del mendigo, qué hecho ignominioso le habría llevado a aquel estado. Le gustaba la idea de creerlo un joven millonario que se arruinó por su afición al juego y a las mujeres, o quizás un maduro corredor de bolsa que perdió hasta las cejas en una inoportuna inversión. O tal vez fue por un desengaño amoroso, la mujer de su vida lo abandonó por otro, dejándolo tirado como un perro y eso le llevó a la bebida.

Él seguía inalterable sobre el colchón, en apariencia ajeno al exhaustivo examen al que estaba siendo sometido.

Con la firme decisión de sacar al vagabundo de su desastrosa vida y convertirlo en el marido ideal dándole una segunda oportunidad, sonrió satisfecha; se sentía bien, una buena samaritana. Y si de paso ella salía de su soledad y dejaba de ser la eterna solterona, mejor que mejor. Podría presumir de marido ante esas malas pécoras que decían ser sus amigas.

El hombre levantó la cabeza y fijó la vista en ella, como si ya supiera que la encontraría allí, sus miradas se cruzaron y doña Elisenda constató que la del desconocido era verde como el agua estancada de las fuentes. La mujer de repente sintió sed, notó su garganta áspera, resquebrajada como el fango abrasado por el sol, notó que su cara se cuarteaba, miró las manos que se secaban cual sarmientos de vid. Fue consciente de que se deshacía bajo la glauca mirada del mendigo. Trató de apartar la vista, pero sus ojos no la obedecían, tan resecos y fijos en aquellos otros ojos. Notó cómo crujían sus huesos, el dolor se dispersaba en tantos puntos de su cuerpo que era incapaz de ubicarlo en una parte concreta. Su último pensamiento fue para la laca y la capa de ozono; qué tontería se dijo, mientras caían sus pedacitos y salpicaban antes de deshacerse en el charco que se estaba formando a sus pies.

El hombre observó el fenómeno sin pestañear, el lugar de doña Elisenda lo ocupaba ahora otro gran charco que la gente esquivaba al pasar. Después fijó su vista en el colchón y suspiró, no se sentía orgulloso de su trabajo, pero alguien tenía que hacerlo. Su misión consistía en robar el agua a las personas; su madre, la Naturaleza, le había confiado el encargo. Por otra parte, nadie echaría de menos a aquella egoísta y egocéntrica mujer.
** Relato publicado en el libro del II Concurso una imagen en mil palabras, editado por la Asociación Cultural Ars Creatio (Torrevieja-Alicante). Año 2008.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Encuesta de opinión




Siempre me he preguntado a quién harían todas esas encuestas con las que nos bombardean cada día en los informativos. Y es que esto de las encuestas me llama la atención, la investigación de mercados era una de mis asignaturas favoritas en la universidad, y más de una vez deseé secretamente que algún día alguien llamara a mi puerta y me hiciera uno de esos larguísimos cuestionarios. Por eso, cuando un día sonó mi teléfono y me pidieron unos minutos para realizar una encuesta, acepté encantada. Por fin alguien quería saber mi opinión. Esta primera vez me preguntaron por el tipo de música y de emisoras de radio que me gustaba escuchar, fue un poco largo, pero me sirvió para recordar los viejos tiempos en los que yo diseñaba mis propios cuestionarios.
En la siguiente, el estudio versaba sobre las dietas de adelgazamiento, me encontré fuera de juego, nunca he sido capaz de seguir una dieta, ni siquiera lo he intentado, pero contesté lo mejor que pude. Aquí empecé a sospechar que una vez que atiendes el teléfono para estos estudios de mercado te fichan (eso de la ley de protección de datos es una quimera) y ya te llaman para preguntarte por cualquier cosa.
Lo último ha sido una encuesta de opinión sobre la situación social, política y económica de España y el mundo en general. Esta vez me he sentido verdaderamente importante. Estas son de las que salen en los telediarios: “El 80% de los encuestados considera que la situación de España empeorará en el próximo año” y cosas así; y yo seré una de las personas que componen ese 80%. Lo cierto es que el futuro no se presenta demasiado halagüeño, la economía ha entrado en recesión, el consumo ha disminuido, la bolsa está por los suelos, los bancos no sueltan un euro ni por equivocación… Son los ciclos de la economía, eso también lo estudié en la universidad, a un periodo de crecimiento sobreviene otro de recesión, esperemos que éste no sea demasiado largo, porque siempre lo sufren con mayor intensidad aquellos que menos recursos tienen.

martes, 18 de noviembre de 2008

Libro III Certamen Narrativa IES Ventura Morón

Desde estas páginas quiero presentaros el libro electrónico que ha publicado la editorial Publicatuslibros.com y que recoge una selección de relatos del III Certamen de Narrativa Breve del I.E.S. Ventura Morón. La ganadora del certamen fue Teresa Núñez González, una escritora con reconocida trayectoria literaria. En total fueron 95 relatos los presentados y 25 los que se recogen en este libro. Entre ellos podeis encontrar "El motorista", que fue el cuento que yo envié a este certamen. Desde aquí quiero dar las gracias a Paco Gómez Escribano http://www.pacogomezescribano.com/ por la labor que está realizando, promoviendo y apoyando a nuevos escritores.


Este libro se puede descargar gratuitamente en la siguiente dirección:

http://www.publicatuslibros.com/bibliotec/libro/iii-certamen-literario-de-narrativa-breve-revista/





lunes, 17 de noviembre de 2008

Todavía algunas veces huele a sangre


Todavía algunas veces huele a sangre. Es una aroma dulzón, que atrae a las moscas hasta mi casa, se agolpan en la ventana. Las miro embelesada a través del cristal, a salvo de sus molestos revoloteos. Ansiosas por libar su néctar preferido me miran amenazantes, con sus cientos de ojillos microscópicos, pero me mantengo firme en la decisión de no dejarlas entrar. Regreso al salón para seguir raspando la tarima de madera, debo eliminar la mancha; no vaya a volver Ernesto y decida castigarme de nuevo por mi torpeza. ¡Ah no, si la mancha es suya! Yo sólo le golpeé con el martillo en la cabeza.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Máquinas automáticas


Las máquinas está ahí para facilitarnos la vida o no. A mí me la complican, más bien. Yo soy un poco torpe y despistada, por eso me gusta el contacto humano, tener a alguien a quien poder preguntar una y otra vez si es necesario. El otro día llegué a Hacienda y busqué con la vista al funcionario que daba los números para las distintas mesas, pero no estaba. En su lugar, más o menos a la misma altura había una cosa cuadrada, más alta que yo, gris y amenazadora con multitud de botones. La miré de soslayo, volví a buscar a alguien que me indicara, pero al final comprendí que tendría que utilizar aquella máquina. Como no quiero parecer torpe, pulsé con premura el primer botón que ponía Certificados, obtuve un papel con un número: el 17; trato de localizar la mesa diecisiete pero no la veo por ningún sitio, un poco angustiada me siento en la sala de espera, hasta que pronuncian mi número y la mesa a la que tengo que dirigirme. Una vez allí un amable funcionario, que me mira con cierta suficiencia, me indica que tengo que pulsar otro botón: Certificados FNT. Vuelvo a obtener otro papelito, más confiada espero a que me llamen. Ya con mi contrato firmado para poder descargarme el certificado digital, me voy hacia el parking y me dirijo hacia la máquina de pago, meto la tarjeta, por una vez no me equivoco, introduzco las monedas y espero. Pero no sale nada. Espero unos segundos más. Alguien me toca por detrás. "Faltan cincuenta céntimos", me dice una amable chica. Introduzco el dinero que falta un poco avergonzada y salgo disparada hacia el coche sin mirar hacia atrás. Las máquinas no se me dan nada bien.

jueves, 13 de noviembre de 2008

¿Qué es la Literatura?


En Canal Literatura se han embarcado en la dificil tarea de encontrar una definición para el término Literatura y a la vez intercambiar experiencias sobre nuestra relación con ella: Libros que hemos leído, cómo nos decidimos a escribir, etc.
Desde que Mercedes me habló de esta iniciativa no para de darle vueltas a la cabeza, pero siempre se me dio mal definir las cosas, aún sigo buscando mi versión. Hoy he recibido una invitación directa desde Canal Literatura así que me pondré las pilas y prometo tener algo en breve.
Si te parece interesante, puedes añadir la información a tu blog y avisar a tus amigos y amigas para darles la oportunidad de expresarse. Aquí está el enlace al Foro.


Por cierto, si te gusta la poesía, puedes entrar y votar a tus poemas favoritos del IV Certamen de Poemas Sin Rostro que organiza esta asociación.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Descubriendo el mundo perdido: Cuevas del Campo


La primera foto es la última del día. Nos dirigíamos de vuelta a casa y la luz del atardecer convertía las aguas tranquilas del pantano en un espejo, que duplicaba la magnitud del cerro de Jabalcón. La luna se bañaba en el agua, dotando de magia aquel magnífico espectáculo. Paramos para tratar de captar la belleza del momento, sólo conseguimos unas humildes fotografías.
Este paisaje me sabe a prehistoria, al origen de los tiempos, cuando los hombres aún no sabían definirse como tales. Despierta en mí ese instinto perdido, la necesidad de fundirme con la naturaleza olvidando que soy un animal racional y dejarme llevar por el poder de los colores, el rojo de la tierra erosionada, el suave azul que forma pequeñas olas de espuma en el pantano o el verde de un pinar que, no por ser repoblado, deja de tener su encanto.

Por la mañana todo fue más ligero, más divertido, aunque subyacía un aire de misterio que embargó a nuestro singular grupo de exploradores. Cuatro niños, nueve adultos y un perro de ciudad empeñados en descubrir el mundo perdido. Un mundo que transita a la orilla de un pantano, entre pinos y barrancos.

¿Y qué es lo primero que se puede hacer ante una enorme acumulación de agua? Sin duda, tirar piedras, los niños disfrutaron como locos y los adultos como niños, viendo como el simple acto de coger una piedra y lanzarla genera un ruidoso impacto y unas ondas elegantes.





Después continuamos rodeando el pantano, este año más vacío de lo normal. Los esqueletos de unos árboles nos abren paso en su singular cementerio, que me hace pensar que los excesos también matan, pinos que han perecido ahogados, sepultados por la crecida de las aguas y que ahora resurgen como soldados desarmados, sin recursos para librar una última batalla por la vida. Almas secadas por el agua.




Una lengua de barro solidificado se nos atraviesa en el camino, miramos hacia arriba y en una pared vemos formas extrañas, subir allí es como conquistar un castillo enemigo y así se lo toman nuestros pequeños soldados que victoriosos nos saludan desde arriba. Lucía, Irene, Juanma y Paula son nuestros atrevidos conquistadores.




A lo lejos divisamos una isla, en realidad es una península, está unida a la tierra por una estrecha línea. Nos aprestamos a explorarla, a hacerla nuestra. Quizás sea la isla del tesoro, quién sabe, en esta tierra pueden pasar cosas mágicas. Cuando llegamos a ella observamos decepcionados que no hay nada interesante, sólo árboles moribundos, espera, sí, hay algo… unas magníficas vistas del pantano, rodeados de agua tenemos la sensación de estar subidos en un barco pirata.

Cansados nuestros ojos del azul templado del pantano, miramos hacia atrás y se nos plantea una nueva aventura, escalar un barranco para así regresar en menos tiempo a nuestro punto de partida. En este punto del camino hemos dejado atrás un poco de lastre (que nadie se ofenda) quedamos cinco adultos y los cuatro niños, que demuestran así que son inagotables. La subida es escarpada, pero el riesgo nos atrae.
Llegamos arriba sanos y salvos, atravesamos unas llanuras con pequeños pinos repoblados, cruzamos un barranco y por fin nos reencontramos con el resto de la expedición. Aún les quedó gana de bajar hasta el pantano una vez más y subirse a un pequeño embarcadero.
Wally, nuestro perro de ciudad, escaló como un jabato por las paredes de piedra, ante los gritos y aplausos de mi cuñada Paqui, su ama, que lo miraba asombrada.
Después regresamos a casa, donde la abuela se había esmerado para prepararnos unas migas con chorizo, pimientos fritos, torreznos, y no sé cuantas cosas más, a cual más rica y menos digestiva.

El final ya lo sabéis, esa misma tarde volvimos para Alcaudete, pero el trayecto duró un poco más de lo normal, el tiempo que necesitamos para espiar a la luna mientras se bañaba desnuda a los ojos del sol, la muy descarada, en un pantano que es azul pero se llama Negratín.

Calcetines disparejos


La conocí un martes en la cola de la pescadería. Ya la había visto en otras ocasiones por el barrio pero nunca cruzamos palabra, sólo breves miradas de reconocimiento. Me llamaba la atención su manera descuidada de vestir, descubrí que usaba calcetines de distinto color y llevaba la ropa sin planchar. Sin embargo, iba muy maquillada, los ojos repintados y los labios muy rojos.

Compró medio kilo de boquerones, un cuarto de calamares y unas almejas. Pagó, buscando con dedos torpes en la cartera, y se marchó. Me di cuenta de que se había dejado una bolsa y corrí tras ella. Cuando la toqué por detrás se estremeció y se volvió con mirada de loca. Juraría que tuvo miedo de mí.

Desde ese momento la observé más de cerca, pude comprobar que vivía en el bloque de enfrente, en el segundo piso. La luz estaba encendida hasta altas horas de la madrugada. No tenía hijos, ni familia. Miraba a un lado y a otro de la calle antes de abandonar el portal. Caminaba sobresaltada, a veces despacio, a veces a saltitos. Regresaba pronto a casa, nunca más de una hora fuera.

Una tarde vi como alguien la seguía, ella venía con su trotecillo nervioso, la mirada baja y un par de bolsas en las manos. Olvidando sus precauciones, entró sin mirar hacia atrás. Él era un hombre alto, corpulento que avanzaba a grandes zancadas. No sé porqué pensé en Caperucita y el Lobo. El sujeto se detuvo a varios pasos, anotó el número y se marchó con una sonrisa lobuna en el rostro. Sentí miedo.

Durante días viví con esa escena en la cabeza, decenas de veces pensé en acercarme hasta su piso para contarle lo que había visto. Pero nunca lo hice. Me dio vergüenza, pensé que me consideraría una loca, que no era asunto de mi incumbencia. Me puse tantas excusas que acabé por convencerme de que hacía lo correcto. Es tan cómodo mirar hacia otro lado.

Una semana después vi su foto en el periódico, otra víctima de la violencia de género, decía el titular. La sangre le cubría el rostro y el cuerpo, pero dejaba a la vista sus calcetines disparejos.