miércoles, 17 de enero de 2018

Alcaudete imaginado: Las caballerizas del Castillo



Alcaudete imaginado: Las caballerizas del Castillo

Aquella cena prometía ser inolvidable, las caballerizas del Castillo Calatravo se ofrecían como el mejor lugar para pedirte que te casaras conmigo. Reservamos con suficiente tiempo para una fecha muy especial, las Fiestas Calatravas, justo en el segundo fin de semana de julio. Buscaría el momento adecuado, cuando el hipocrás, el vino con especias que servían en la comida medieval, me diera el último empuje para pedirte que dejaras a tu marido y que ligaras tu destino al mío de forma definitiva. Con la excusa de un mareo repentino, saldríamos fuera y, con la Torre del Homenaje de fondo, te suplicaría que me hicieras la persona más feliz del mundo aceptando mi proposición.
Nuestra relación clandestina no ha sido fácil, supongo que tampoco lo sería la vida de los monjes en aquel castillo, siempre asediado; envuelto en luchas por defender una frontera que pasaba de un bando a otro una y otra vez. Estas guerras fronterizas  dejaban tras de sí cientos de víctimas, personas inocentes que tan solo querían vivir, más bien sobrevivir, en un mundo hostil. Así me he sentido muchas veces en mi vida, dentro de una lucha continua, ganando algunas batallas, perdiendo otras. Al otro lado de una frontera invisible más infranqueable que los muros del Castillo. ¿No te parece a ti, Sofía, que hemos combatido como verdaderos soldados?
Llegó el día. Estabas preciosa con aquel traje de época, verde como tus ojos de gata salvaje. Marcaba el cuerpo que yo tanto deseaba, el que soñaba cada noche. Él te llevaba de la mano, pero yo sabía que solo tenías ojos para mí. Bajo aquellos techos abovedados impregnados de historias no siempre amables, me sentía con la fuerza suficiente para enfrentarme a todos. Mi brazo sujetaba la espada que haría trizas la incomprensión con la que el resto del mundo vería nuestra relación. Una espada forjada en noches de insomnio, en las que solo podía pensar en ti. No me resultaba fácil regresar a mi cama tras nuestros encuentros, fría como una noche de enero, donde otro cuerpo ocupaba el que yo quisiera que fuera tu lugar. Heladas deberían ser, también,  las madrugadas a la falda del castillo, a la espera de una rendición que, a veces, tardaba meses. Nunca, nadie, consiguió entrar por la fuerza en el Castillo de Alcaudete. Nunca, nadie, logrará romper las murallas que protegen nuestro amor.
Tendremos que luchar como los monjes calatravos, aunque tengo la seguridad de que ellos nunca habrían peleado por nuestra causa. A aquellas caballerizas que ahora nos acogen con la luz tenue de las antorchas, regresaban los caballos, exhaustos por esfuerzo realizado. En las mesas, los manjares medievales nos trasladan a otra época. Entre risas, disfrutamos tomando los alimentos con las manos: no hay cubiertos. Unos actores interpretan la leyenda de la Fuente Zaide, narran las desgracias de un amor clandestino, como el nuestro. Te prometo que no acabaremos igual. No habrá muertes ni llantos, quizás algún grito, una discusión, insultos que no nos harán daño. Nadie decide de quién se enamora, no se elige, no se escoge. El amor crece hasta en los campos más baldíos. En nuestra boda estarán prohibidas las lágrimas, y no invitaremos a la gente que nos señale con el dedo. Solo  sonrisas y pétalos de rosa nos acompañaran en el paseo nupcial.
Ha llegado el momento. La luna se ha vestido de plata para la ocasión. Encerradas tras la puerta de las caballerizas, han quedado las voces de nuestras parejas y del resto de los asistentes a la cena. En mi mano derecha tiembla la cajita del anillo. No me pongo de rodillas, sería muy engorroso con esta ropa. Acaricio tu pelo y digo las palabras que tantas veces he soñado:
-          Sofía, ¿te quieres casar conmigo?
Y tu voz, que se ha vuelto de seda, que ha transformado tus palabras en mariposas que recorren el espacio y el tiempo con una terrible lentitud, me responde.

-          Es lo que más deseo en esta vida, María José.

Cogidas de la mano regresamos a las caballerizas, donde nos esperan los postres y nuestros maridos, con los que, antes o después, tendremos que hablar.

martes, 16 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: La Semana Santa




Alcaudete imaginado: La Semana Santa

Cada año, desde hacía más de diez, esperaba con ilusión que llegara la Semana Santa. Maldecía las veces en las que se retrasaba y tenía que aguardar hasta bien avanzado abril. No era por vestirme de nazareno ni por ver procesionar las hermosas imágenes que albergaban las iglesias y conventos de Alcaudete. Los días previos, sentía la necesidad de salir a correr, de perderme por los carriles de la Sierra Ahillos mientras trataba de recordar cómo era su rostro. No me había atrevido a sacarle ninguna fotografía, ni mucho menos a pedírsela. Tan solo el azul intenso de sus ojos permanecía con fuerza en mi memoria, me traía el recuerdo del mar, ese que a veces contemplaba en los veranos.
Siempre la encontraba durante la representación del Paso de Abraham, en la Plaza. Nada más verla, sentía que los edificios giraban alrededor de ella, que era el único centro de aquel universo de personas que contemplaban entre devotas y divertidas la representación de uno de los episodios de la pasión de Jesús, en las voces afectadas de actores ocasionales. Llevaba un vestido blanco y rebeca azul, el pelo sujeto con un pasador del mismo color, como hubiera querido vestirse a juego con su mirada. Me quedaba prendado de ese aire retro que desprendía su figura. En cuanto ella aparecía, el mundo dejaba de existir. Ya no veía la fachada engalanada del ayuntamiento ni su reloj ni sus escalones de piedra. No existía el Arco de la Villa ni las casas señoriales de fachadas ocres. Había desaparecido la antigua ermita de la Aurora y los macetones de flores del centro de la plaza. Mi mirada se clavaba en su figura, mientras la suya parecía ensimismada en la representación. En ese momento me sentía feliz porque la tenía un buen rato quieta, para mí solo. Podía observarla sin temor, me situaba a una distancia prudencial y dejaba que mis ojos se extasiaran en su belleza.
Antes del Viernes Santo, la buscaba en el recorrido de las distintas procesiones, pero nunca la encontraba. Intentaba localizar su intensa mirada azul tras la capucha roja de los nazarenos  de la Borriquilla en el Domingo de Ramos, la Borriquilla como solemos llamarla. O bajo la verde o granate de El Huerto y Nuestra Señora del Rosario, el Lunes Santo.  El Martes me afanaba en descubrirla tras los pasos de San Juan Evangelista, el Cristo de la Columna, la Virgen de la Amargura o el Cristo de la Agonía. Llegaba cansado a un miércoles en el que las procesiones se sucedían sin clemencia alguna: Virgen de la Piedad, Cristo de la Misericordia y la Virgen de las Lágrimas. También la buscaba entre la gente que contemplaba con devoción el paso de las imágenes. En esos momentos, me hubiera gustado ser como ellos y no estar obsesionado con la figura de una muchacha de la que no sabía nada, que tan solo veía una vez al año y que ocupaba mis pensamientos todos los días de mi vida. El Jueves Santo observaba los pasos, ya casi sin esperanza: Santísimo Cristo de la Expiración, Señor de la Humildad, Nuestra Señora de la Antigua, Jesús Cautivo y la Virgen de las Nieves. Me sentía agotado por mi Vía Crucis particular, por mi persecución a una imagen pagana, que no me aportaba consuelo ni descanso.
Por fin llegaba el Viernes Santo, cada año esperaba el momento con una mezcla de desazón y alegría, temía que no se presentara a nuestra cita, que me dejara plantado bajo el balcón de la plaza donde se representaba el Paso de Abraham. Antes había recorrido el resto de los pasos, sin éxito alguno. Pasada la representación, ella se perdía entre la gente. Por más que intentaba seguirla por la calle Llana, me era imposible. Cuando por fin podía avanzar entre el gentío, mi musa ya había desaparecido. No me daba por vencido y me iba al encuentro de las procesiones que salían ese día: San Elías, Nuestro Padre Jesús Nazareno, la Santa Verónica, la Virgen de los Dolores, y por la noche, el Santo Entierro y la Soledad. El sábado descansaba en mi casa, ya dada por perdida mi misión de búsqueda. El Domingo de Resurrección conseguía reunir fuerzas para buscar entre nazarenos y devotos su amado rostro. Cuando se encerraba el paso en la iglesia de San Pedro, yo me iba a enclaustrarme en mi habitación para sufrir en silencio mi mal de amores.
Esta Semana Santa será distinta, he renunciado a verla, pronto cumpliré treinta años y en mi vida no ha existido otra mujer aparte de ella. Mi madre me mira preocupado, soy hijo único y siempre quiso ser abuela. No iré a ver el Paso de Abraham, ni la buscaré como un loco entre la gente que visita Alcaudete. Me he propuesto olvidarla, sellar su recuerdo en un apartado oscuro de mi memoria. Creo que mi madre ha notado el cambio, mi sonrisa más amplia, la mirada menos tensa. Me pide que la acompañe a visitar a una amiga suya que emigró a Barcelona. Sus padres decidieron irse tras una desgracia familiar, no quiere entrar en detalles. Nada más llegar a la casa, noto un escalofrío. Huele a humedad y a tragedia. Una anciana se mece tranquila en el zaguán, al abrigo de unos rayos de sol que atraviesan el hueco de la puerta, la mirada perdida. Mi madre y su amiga se abrazan. Las dos pasan ya de los cincuenta, pero en sus risas encuentro un deje infantil, como si los recuerdos compartidos las rejuvenecieran. Las dejo que charlen mientras contemplo las fotografías que adornan las paredes. Algunas ajadas por el tiempo y la humedad que suelen acumular las casas cerradas. Creo que me voy a morir cuando veo un retrato de ella. Lleva el mismo vestido blanco, la misma rebequita azul, la misma mirada intensa. Trago saliva, el suelo ha dejado de ser consistente bajo mis pies. Necesito unos minutos para recuperarme. Por fin, logro reunir suficiente aire para preguntar: ¿quién es esa chica? La amiga de mi madre se acerca y mira con devoción el cuadro. Era mi hermana, murió hace muchos años. Nunca lo olvidaré, fue un Viernes Santo, se desmayó en la plaza viendo el Paso de Abraham y no despertó. Por eso llevábamos tanto tiempo sin venir en estas fechas, mi madre no podía soportarlo. Ahora ya no se entera de nada, tiene Alzeheimer.

lunes, 15 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: El Arco de la Villa

Alcaudete imaginado: El Arco de la Villa

Antes de esa noche, Elena pasaba todos los días con su Ibiza bajo el Arco de la Villa sin prestarle demasiada atención. No reparaba en su belleza, ni en la antigüedad de las piedras que lo componían. Permanecía allí desde siempre, recortando la calle General Baena con el Castillo al fondo o la casa de balcones amarillos de la Plaza 28 de Febrero, según desde donde se mirara. Alguna vez había escuchado que era la puerta de entrada al recinto amurallado de la antigua ciudad medieval.
La noche en cuestión era sábado y el reloj del Ayuntamiento marcaba las doce. Tras la cena de Navidad con los compañeros de trabajo, su coche se había quedado parado justo debajo del Arco. Por más que lo intentó, no consiguió que arrancara. Llamó a la puerta del edificio de la policía municipal, que estaba justo al lado, pero no recibió respuesta. Regresó al bar en busca de ayuda, ya habían echado el cierre y no quiso molestar. La plaza estaba desierta, en el mes de enero las puertas se cierran y la gente disfruta del calor de sus casas, al abrigo de los problemas ajenos. Buscó el teléfono móvil en su bolso, y maldijo entre dientes cuando comprobó que estaba sin batería. No podía avisar a su marido, ni a la grúa. Decidió esperar a que apareciera otro coche, no dudaría en prestarle ayuda, pues estaba obstruyendo la calle. Se metió dentro del vehículo y se arrebujó en el abrigo. A pesar del frío, el cansancio acumulado durante la jornada hizo que se quedara dormida.
La despertó el sonido de un claxon, provenía de un sedán negro de alta gama. Elena salió y se acercó a la ventanilla de cristales tintados. La golpeó con cierta delicadeza. En un primer momento no obtuvo respuesta. Como si el conductor del coche dudara qué hacer. Por fin, el cristal bajó y la mujer pudo verlo. Dio un respingo cuando comprobó que el hombre que estaba al volante llevaba un traje de caballero medieval y una máscara que le ocultaba casi todo el rostro. Solo dejaba a la vista unos labios gruesos y una barba bien recortada. Le pidió, casi le ordenó, que subiera a su coche. Ella lo pensó un instante, apenas unos segundos, y obedeció. Sintió una atracción tan fuerte que hacía que todo aquello le pareciera lógico. Por eso, no le extrañó que el sedán pasara bajo el Arco de la Villa atravesando su Ibiza, como si estuviera fabricado con aire. Ni que iniciara la empinada cuesta que llevaba al Castillo. Tampoco consideró raro que aquel tipo la ayudara a bajar y le pidiera que la acompañara a la torre del homenaje. Notó que le costaba andar, que algo trababa sus pies. Miró hacia abajo y en vez de su minifalda de lentejuelas encontró un vestido de raso verde que le llegaba hasta los tobillos. Aquello no podía estar pasando. El vino de la cena la había afectado y estaba teniendo visiones. Si solo había tomado cerveza sin alcohol… Entonces es un hermoso sueño, pensó, y se dispuso a disfrutarlo. Le quitó la máscara al hombre y descubrió unos inquietantes ojos verdes, una nariz recta, una frente despejada. Sintió deseos de besarle y así lo hizo. Era su sueño, luego no tendría que dar explicaciones a nadie, ni siquiera a su marido. El caballero la cogió en brazos y la llevó hasta su alcoba. Lo que sucedió después ella no logra visualizarlo con claridad, pero se estremece cada vez que lo recuerda. Hay sueños que parecen tan reales…
Cuando despertó seguía dentro de su Ibiza, un policía municipal trataba de llamar su atención golpeando los cristales, desde fuera no podía ver nada, pues estaban empañados. Elena le explicó lo que había pasado, probó a arrancar el coche para demostrarle que estaba averiado, pero el motor se puso en marcha al primer intento. Ella enrojeció, la tomarían por una estúpida. Metió la marcha y se dirigió a su casa. Lo que no te pase a ti, le dijo su marido en tono burlón cuando le contó lo sucedido,  y regresó a la cama. Ella se quedó levantada, no tenía sueño. Además, recordaba al caballero y echaba de menos sus caricias, ¿y si su marido notaba algo? Qué tontería, pensó, solo ha sido un sueño. Decidió olvidarse de todo, buscó el móvil en el bolso para ponerlo a cargar y al sacarlo, un pequeño sobre de color sepia cayó al suelo. Lo abrió, dentro había una tarjeta escrita con letra primorosa:
Pasaré a recogerte el próximo sábado,
 bajo el arco, a la misma hora.


domingo, 14 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: El río Víboras

Alcaudete imaginado: El río Víboras

Antes de que un seis de julio mi infancia cambiara para siempre, ya me preguntaba si los ríos podían sentir. Lo hacía cuando estaba sumergido en el Víboras, en alguno de los pocos remansos donde quedaba agua suficiente para poder bañarse. En aquellos años, finales de los setenta, el río formaba parte de nuestras vidas. Entonces, no había tantas piscinas y muy pocos podían permitirse unas vacaciones en la playa. Las madres se sentaban en la orilla para vigilar a sus retoños, con un tarro de Nivea en las manos, crema que hizo las funciones del bronceador hasta que a las tiendas de Noguerones llegaron productos más específicos.
La corriente ejercía una atracción fatal sobre nosotros, y nos gustaba disfrutarla a solas. Ese día decidimos escaparnos de la vigilancia de las madres, yo no tenía problema, porque la mía nunca estaba allí. Y no sabía si sentirme feliz o desgraciado, un poco de atención no me hubiera venido mal. Antonio era el más valiente de la pandilla, el que siempre tomaba las decisiones, y de él fue la idea de caminar río abajo en busca de un buen lugar para atrapar peces con las manos o tirarnos de cabeza desde una piedra. Los demás lo seguimos sin rechistar, ya había demostrado en varias ocasiones que era el más fuerte del grupo y nadie quería arriesgarse a llegar a casa con la nariz rota. Caminamos un buen rato por el lecho del río, pero no conseguimos atrapar ninguno de los escurridizos barbos que se atravesaron en nuestro camino.
Éramos seis y creíamos estar preparados para todo.
No para lo que surgió delante de nosotros a volver un recodo del río. Era el remanso más grande que habíamos visto nunca y ninguno recordaba haber estado allí ni que nadie le hubiera hablado de él. El agua parecía chocolate, como si alguien hubiera estado removiendo el limo del fondo con un palo gigante. En un primer momento nos sentimos felices, nuestro arrojo iba a tener su recompensa, allí podríamos disfrutar del baño sin que nadie nos molestara. El primero en lanzarse de cabeza fue Antonio. Aplaudimos y gritamos con entusiasmo, hasta que nos dimos cuenta de que tardaba demasiado en salir del agua. Esperamos varios segundos en tensión, pero su cuerpo no emergía a la superficie. Temiendo que se hubiera golpeado con una piedra, nos sumergimos en su búsqueda y tanteamos por debajo del agua, sin resultado alguno.
Ahora sólo éramos cinco. Cinco niños asustados que no sabían que hacer. Por mucho que buscábamos, nuestro amigo no aparecía. Asustados ante aquel hecho inexplicable, llegamos a la conclusión de que nos estaba gastando una broma, que se había ido nadando por debajo del agua hasta llegar a algún punto fuera de nuestra vista. Decidimos regresar, confiados de que en la presa nos encontraríamos a un Antonio burlón, que se reiría de nosotros por ser tan ingenuos. No fue así. Antonio nunca volvió de aquel remanso que se lo había tragado, como el pez grande se come al chico.
Acompañamos a los adultos para tratar de localizar el remanso, pero fue imposible dar con él. El río apenas llevaba agua suficiente para formar charcos pequeños. Sin embargo, a pesar de que nadie nos creía, nosotros estábamos seguros de haberlo visto y de que nos habíamos sumergido en él. Hubo quien nos señaló como culpables, pero la inocencia de nuestros ocho años y el miedo que se nos reflejaba en los ojos, disiparon cualquier sospecha.
El tiempo, que no todo lo cura, pasó. Los padres de Antonio murieron envueltos en la tristeza de no poder recuperar el cadáver de su hijo y los otros cinco niños aventureros nos convertimos en adultos tristes. Tras el suceso, sin darnos cuenta, nos alejamos los unos de los otros y nos fuimos integrando en otras pandillas.  Sin embargo, una fuerza extraña nos llevaba a reunirnos el seis de julio de cada año, el  mismo día que Antonio desapareció. La primera vez nos encontramos allí por sorpresa, cada uno llegó sin saber nada del resto. Caminamos río abajo hasta el lugar donde vimos el remanso y allí estaba. Enorme y chocolateado parecía mirarnos burlón, como diciéndonos que ya nadie nos creería. Comprendimos entonces que los ríos pueden quedarse con lo que quieran y escupir a la orilla lo que les desagrade.
Y al Víboras le había gustado la fuerza y el coraje de nuestro amigo Antonio.

viernes, 12 de enero de 2018

Alcaudete imaginado: La Fuente Amuña




Alcaudete imaginado: La fuente Amuña
Despertó con un tremendo dolor de cabeza. Al abrir los ojos, los primeros rayos de un sol de primavera lo deslumbraron. Tardó unos segundos en comprobar que no estaba solo, un rostro de mujer lo observaba con atención, sus ojos eran negros e intensos, con destellos de luz intermitentes, como una noche de tormenta. Se incorporó con dificultad, la cabeza le daba vueltas. Miró a su alrededor y comprobó que estaba en la Fuente Amuña, por su mente pasaron las  horas anteriores, el alcohol y las risas de las chicas. Ahora, allí no quedaba nadie de sus amigos, tan solo aquella muchacha extraña que vestía de una forma muy rara. Blusa blanca de manga corta, falda de vuelo hasta los tobillos y unas sandalias rústicas. Con una mano sujetaba un canasto lleno de ropa a su cintura, en la otra llevaba una tabla que le recordaba a la pila de lavar que había en su casa.
—¿Quién eres? —preguntó el chico.
—Eloísa me llaman, ¿y tú?
—Victor.
—¿Victor qué?, ¿cuál es tu apellido?
—Ah, no me gusta mi apellido, ¿tengo que decírtelo? Vale. Te lo diré, me llamo Victor Ahumado, ¿a que es raro?
La chica enmudeció, su rostro se había ensombrecido y una tristeza antigua acudió a sus ojos. De pronto, soltó lo que llevaba en sus manos y acarició el rostro de Victor, que la miraba asombrado.
—Te pareces mucho a él—dijo por fin—, su misma nariz, sus mismos labios…
—¿Quién es él? —preguntó Victor con cierto incomodo, no le había gustado que lo comparara con otro.
—Mi novio.
—Ah, tienes novio. Por cierto, ¿por qué vistes de esa forma?, ¿vas a un concurso de disfraces?
—No, visto así todos los días cuando vengo a lavar a la fuente. Disculpa, creo que debo explicarte algo.  Vengo del pasado, soy una aparición.
—¿Una aparición? —preguntó el chico asombrado.
—Sí, un fantasma, creo que es así como lo llamáis ahora.
Víctor la miraba con asombro, desde luego era una chica extraña, pero de ahí a que se tratara de un fantasma…. Alargó la mano y rozó su brazo, suave y consistente. No, no podía ser.
—Puedo materializarme o volverme invisible.
Nada más decir esto su contorno se fue desdibujando, su piel se difuminaba hasta desaparecer. Víctor creyó que iba a desmayarse.
—Quiero contarte algo—dijo Eloísa que, poco a poco, recuperaba su aspecto inicial—Sabía quien eras antes de preguntarte. Lo sabía desde anoche, desde que te vi llegar con tus amigos. Solo puedo aparecerme una vez al año, coincidiendo con el día de mi muerte. Ese día yo había venido a lavar, ese era mi oficio, la mejor lavandera del pueblo decían que era, y las familias más nobles contrataban mis servicios. Mientras lavaba esperaba a tu bisabuelo, se llamaba Victor, como tú. Nos encontrábamos allí a escondidas, pues sus padres no me consideraban buen partido. Soy el espíritu dolido de una persona y estoy aquí para resarcir mi buen nombre. Durante muchos años he acudido a esta fuente para encontrar a Víctor primero, luego a alguno de sus descendientes y, hasta hoy, la suerte no me ha sonreído. Mi novio, mi amor, se enfureció conmigo, creyó que me había suicidado y no me lo perdonó. Nunca regresó a la Fuente Amuña por eso no pude explicarle lo que había pasado.
Eloísa se calló. En sus ojos habían aparecido unas lágrimas traicioneras.
—Lo siento—dijo Victor, que seguía sin salir de su asombro.
—Yo no me suicidé, me arrebataron la vida de una forma cruel y rastrera, para después simular que había sido un suicidio y que ni siquiera mi alma pudiera descansar en tierra santa. Dos hombres me golpearon y me ataron, luego me colgaron de ese árbol, y así fue como me encontró mi madre. Más tarde supe, porque cuando estás muerta puedes colarte en todos sitios, que los había mandado su padre, tu tatarabuelo.
Víctor la miraba sin saber qué decir. A su alrededor la primavera dibujaba un paisaje idílico, de la fuente brotaba agua en abundancia, los pájaros piaban, el césped resurgía de las cenizas del invierno y, sin embargo, una tristeza gris lo empañaba todo.
—Tengo que marcharme, he cumplido mi misión—dicho esto, le dio un beso y desapareció, esta vez de forma instantánea.
Víctor nunca pudo olvidar aquella aparición, trató de convencerse de que solo había sido un sueño, sin embargo, regresó cada veinte de abril a la Fuente Amuña con la esperanza de encontrar a Eloísa. Ella no volvió a aparecer.

jueves, 11 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: Antiguo Hospital de la Misericordia


Alcaudete Imaginado: El Antiguo Hospital de la Misericordia

Sabía que aquel edificio era especial desde el primer día que empecé a trabajar allí.  Aún no tenía conocimiento de que anteriormente había sido hospital, escuela y consultorio médico, apenas llevaba unas horas en Alcaudete.  Fue cruzar la vieja puerta de madera y sentir el aliento de una mujer en mi nuca y su aroma a colonia antigua, que tenía la intensidad del jazmín recién cortado. Miré hacia atrás, pero no había nadie, solo un sol ceniciento que rebotaba en la fachada blanca y se estrellaba contra los adoquines de la calle. Subí por las escaleras, asida a la baranda de madera, pues la presencia me había conmocionado, y notaba que mis piernas temblaban y me hacían perder el equilibrio.
Mi despacho estaba situado en la primera planta, desde la ventana podía ver el patio trasero, unas chumberas, un trozo de muralla y lo más alto de la torre del castillo. Me sentí bien allí, casi había olvidado esa brisa que perturbó mi llegada, quizás solo había sido un mal presentimiento. Los primeros días todo transcurrió con normalidad. Por las mañanas, justo al llegar, antes de conectar el ordenador, subía las persianas amarillas de las ventanas de la fachada principal, que daban a la calle Carnicería. Durante unos segundos contemplaba el cerro del Calvario y la Sierra Ahillos, como si buscara en ellos la fuerza necesaria para afrontar la jornada.  
No sucedió nada especial hasta el primer día que me tocó trabajar por la tarde. Estaba sola y anocheció pronto.  “El invierno se alía con los espíritus”, era una frase que solía repetir mi madre en aquella estación. Al poco de llegar, empezaron los ruidos. Eran pequeños golpes que venían del piso de arriba. Subí las escaleras sin miedo, ya apenas recordaba ese aliento en la nuca del día de mi llegada. Creía que los sonidos que había escuchado podían provenir de algún gato callejero. Una mañana, al abrir la puerta, había saltado uno por el hueco de las escaleras, sobresaltándome y provocándome una sonrisa de alivio al descubrir que solo era un felino que había pasado allí la noche.
El segundo piso estaba dividido en dos grandes salas de techos abuhardillados y una pequeña antesala con varios expositores. En uno de ellos había algo que llamaba poderosamente mi atención: una vitrina con instrumentos ginecológicos, me habían contado que en aquel edificio, cuando todavía era un hospital, habían nacido muchos niños. Descubrí, asombrada, que estaba abierta y que algunos de ellos habían desaparecido. De pronto, los golpes se reanudaron, ahora con más intensidad, provenían de la sala de la izquierda, la que estaba adaptada como aula de formación en simulación de empresas.
Empecé  a sentir miedo. El miedo es algo extraño, se manifiesta de distintas formas, hay gente que se queda paralizada, a otros les da por correr, hay quien se orina encima o quien se vuelve agresivo.  A mí me da por cantar, no puedo evitarlo. Así, que sin más, empecé a entonar una canción de Nino Bravo que tenía almacenada en algún remoto rincón de mi mente: “De día viviré pensando en tu sonrisa, de noche las estrellas me acompañaraaaaaaaaaaaaan…”
Entonces ocurrió algo que me obligó a callar. Alguien me llamaba por mi nombre desde el otro lado de la puerta. Intenté entrar, pero estaba cerrada. La llamada parecía más bien una súplica. Así que bajé las escaleras en busca de la llave del aula. Ni siquiera paré a reflexionar sobre lo que estaba haciendo, aquellos gritos desconsolados habían despertado en mí el deseo de ayudar. Cuando abrí la puerta, en un acto reflejo, se me abrió también la boca. En vez de los ordenadores, las mesas de despacho, los paneles y las pizarras que componían el aula, me encontré con una hilera de camas, con blancos cabeceros de forja, todas vacías menos la primera. Allí yacía una mujer embarazada. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y me pedían suplicantes que la ayudara. Bajo su cama se estaba formando un charco, grité cuando comprendí que era de sangre.
Yo sabía que los fantasmas existen. Me lo había contado mi madre cuando era pequeña, ella solía verlos continuamente, por eso no estaba más asustada aún. Y supe que en aquel edificio había fantasmas desde el primer día, aunque intenté obviarlo y traté de centrarme en mi trabajo burocrático.  Y ahora estaba allí, frente a una mujer etérea, que se abrazaba a su barriga como si quisiera evitar una gran desgracia. Una desgracia que había ocurrido muchos años atrás.
¿Qué podía hacer? Sabía que aquello no era real, pero la mujer seguía sufriendo.  Me pedía que salvara a su niña, “estoy segura de que será niña, yo voy a morir, pero tienes que salvarla a ella”, me suplicaba. Recordé entonces que mi madre siempre me decía que la mejor forma de espantar a un fantasma era aceptarlo, creer en su existencia. Ese día yo pude comprobarlo. Traté de consolarla con palabras dulces. Acaricié su pelo inexistente, sequé sus lágrimas de polvo y poco a poco, tal como había llegado, fue desapareciendo. Salí del aula, apagué las luces de la segunda planta, después de comprobar que todo el instrumental médico había vuelto a su sitio, bajé a mi despacho y con la firme decisión de abandonar aquel trabajo lo antes posible, empecé a redactar mi renuncia. Sabía que aquello se repetiría, que los fantasmas no desaparecerían, pues en pocas ocasiones encuentran a personas como yo, que pueden verlos y entenderlos. Eso también me lo había dicho mi madre.
Aún tardé un par de semanas en marcharme, les di tiempo a mis jefes para que buscaran a otro técnico en asesoramiento empresarial y ponerlo al tanto de los asuntos pendientes. Unos días antes de irme, una señora entró a la antesala de mi despacho mirándolo todo con curiosidad, “cómo ha cambiado esto” me dijo. Y yo sentí un escalofrío al ver sus ojos. “Yo nací aquí” continuó, “hace más de medio siglo. Pobrecita mi madre, que murió al dar a luz”. Dicho esto, sus ojos se inundaron de lágrimas y entonces lo entendí todo, aquellos ojos eran idénticos a los de la mujer embarazada. 

miércoles, 10 de enero de 2018

Alcaudete imaginado: El calvario


Alcaudete Imaginado: El Calvario

Siempre que Clara discutía con su madre, algo que últimamente sucedía a menudo, se iba al Calvario. Subía por el camino contando las cruces que encontraba, como si necesitara comprobar que seguían siendo las mismas, que no se había producido ninguna variación desde la última vez. Alguien le había dicho que tener trece años no era fácil, que el cuerpo cambia y la mente más, que te haces un lío contigo misma y odias a quien deberías querer. Quizás era eso lo que le pasaba con su madre.
 No paró hasta llegar al refugio antiaéreo, se subió encima de él y desde allí contempló el magnífico espectáculo que le ofrecía la Sierra Ahillos, después se fue girando hasta encontrarse con el Castillo. Como siempre, soñó con ser una princesa medieval. Al poco rato, bajó y se sentó sobre una piedra. A su alrededor el paisaje era verde, moteado de florecillas blancas y amarillas. Los colores de la primavera estallaban rabiosos. Allí arriba todo parecía más hemoso. De pronto, una voz masculina la sacó de su ensoñación.
—Hola, ¿puedes ayudarme?
Clara se dio la vuelta y se quedó de piedra cuando vio al propietario de la voz que la había sobresaltado. Era un chico joven, de ojos azules y sonrisa perfecta, pero no fue eso lo que llamó su atención, sino sus ropas. Vestía un uniforme de soldado muy viejo y desgarrado por algunas partes, incluso se apreciaban unas manchas oscuras que podrían ser de sangre.
—¿No me has oído? Te preguntaba si puedes ayudarme. Tengo que encontrar al jefe del destacamento para darle un mensaje. Es urgente.
—Sí, te he oído, pero no sé a quién buscas, aquí no hay nadie.
—¿Han abandonado la posición? ¡Imposible!
—No entiendo nada de lo que dices, supongo que me estás gastando una broma, y no sé por qué estás disfrazado si no es carnaval.
—¿Disfrazado? No te entiendo…
—Pareces recién salido de la Guerra Civil. Hace poco vi una película e iban vestidos igualitos que tú; los rojos, los que perdieron.
—¿Cómo dices? ¿Una película…? ¿Perdimos…?
—Vale, no me rayes más, no estoy para bromas.
El chico no la escuchaba, en ese momento miraba con asombro las antenas de telefonía que estaban instaladas al lado de la pequeña ermita blanca. Después su vista se fijó en el Castillo y exclamó.
—¡Parece otro! Está más nuevo.
—Lo ha rehabilitado el ayuntamiento, yo estuve hace poco con mi clase. ¿Cuánto tiempo hace que no vienes por aquí?
—Solo dos semanas, desde abril y, no sé, todo está distinto. ¿Puedes explicarme qué ha pasado?
Una idea absurda empezaba a tomar forma en la mente de Clara, aquel soldado parecía salido del pasado, sabía que eso era imposible, pero no podía dejar de pensarlo, así que le preguntó:
—¿Sabes en el año que estamos?
—Claro, no soy tonto, en el 38.
La chica notó que la tierra se movía bajo sus pies, o aquel muchacho estaba mal de la cabeza o había regresado del pasado. No sabía qué le daba más miedo.
—No, nada de eso, estamos en el 2012, la guerra acabó hace tiempo, más de setenta años.
El soldado se sentó a su lado, abatido. Para corroborar sus palabras, Clara le enseñó su móvil. A él le resultó muy extraño, nunca había visto un reloj como ese, cuadrado y lleno de imágenes que podían moverse a un solo toque de la chica. Hablaron un buen rato, Clara le explicó lo mejor que pudo, la Historia no era su asignatura favorita, lo que había pasado en todos aquellos años. Él le dijo que se llamaba Evaristo Gutiérrez Mesa y que lo habían reclutado cuando cumplió los dieciséis años, que no sabía muy bien el por qué de aquella guerra, que aún no había matado a nadie y que esperaba no tener que hacerlo. Cuando terminaron de hablar el sol ya se ponía a sus espaldas, incendiando el horizonte. Clara le dijo que tenía que marcharse. Evaristo la miró con desconsuelo, ¿puedo ir contigo?, le preguntó con voz apagada. Ella asintió con la cabeza, aunque no sabía cómo le explicaría a su madre que volvía tan tarde y con un chico del pasado. Bajaron el sendero en silencio, tan solos acompañados por el sonido del viento entre los pinos, como un susurro de voces de otros tiempos. Clara llegó a su casa y, cuando se volvió para invitar a pasar a Evaristo, no encontró a nadie. Había desaparecido.
Días después, buscó el nombre de aquel chico en Internet. Evaristo Gutiérrez Mesa había muerto en uno de los bombardeos de 1938, en la zona del Calvario, a la edad de diecisiete años.







martes, 9 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: La campaña de la aceituna


Alcaudete Imaginado: La campaña de la aceituna

Juana se mueve con lentitud, el barro que se acumula en la suela de sus zapatos le impide andar con normalidad. A la voz del manijero, corre en busca del fardo. Mientras coloca la lona alrededor del árbol, echa de reojo una mirada a sus manos, duras y resecas como la corteza de los olivos, y piensa en sus rodillas coloradas, hechas un puro callo de arrastrarse por el suelo.
A Juana le duele la cintura, los tres embarazos han dejado huella en su cuerpo, y los brazos, y los tobillos atrapados en el barro. Pero lo que más le duele son los sueños perdidos.
En el pueblo comentaban que bailaba muy bien, que se movía como una artista de cine, de las de Hollywood. Hasta poco antes de casarse se imaginaba subiendo al avión que la llevaría a América. Se lo decía a sus amigas con voz frívola, quitándole importancia, pero el deseo anidaba en su interior, incluso un día llamó a Iberia para preguntar por el precio del billete.
Paco, su novio, se encargó de borrar aquellos sueños locos. Si al principio le seguía la corriente, incluso la animaba a prepararse para su futuro triunfo en el espectáculo, en cuanto se prometieron y se vio con la suficiente autoridad, le prohibió hablar de tonterías, que trae mejor cuenta dar la entrada para un piso que gastar los ahorros en un billete de avión a ninguna parte, ¿qué sabía ella de Hollywood y los artistas?
Hace frío, a Juana se han quedado heladas las orejas, la nariz le gotea y se la limpia con un pañuelo de papel. El ruido de las máquinas le impide conversar con los compañeros. Le gustaba más antes, cuando en el campo se podía hablar sin el estruendo de las varas mecánicas, ni las sopladoras,… Otros inviernos, aún con el cuerpo cansado, había lugar para las charlas, las bromas, los chascarrillos… Echaba de menos ese ritmo pausado, las mujeres con refajo y la espuerta de esparto en la cadera. El sonido de las aceitunas resbalando por la empinada cuesta de la criba, como si fueran risas de niños en los toboganes, y los sacos tumbados panza arriba en las camadas, animales heridos con manchas de sangre morada.

El ritmo de trabajo ahora es fabril, Juana tiene la sensación de que es una máquina más, una pieza de un engranaje, apenas tiene tiempo de levantar la vista y contemplar la belleza de la fría mañana de invierno.
En la chaqueta lleva el móvil, los auriculares y los cinco décimos que ha comprado para el sorteo de Navidad. Más de cien euros invertidos a espaldas de Paco, que a él no le gusta soñar. A Juana le da igual lo que piense su marido. Este día es un paréntesis en el resto de su vida, una nube que baja hasta el suelo para que ella se suba y pueda pasear cerca de las estrellas, aunque no sean las de Hollywood. Juana tiene otros sueños que han nacido después, conforme sus hijos han ido avanzando cursos y ha comprendido que ya no puede ayudarles con los deberes. No se aplicó mucho en sus años de estudiante, solía embelesarse en sus fantasías de bailarina mientras don Amador explicaba la lección. Ni siquiera acabó  la EGB, sus padres la quitaron del colegio el primer año que repitió, en sexto curso. En el campo nos serás más provechosa, hija mía. Y así fue como, con doce años, ganó su primer jornal como aceitunera. Cuántas campañas se habían sucedido después, cuántas heladas habían curtido sus manos, cuántas espuertas habían doblado su cintura…
El sueño de Juana, ahora, es estudiar una carrera, y en uno de aquellos cinco números que atesora en el bolsillo de su chaqueta, está su realización. De este año no pasa. Sube el volumen a la radio del móvil, los niños de San Idelfonso ya han iniciado sus letanías, sólo es cuestión de aguantar unos minutos más, quizás unas horas; después, todo será diferente para Juana. Y si no lo es, no importa, seguirá soñando.

lunes, 8 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: Fiestas Calatravas


ALCAUDETE IMAGINADO: FIESTAS CALATRAVAS

Elena había elegido un bonito vestido para la ocasión, túnica roja sobre camisa blanca, bien ceñido a la cintura, y había recogido su pelo en un moño de manera que sólo algunos mechones perfilaran su rostro. Retocó el rouge de los labios y estudió el maquillaje. Impecable. Lanzó una mirada apreciativa a sus sandalias doradas de tacón alto, quería estar perfecta para él. La larga espera por fin llegaba a su fin, había transcurrido más de un año desde la última vez que lo vio.
Fue en el segundo fin de semana de 2011, Alcaudete celebraba sus Fiestas Calatravas y ella fue hasta allí de pura casualidad, a instancias de una amiga. Nada más llegar,  Elena se sintió sugestionada por la música y la algarabía que llenaba las calles, cientos de personas vestían trajes medievales y exhibían sus ganas de diversión en un pasacalle multicolor. Siguió la marcha del cortejo hasta llegar a una bonita plaza, pasaron bajo un arco y, a partir de ese momento, tuvo la sensación de entrar en un universo paralelo. Una especie de neblina invisible, pero perceptible a su sexto sentido, envolvía a la multitud y la sumergía en un pasado tan oscuro como atrayente.
Pronto, su amiga desapareció de la mano de un chico moreno muy atractivo que lucía una hermosa capa blanca con la cruz roja de Calatrava. Elena se dejó llevar por la inercia que marcaba el gentío. Sus ojos se llenaron con las mercancías que se exhibían en los puestos: pulseras, anillos, jabones, hierbas medicinales, repostería, juguetes de madera… De pronto se encontró de frente con un hombre, un empujón por detrás la había llevado a sus brazos, cuando levantó la vista, se encontró con los ojos más azules que había visto en su vida. El rubor subió a su rostro y necesitó unos segundos para recomponer su ánimo y disculparse.
No os disculpéis, bella dama, fue culpa mía.
Elena lo miró asombrada, cierto era que iba vestido con traje medieval, cota de malla y espada a la cintura, y que en su rostro lucía una poblada barba, pero eso no significaba que tuviera que expresarse de aquella anticuada manera.
No deberíais andar sola por estos lares, hay demasiados rufianes al acecho. Permitid que os acompañe.
Quizás se trataba de una broma y que el chico sólo fuera un actor contratado por los organizadores de las fiestas. Sin embargo, había algo en él que le hacía auténtico. La forma de moverse, de mirar, de reir,..

Elena se dejó llevar por aquel extraño hombre, caminaron juntos entre la multitud, que parecía apartarse a su paso. La cogió de la mano y subieron hasta el Castillo. La condujo a una sala amplia y le pidió que se cambiara de ropa, para ello le ofreció los vestidos que a tal efecto estaban colocados en una percha. Había más gente allí, parecían personas normales que se afanaban en colocarse los trajes medievales sobre su ropa de calle y reían divertidos por la situación. Luego, todos se dirigieron hacia otra sala de techos ovalados donde había dispuesta una mesa repleta de manjares. La cena era real, el barco construido con melón y jamón podía comerse, como la morcilla, el queso, las uvas y el resto de los apetitosos alimentos que componían el menú. Sin embargo, la situación era irreal y Elena lo sabía, aquel hombre que la miraba con unos turbadores ojos garzos no era de su época.
Cuando terminaron la cena, dieron un paseo por la fortaleza, hasta que, finalmente, subieron a la torre. Todo parecía estar abierto para él, nadie detenía su paso, como si fuera invisible o…,  el dueño del castillo.
A Elena eso no le importaba, ella tenía la consistencia de su mano, el calor de su pecho, notaba la fuerza de su abrazo y el dulzor de sus labios.  Se besaron con la ciudad a sus pies, el viento despeinaba sus cabellos, pero ella ni siquiera lo notaba.

Ahora, en la habitación del hotel, Elena rememora esa noche y se pregunta si todo aquello no fue más que un sueño. El último año ha vivido alimentada por una promesa, la promesa de alguien que ni siquiera sabe si es real o una ilusión. Con el alma en vilo, sale a la calle, el ruido la envuelve, se dirige al lugar de su cita, junto a la iglesia, aparezca su caballero o no, se siente afortunada, durante un año ha saboreado el placer de la espera.

domingo, 7 de enero de 2018


Alcaudete Imaginado: La calle Carnicería

La veía pasar todos los días desde hacía más de un mes. Subía la calle Carnicería con aire ausente, tan sólo preocupada por no enganchar los tacones de sus zapatos en las piedrecillas del pavimento. Cuando llegaba a la altura del Convento de Santa Clara dejaba reposar sus ojos en la fuente y los arbolillos del patio de la entrada, impregnándose de su frescor. A veces, se desviaba para contemplar la fachada de la iglesia, su mirada enredada en las retorcidas columnas salomónicas que parecían ejercer una fuerte atracción sobre ella.
La extranjera no era joven. El tiempo había marcado en su piel unas arrugas profundas, como en la calle el agua había ido arrastrando la masilla que unía las piedras hasta dejarlas descarnadas. No usaba maquillaje, y su pelo rubio blanquecino, mal cortado, se le metía en los ojos constantemente. Había algo en ella que le atraía poderosamente, y no era sólo su marcada diferencia con las otras mujeres del pueblo. Tenía los ojos claros, la piel pálida y un halo de tristeza que iba derramando tras de sí, como una lluvia ácida que corrompía la mañana. Tardó un tiempo en relacionarla con su juventud, con aquellos años locos que vivió en la capital; luego, le fue imposible abandonar la idea de que ya la conocía de antes.
Qué no daría él por hablarle, por disipar esa melancolía, por saciar la curiosidad que le iba quemando por dentro: ¿sería ella? Se limitaba a seguirla a cierta distancia por la calle empinada que la llevaría hasta la plaza del pueblo, al mercado de abastos, su destino final. Por los ojos de ella, que solían detenerse en los edificios, contemplaba con deleite las casas que conformaban la calle, muchas de ellas centenarias. A él, que las había visto desde niño, ya le resultaban indiferentes. Sin embargo, las miradas de ella brillaban de admiración por aquellas fachadas blancas, por aquellos ventanales enrejados, y despertaba en el hombre  una sensación que creía olvidada, el amor a su calle, a su barrio, que le había acogido durante tantos años.
A veces piensa en María, en su esposa difunta. Sentiría celos de su obsesión por la extranjera.  Ella nunca supo de aquella relación, nunca le habló de Helen, la inglesa de piel transparente y ojos de agua que le enamoró como a un loco cuando estaba en Madrid haciendo el servicio militar. Y sabía que era una tontería, pero le gustaba pensar que esa anciana cansada y triste que a diario pasaba por delante de su casa, era la misma chica joven que bailaba desnuda para él en una oscura pensión del centro. Por eso ansiaba el momento de hablar con ella, de recordar aquellas palabras que le enseñó: Darling, my love, …
Han pasado varios días y la mujer no ha aparecido. El anciano se desespera. No sabe dónde vive. Nunca la ha seguido a la vuelta, cuando pasa la fachada gris del convento se asoma para verla desaparecer dejando atrás el Antiguo Hospital de la Misericordia. No le gusta seguirla hasta allí, casi siempre hay gente en la puerta que miraría con curiosidad a un anciano en bata. Si supiera dónde está su casa, si supiera algo más de ella que el sonido de sus pasos sobre las piedras de la calle, si se hubiera atrevido alguna vez a preguntarle algo, cualquier cosa…
Hoy ha vuelto a verla. Al anciano se le ha roto el corazón. No iba sola, una mano pálida y vellosa apretaba la suya, unos pies cansados adecuaban el paso a su paso. La tristeza había desaparecido de su rostro, parecía más joven, más guapa.
Mientras el hombre recogía los pedazos rotos de sus ilusiones, una idea iba tomando fuerza en su cabeza. No, no puede ser ella, se repetía una y otra vez. Imposible, exclamaba en voz alta mientras se reía a carcajadas. No es ella porque está con otro hombre. Y Helen me prometió que me esperaría siempre. ¡Siempre! No importa que hayan pasado más de cincuenta años.

sábado, 6 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: El Castillo


Alcaudete imaginado: El Castillo

La subida hasta el Castillo aparecía iluminada por un sol en apuros, a punto de ser devorado por la línea del horizonte. La oscuridad no preocupaba a Carlos, ilusionado en visitar la fortaleza al abrigo de la noche. Así le costaría menos imaginar que el tiempo había retrocedido, que se encontraba en la Edad Media. El corazón danzaba agitado dentro de su pecho, para calmarse trató de acompasar sus latidos a las marchas de la Semana Santa: Ta, taratata, taratata, tan, tan… Apretó la mano de su padre y notó su propio sudor, se soltó con rapidez para limpiarse la palma en el pantalón. No podía permitir que lo creyera un niño miedoso, pronto cumpliría nueve años.
Las puertas del Castillo Calatravo volvieron a sorprenderlo, se sintió pequeño, un insecto insignificante a punto de cruzar el umbral que conduce a otro universo, a un mundo tan pasado como real, lleno de vidas y muertes, de caballeros y damas, de monjes guerreros… Con sus ojos de chiquillo que quieren comerse el mundo, busca ansioso las piedras esféricas, pruebas irrefutables de que en aquel castillo se habían librado cruentas batallas. Sonrió con satisfacción al comprobar que seguían allí, cerca del aljibe, esperando pacientes para ser lanzadas desde alguna catapulta.
Avanzaron en silencio acortando los metros que les separaban del refectorio. Cuando se adentraron en el edificio, la noche ya se había apoderado del aire tornándolo frío y espeso, casi tangible. La estancia era rectangular, de techos altos y paredes revestidas en piedra; adheridas a ellas, unas antorchas coniformes proporcionaban una luz irreal, mágica.
A Carlos le llegó un extraño olor a aceite quemado. Sorprendido, revisó con la mirada una por una las lámparas para asegurarse de que eran eléctricas.  De repente, se sintió atraído por una figura blanca situada al fondo de la sala. Cuando se acercó pudo comprobar que se trataba de un muñeco vestido con los hábitos de la Orden de Calatrava; sobre el pecho destacaba la cruz roja, flordelisada. Se aseguró de que su padre no le miraba antes de tocar aquellas atrayentes ropas. Fue entonces cuando sucedió lo imposible, el maniquí movió el brazo con agilidad y lo agarró por la muñeca, mientras su boca pronunciaba estas palabras “tengo sed, la jornada se hizo larga, luchamos con brío, el enemigo era fuerte y bravo, pero conseguimos vencerlo”.
Carlos no podía dar crédito a sus oídos, ni a sus ojos. Ante él, el rostro de un hombre, curtido por el sol y las guerras le sonreía. “Venga, jovenzuelo, moved vuestras piernas y traedme vino”, dicho lo cual le pegó un empujón que casi lo tira al suelo. El niño salió corriendo, preguntándose dónde podría encontrar la bebida. Recordó entonces que después de la visita se serviría un aperitivo en las caballerizas. Con sigilo, para evitar que lo descubrieran los camareros, cogió una de las jarras y la ocultó bajo su chaqueta. Regresó al refectorio, ahora el corazón no atendía a razones ni a marchas semana santeras, se le iba a salir por la boca. Su padre seguía charlando con un amigo, ajeno a sus preocupaciones. Entregó el recipiente al monje y dio un paso atrás. En ese momento oyó que lo llamaban y se marchó, sin esperar a que se tomara el vino.
No pudo ocultar los nervios por mucho tiempo y su padre terminó interrogándole; “¿qué has hecho, has roto algo?”. Intentó contárselo, pero las palabras se resistían a salir; por fin pudo decir “el monje ese está vivo”. Su padre lo miró divertido, con una sonrisa de incredulidad en la boca, de todas formas, accedió a acompañarlo. Cuando llegaron ante el maniquí, sólo era eso, un muñeco de manos rígidas e inmóviles, incapaces de sostener ningún objeto. Su padre se alejó riendo mientras repetía “Este niño no va a cambiar nunca”.
Carlos, desolado, busca la jarra de vino, la encuentra casi oculta tras la túnica calatrava y la recoge para devolverla a su lugar, convencido de que todo ha sido fruto de su imaginación. Casi se desmaya cuando comprueba que está vacía y que un pequeño arroyuelo rojo desciende por la comisura de los labios del maniquí.

viernes, 5 de enero de 2018

Alcaudete imaginado: La fuente de la Villa


Alcaudete imaginado: La fuente de la villa

Como todos los días María se acercó a la fuente.Le gustaba contemplar desde allí la casa rosa. Era grande y en su fachada crecían los balcones como las flores en los arriates del parque. Se entretenía contándolos, uno, dos, tres... Al llegar a diez se paraba: no sabía cómo seguir.
Decidió no aprender los números el día que su madre le dijo que eran infinitos, que nunca se acababan. Le pareció inútil aprender algo incompleto, a ella le gustaban las cosas terminadas. Como aquella casa rosada, florecida de ventanas, que la esperaba cada atardecer, cerca de los caños de la fuente. Eran tres y tenían cara. Al principio le daban un poco de miedo aquellas bocas profundas, por donde nunca cesaba de manar el agua. Y la pequeña ventana con rejas, siempre oscura y misteriosa. Pronto se acostumbró a su presencia. Formaban parte de la calle Carmen. Le hacía gracia que una calle se llamara como su hermana. Car-men. Pronunciaba el nombre despacito, y se imaginaba que la fuente se unía a ella, y que su rumor era música que coreaba sus palabras.
Hoy es un día distinto: en su banco, donde suele apoyarse para mirar la casa grande y contar sus huecos, hay una mujer sentada. Es mayor, viste de negro, un pañuelo cubre su cabeza y oculta sus ojos. Aún así María descubre que llora, por las pequeñas sacudidas que sufre su cuerpo, agitado como si temblara de frío o de miedo.
―¿Qué te pasa? ―le pregunta insegura.
La mujer no responde. La mira. En sus ojos no encuentra la sorpresa ni la curiosidad que descubre en los de otra gente cuando se cruzan con los suyos. María sabe que es diferente. Se observa cada mañana en el espejo y no se parece nada a su hermana Carmen. Su madre se lo ha explicado... Algo sobre la edad que tenía cuando se quedó embarazada.
Es diferente, sí, pero le gusta que la gente se lo recuerde a cada instante con sus miradas.
―Tengo treinta años y quiero ser tu amiga―dijo María. Se sentía orgullosa de recordar su edad ―¿Qué haces en mi fuente?
―Espero―contestó la mujer, y su voz sonó líquida como el agua que brotaba de los caños.
―¿Puedo esperar contigo?, ¿Me ayudas a contar los balcones?
―Sólo sé contar hasta diez―dijo la mujer sin muestras de vergüenza ni afligimiento.
―¡Como yo! ―exclamó María, contenta― lo que haremos es que yo empiezo a contar, luego sigues tú, así hoy podré contarlos todos.
―Me encantaría contar balcones contigo, pero tengo sed.
―Bebe de la fuente, mi madre me lo tiene prohibido, pero no pasa nada.
La mujer enlutada se levantó despacio. Sus pies se movían livianos, como si fueran plumas arrastradas por el viento, se acercó a uno de los chorros y dejó que el agua cayera por su cara, y mojara su labios.
La María la observaba con los ojos rasgados y su boquita pequeña. Aquella anciana le caía bien.
―Ven, siéntate a mi lado.
María observó con sorpresa que la anciana estaba de nuevo en el banco, y ella no la había visto regresar. ¡Magia!. Sonrió satisfecha y aplaudió con entusiasmo, cuando iba al circo, disfrutaba mucho con el espectáculo de los magos.
―¿Me ayudarás a contar?―preguntó María, mientras se tumbaba y ponía la cabeza sobre sus rodillas. Así podría ver bien la casa.
―Te ayudaré a marcharte, ya has cumplido tu misión aquí.
―¿En la fuente?
―En la vida
―¿Eres la Muerte? ―dijo, y se arrepintió al instante, no podía ser que aquella anciana amable fuera algo malo.
―Soy tu amiga.
Un sopor intenso invadió a María. Aún presa de aquel sueño pegajoso, trataba de mantener los ojos abiertos, y contaba los caños, que eran tres. Y los balcones: uno, dos, tres... diez.