sábado, 21 de septiembre de 2013

La nieve en el almendro, mi próxima publicación.

Parque de Alcaudete

"Su presente podría ser la mulata. Se llamaba Mariela y pertenecía a un universo paralelo, residía en el otro lado de la ciudad, donde los cuerpos buscan alivio y las almas se condenan. Llegó a ella tras una de las muchas peleas que solía mantener con Matilde; más que peleas, humillaciones a las que ella lo sometía constantemente. Cuando cogió el coche, eran casi las dos de la madrugada y empezó a recorrer calles sin rumbo fijo hasta adentrarse en aquel barrio de mala muerte. Ese día le hubiera gustado desaparecer para siempre, ahogado en el alcohol que iba ingiriendo bajo la indiferente mirada de un barman acostumbrado a arrojar borrachos a la calle como el que le echa azucarillos al café. Entonces, entró ella, tan negra, tan alta, tan excesiva… Sus tacones repiquetearon por el local, los escasos ojos que aún permanecían abiertos se volvieron hacia su figura de ébano, y Julián ya no pudo despegar su mirada de aquel cuerpo exuberante. La mujer se dio cuenta y se dirigió hacia él. Se insinuó y le explicó las tarifas. Al principio no lograba entender a qué se refería, estaba demasiado borracho y hasta ese día nunca había ido a buscar sexo de pago a barrios indeseables donde viven mujeres increíbles, grandes y hermosas como flores exóticas, orquídeas crecidas en el barro."
(Extracto de mi próxima novela La nieve en el almendro)

viernes, 20 de septiembre de 2013

Artículo Diario Jaén: ¿Apadrinar universitarios?

¿Apadrinar universitarios?

En los últimos días se ha hablado mucho de la propuesta de la rectora de la Universidad de Málaga  en la que plantea la posibilidad de que empresas y particulares puedan donar dinero para aquellos estudiantes que se queden fuera del sistema de becas estatales con la reforma del ministro Wert. En Internet he leído muchos comentarios despectivos de gente que considera un atraso apadrinar a un estudiante mediocre. Quizás no son conscientes de que ya están costeando a miles, que con sus impuestos están pagando una Universidad pública para todos, donde unos se esfuerzan por llegar a la “mediocre” nota de 6,5 para no ver truncadas sus esperanzas de progresar en la vida y otros viven tranquilos, amparados por las billeteras de sus padres y se aprovechan del 80% de financiación pública que sostiene los centros universitarios.
Estoy convencida de que es necesario mejorar el rendimiento de nuestros estudiantes, que no podemos permitirnos estar en los niveles más bajos de los países de nuestro entorno. Para ello no solo es necesario exigir más nota a los becarios, sino también a aquellas personas que disponen de recursos para estudiar. Si no alcanzan una nota mínima, a la calle. Que paguen el cien por cien de sus estudios en un centro privado.
Yo estudié con becas. Durante tres años estuve con el alma en vilo pensando que un suspenso podía acabar con mis sueños. Entre mis amistades había gente que no tenía ese miedo, que no temía repetir, pues sus padres podían permitirse mantenerlos en la universidad los años que hicieran falta.
Seamos justos y llamemos a las cosas por su nombre, ¿queremos una sociedad igualitaria tal como marca nuestra Constitución? Si es así  deberíamos dar oportunidad a todo aquel que supere la nota de acceso. El Gobierno tiene la obligación de garantizar las becas necesarias, pero si no la cumple, me parece bien que lo hagan los particulares a través de un sistema de mecenazgo. Las críticas negativas pueden venir de aquellos a los que aún les sigue molestando que los hijos de campesinos y albañiles puedan llegar a ser abogados, maestros o médicos; y que ocupen los puestos que, tradicionalmente, les han correspondido a sus hijos.
(Artículo publicado en el Diario Jaén) 

jueves, 5 de septiembre de 2013

Radionovelas (Relato publicado en periódico Ideal)

Este cuento ha sido seleccionado en el Certamen de Relatos de Verano del periódico Ideal. A ver si tengo suerte y me llevo uno de los tres premios.




Radionovelas

Lo primero que se me vino a la memoria cuando encontré aquellas cartas en el fondo del baúl de mi madre, el que siempre llevó con ella a cada casa que estuvo, fue la radio de la vecina Carmela. Era un aparato de los años cincuenta, un armatoste rectangular con dos botones plateados, el dial repleto de lugares que me resultaban desconocidos: Roma, Valencia, Paris, Lyon... y una palabra exótica, que después supe que era la marca, y que me atraía como un imán: Te-le-fun-ken.
Lo recuerdo con claridad porque fueron muchas las horas que pasé frente a ese aparato de radio.  En casa no teníamos y mi madre, todas las tardes, se iba con la vecina Carmela para escuchar la novela de Ama Rosa. Siempre le decía lo mismo: que mi aparato receptor se ha averiado y lo mandé a reparar. Cada día la misma excusa. La vecina Carmela sabía que mentía, pero no decía nada. Después de leer las cartas que le dirigía a mi madre, entiendo su actitud. Entonces no podía ni imaginarlo. Quizás porque solo tenía doce años, quizás porque eran una época gris y a las niñas no se les explicaba nada, y mucho menos lo que no tenía explicación lógica o religiosa, que para el caso eran lo mismo.
Mi madre era una mujer hermosa. Cuando se arreglaba un poco parecía una artista de cine, los ojos grandes, la nariz altiva, los labios rojos como un clavel reventón. A pesar de su belleza, mi padre apenas le hacía caso. Yo no entendía por qué prefería estar con sus amigotes en la taberna en vez de con nosotras. Odiaba tener que ir a buscarlo. Me asomaba a la puerta del bar y lo miraba con todo el odio que podía concentrar en mis ojos casi adolescentes. Se hacía el remolón, sabía que mi presencia allí indicaba que la comida ya estaba preparada. Había sido él mismo quién había dado instrucciones precisas a mi madre para que lo avisara cuando apartara el arroz del fuego. Aún así se demoraba, se tomaba su tiempo para apurar el vaso de vino y de soslayo me dedicaba una sonrisa de superioridad. Yo esperaba en la puerta con los puños apretados. Nunca tuve claro de donde surgía el odio que sentía hacia mi padre, no era un mal hombre, nunca nos hizo daño. Quizás intuía que era el culpable de nuestra pobreza. El jornal nunca llegaba completo a casa, buena parte se quedaba en la taberna del Tomás.
En muchas ocasiones acompañé a mi madre en aquellas visitas que, al principio, se limitaban al horario de la radionovela, pero que con el tiempo fueron alargándose. A  veces nos anochecía junto al receptor de radio, aunque ya hacía tiempo que ninguna lo escuchábamos. Yo jugaba con mi muñeca de trapo, mi único regalo de Reyes. Una muñeca con ojos de fieltro y falda de cuadros, la llamaba Josefina, y me gustaba jugar con ella a las maestras. Mi madre y Carmela charlaban sin descanso, como si cada día fuera el último que se iban a ver. A veces prestaba atención a su conversación, pero tenía la sensación de que utilizaban un lenguaje cifrado que solo ellas podían entender, así que pronto me aburría y continuaba explicándole la lección a Josefina.
Mi madre siempre intentó ocultar que éramos pobres, de ahí que aquel aparato de radio inexistente siempre estuviera en reparación o que desmontara los vestidos mil veces para volver a coserlos y que parecieran nuevos. Ahora me duele su ingenuidad, cómo disimular algo tan evidente, cómo evitar que nos miraran por encima del hombro, que no nos invitaran a merendar en ninguna casa porque sabían que no podríamos corresponder.
Todos menos la vecina Carmela. Ella era distinta, su puerta estaba abierta para nosotras de par en par. Solo había que apartar aquellas cortinas recias, de color pardo, que evitaban que se colaran las moscas, para entrar en un mundo ficticio lleno de voces sugerentes que sufrían por amor, la ficción que nos permitía evadirnos de una realidad que no nos gustaba demasiado.
No consigo recordar si alguna vez vi algún gesto, alguna señal que me hubiera llevado a sospechar algo. Carmela, aún siendo una mujer de carácter fuerte y gesto adusto, solterona para el pueblo, pues ya había cumplido los cuarenta; siempre se mostró amable con nosotras. Nos ofrecía las sillas de anea, junto a la radio. Mi madre se sentaba muy solemne los primeros días, como una reina sin trono; yo prefería el suelo, estaba fresco y olía a tierra mojada.
Conforme cogió confianza mi madre se fue relajando. Se olvidó de su postura envarada, cruzaba las piernas, reía, lloraba y suspiraba, ya sin vergüenza alguna. Carmela la miraba mucho, sí, eso sí lo recuerdo, fijamente, como si quisiera ver a través de su piel. El cutis de mi madre era rosado y se encendía como la yesca cuando bebía un poco del vino quinado que le ofrecía Carmela. Al principio lo rechaza dos o tres veces antes de aceptar, luego ella misma se levantaba, iba hasta la alacena y servía para las dos, en el mismo vaso, así no tienes que fregar tanto Carmela, le decía. Y Carmela sonreía, y su gesto adusto se esfumaba como por arte de magia, se le ablandaba la mirada, como si de pronto no fuera una solterona, sino una muchacha encendida por el amor.
¡Ahí está! Sí que había pistas, sí que las recuerdo, la memoria no es un camino recto, zigzaguea en el espacio y en el tiempo, nos marea llevándonos por recodos, nos hace esperar años, pero finalmente los recuerdos se muestran. Mi madre y Carmela estaban enamoradas. Nunca sabré si fueron amantes, si sus cuerpos se encendieron  con el ardor de una pasión femenina. Y no sé si hago bien leyendo las cartas que encontré en el fondo de su baúl, pero son tan hermosas y tan apasionadas como aquellas radionovelas que escuchábamos cada tarde en casa de Carmela.