Radionovelas
Lo primero que se me
vino a la memoria cuando encontré aquellas cartas en el fondo del baúl de mi
madre, el que siempre llevó con ella a cada casa que estuvo, fue la radio de la
vecina Carmela. Era un aparato de los años cincuenta, un armatoste rectangular
con dos botones plateados, el dial repleto de lugares que me resultaban
desconocidos: Roma, Valencia, Paris, Lyon... y una palabra exótica, que después
supe que era la marca, y que me atraía como un imán: Te-le-fun-ken.
Lo recuerdo con claridad porque fueron muchas las horas que pasé frente a
ese aparato de radio. En casa no
teníamos y mi madre, todas las tardes, se iba con la vecina Carmela para
escuchar la novela de Ama Rosa. Siempre le decía lo mismo: que mi aparato
receptor se ha averiado y lo mandé a reparar. Cada día la misma excusa. La
vecina Carmela sabía que mentía, pero no decía nada. Después de leer las cartas
que le dirigía a mi madre, entiendo su actitud. Entonces no podía ni
imaginarlo. Quizás porque solo tenía doce años, quizás porque eran una época
gris y a las niñas no se les explicaba nada, y mucho menos lo que no tenía
explicación lógica o religiosa, que para el caso eran lo mismo.
Mi madre era
una mujer hermosa. Cuando se arreglaba un poco parecía una artista de cine, los
ojos grandes, la nariz altiva, los labios rojos como un clavel reventón. A
pesar de su belleza, mi padre apenas le hacía caso. Yo no entendía por qué
prefería estar con sus amigotes en la taberna en vez de con nosotras. Odiaba
tener que ir a buscarlo. Me asomaba a la puerta del bar y lo miraba con todo el
odio que podía concentrar en mis ojos casi adolescentes. Se hacía el remolón,
sabía que mi presencia allí indicaba que la comida ya estaba preparada. Había
sido él mismo quién había dado instrucciones precisas a mi madre para que lo
avisara cuando apartara el arroz del fuego. Aún así se demoraba, se tomaba su
tiempo para apurar el vaso de vino y de soslayo me dedicaba una sonrisa de
superioridad. Yo esperaba en la puerta con los puños apretados. Nunca tuve
claro de donde surgía el odio que sentía hacia mi padre, no era un mal hombre,
nunca nos hizo daño. Quizás intuía que era el culpable de nuestra pobreza. El
jornal nunca llegaba completo a casa, buena parte se quedaba en la taberna del
Tomás.
En muchas ocasiones
acompañé a mi madre en aquellas visitas que, al principio, se limitaban al
horario de la radionovela, pero que con el tiempo fueron alargándose. A veces nos anochecía junto al receptor de
radio, aunque ya hacía tiempo que ninguna lo escuchábamos. Yo jugaba con mi
muñeca de trapo, mi único regalo de Reyes. Una muñeca con ojos de fieltro y
falda de cuadros, la llamaba Josefina, y me gustaba jugar con ella a las
maestras. Mi madre y Carmela charlaban sin descanso, como si cada día fuera el
último que se iban a ver. A veces prestaba atención a su conversación, pero tenía
la sensación de que utilizaban un lenguaje cifrado que solo ellas podían
entender, así que pronto me aburría y continuaba explicándole la lección a
Josefina.
Mi madre siempre
intentó ocultar que éramos pobres, de ahí que aquel aparato de radio
inexistente siempre estuviera en reparación o que desmontara los vestidos mil
veces para volver a coserlos y que parecieran nuevos. Ahora me duele su
ingenuidad, cómo disimular algo tan evidente, cómo evitar que nos miraran por
encima del hombro, que no nos invitaran a merendar en ninguna casa porque
sabían que no podríamos corresponder.
Todos menos la
vecina Carmela. Ella era distinta, su puerta estaba abierta para nosotras de
par en par. Solo había que apartar aquellas cortinas recias, de color pardo,
que evitaban que se colaran las moscas, para entrar en un mundo ficticio lleno
de voces sugerentes que sufrían por amor, la ficción que nos permitía evadirnos
de una realidad que no nos gustaba demasiado.
No consigo recordar
si alguna vez vi algún gesto, alguna señal que me hubiera llevado a sospechar
algo. Carmela, aún siendo una mujer de carácter fuerte y gesto adusto,
solterona para el pueblo, pues ya había cumplido los cuarenta; siempre se
mostró amable con nosotras. Nos ofrecía las sillas de anea, junto a la radio. Mi
madre se sentaba muy solemne los primeros días, como una reina sin trono; yo
prefería el suelo, estaba fresco y olía a tierra mojada.
Conforme cogió
confianza mi madre se fue relajando. Se olvidó de su postura envarada, cruzaba
las piernas, reía, lloraba y suspiraba, ya sin vergüenza alguna. Carmela la
miraba mucho, sí, eso sí lo recuerdo, fijamente, como si quisiera ver a través
de su piel. El cutis de mi madre era rosado y se encendía como la yesca cuando
bebía un poco del vino quinado que le ofrecía Carmela. Al principio lo rechaza
dos o tres veces antes de aceptar, luego ella misma se levantaba, iba hasta la
alacena y servía para las dos, en el mismo vaso, así no tienes que fregar tanto
Carmela, le decía. Y Carmela sonreía, y su gesto adusto se esfumaba como
por arte de magia, se le ablandaba la mirada, como si de pronto no fuera una
solterona, sino una muchacha encendida por el amor.
¡Ahí está!
Sí que había pistas, sí que las recuerdo, la memoria no es un camino recto,
zigzaguea en el espacio y en el tiempo, nos marea llevándonos por recodos, nos
hace esperar años, pero finalmente los recuerdos se muestran. Mi madre y
Carmela estaban enamoradas. Nunca sabré si fueron amantes, si sus cuerpos se
encendieron con el ardor de una pasión
femenina. Y no sé si hago bien leyendo las cartas que encontré en el fondo de
su baúl, pero son tan hermosas y tan apasionadas como aquellas radionovelas que
escuchábamos cada tarde en casa de Carmela.