Alcaudete
imaginado: Las caballerizas del Castillo
Aquella cena prometía ser inolvidable, las
caballerizas del Castillo Calatravo se ofrecían como el mejor lugar para pedirte
que te casaras conmigo. Reservamos con suficiente tiempo para una fecha muy
especial, las Fiestas Calatravas, justo en el segundo fin de semana de julio.
Buscaría el momento adecuado, cuando el hipocrás, el vino con especias que
servían en la comida medieval, me diera el último empuje para pedirte que dejaras
a tu marido y que ligaras tu destino al mío de forma definitiva. Con la excusa
de un mareo repentino, saldríamos fuera y, con la Torre del Homenaje de fondo, te
suplicaría que me hicieras la persona más feliz del mundo aceptando mi
proposición.
Nuestra relación clandestina no ha sido
fácil, supongo que tampoco lo sería la vida de los monjes en aquel castillo,
siempre asediado; envuelto en luchas por defender una frontera que pasaba de un
bando a otro una y otra vez. Estas guerras fronterizas dejaban tras de sí cientos de víctimas,
personas inocentes que tan solo querían vivir, más bien sobrevivir, en un mundo
hostil. Así me he sentido muchas veces en mi vida, dentro de una lucha
continua, ganando algunas batallas, perdiendo otras. Al otro lado de una
frontera invisible más infranqueable que los muros del Castillo. ¿No te parece
a ti, Sofía, que hemos combatido como verdaderos soldados?
Llegó el día. Estabas preciosa con aquel
traje de época, verde como tus ojos de gata salvaje. Marcaba el cuerpo que yo
tanto deseaba, el que soñaba cada noche. Él te llevaba de la mano, pero yo sabía
que solo tenías ojos para mí. Bajo aquellos techos abovedados impregnados de
historias no siempre amables, me sentía con la fuerza suficiente para
enfrentarme a todos. Mi brazo sujetaba la espada que haría trizas la
incomprensión con la que el resto del mundo vería nuestra relación. Una espada
forjada en noches de insomnio, en las que solo podía pensar en ti. No me
resultaba fácil regresar a mi cama tras nuestros encuentros, fría como una
noche de enero, donde otro cuerpo ocupaba el que yo quisiera que fuera tu lugar.
Heladas deberían ser, también, las
madrugadas a la falda del castillo, a la espera de una rendición que, a veces,
tardaba meses. Nunca, nadie, consiguió entrar por la fuerza en el Castillo de
Alcaudete. Nunca, nadie, logrará romper las murallas que protegen nuestro amor.
Tendremos que luchar como los monjes
calatravos, aunque tengo la seguridad de que ellos nunca habrían peleado por
nuestra causa. A aquellas caballerizas que ahora nos acogen con la luz tenue de
las antorchas, regresaban los caballos, exhaustos por esfuerzo realizado. En
las mesas, los manjares medievales nos trasladan a otra época. Entre risas,
disfrutamos tomando los alimentos con las manos: no hay cubiertos. Unos actores
interpretan la leyenda de la Fuente Zaide, narran las desgracias de un amor
clandestino, como el nuestro. Te prometo que no acabaremos igual. No habrá
muertes ni llantos, quizás algún grito, una discusión, insultos que no nos harán
daño. Nadie decide de quién se enamora, no se elige, no se escoge. El amor
crece hasta en los campos más baldíos. En nuestra boda estarán prohibidas las
lágrimas, y no invitaremos a la gente que nos señale con el dedo. Solo sonrisas y pétalos de rosa nos acompañaran en
el paseo nupcial.
Ha llegado el momento. La luna se ha
vestido de plata para la ocasión. Encerradas tras la puerta de las
caballerizas, han quedado las voces de nuestras parejas y del resto de los asistentes
a la cena. En mi mano derecha tiembla la cajita del anillo. No me pongo de
rodillas, sería muy engorroso con esta ropa. Acaricio tu pelo y digo las
palabras que tantas veces he soñado:
-
Sofía, ¿te
quieres casar conmigo?
Y tu voz, que se ha vuelto de seda, que
ha transformado tus palabras en mariposas que recorren el espacio y el tiempo
con una terrible lentitud, me responde.
-
Es lo que más
deseo en esta vida, María José.
Cogidas de la mano regresamos a las
caballerizas, donde nos esperan los postres y nuestros maridos, con los que, antes
o después, tendremos que hablar.