Hay muchas formas de acercarse a un libro, y reconozco que
cuando abrí el de amiga Emy ya iba predispuesta al disfrute, al gozo de
recrearme en una prosa sencilla y hermosa a un tiempo, elegante podría ser la
palabra más adecuada para definirla.
No me decepcionó. Me gustó desde el primer párrafo, que dice
así:
“Dicen que la diferencia entre un escritor y el no lo es,
radica en la mirada. Donde el que no es escritor sólo ve un suceso cotidiano,
el que fabrica historias descubre, en el mismo hecho, el germen de una historia
única, diferente, digna de ser contada.”
Y eso es lo que ha hecho la escritora para nosotros, ha
fabricado historias con los retazos de sus recuerdos, las ha hilvanado con
cariño y ternura, hasta lograr una prenda armoniosa y con estilo.
Desde el primer capítulo he visto con los ojos de Emy sus
recuerdos, y los he hecho míos. Yo, que soy de tierra adentro, me he dejado
bañar por las olas, he recorrido las calles de Algeciras, he subido a tender a
la azotea, he cazado ranas, me he ido en un camión del ejército para a la playa
del Rinconcillo…
Esta es otra publicación de la nueva editorial El desván dela memoria, que demuestra así su apuesta por la calidad y los nuevos autores.
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La autora

Colabora desde hace tres años con el programa La Firma de la Cadena Ser, tribuna
de opinión desde donde por primera vez comparte con los demás lo que siente y
escribe.
Ha sido premiada y publicada en diversos certámenes literarios. Con Ojos de niña sobre el Estrecho, su
primer libro, Emilia Luna Martín ofrece un mosaico de memorias de infancia. Un
paseo nostálgico por la Algeciras de los años sesenta, donde la tristeza por
una época perdida encuentra su bálsamo en la mirada tierna de una niña. Podría
ser la mirada de cualquiera, en un intento de recuperar la Algeciras de Los
Ladrillos, de la Perseverancia, del Casino Cinema...
Como mis torpes palabras son incapaces de describir el
contenido de este libro, lo mejor es dejaros con uno de los capítulos.
Un cielo de
lunares
Recuerdo el movimiento que había en mi
casa los días anteriores a la feria. Todo era limpiar y guardar alfombras,
sacar maletas viejas llenas de ropa de los altillos. De las cosas más
divertidas era cuando mi madre nos colocaba a los más pequeños encima de una
mesa para probarnos la ropa del año anterior y comprobar que todo nos quedaba
corto y estrecho. El talle de aquellos preciosos vestidos se situaba casi cerca
del pecho en vez de ajustarse a nuestra delgada cintura. Pero el mejor momento
era cuando mi madre decidía sacar los trajes de gitana de las niñas. Mi corazón
se agitaba mientras bajábamos las escaleras con la maleta en la mano hasta
llegar al segundo piso. Me apostaba junto a ella en espera de que el mío
saliese de una de las maletas. Siempre me asaltaba la duda de si estaría allí
el vestido o habría desaparecido por alguna desconocida razón.
Una mezcla de miedo, emoción. Sale casi
muerto de la maleta y va cobrando vida a medida que las sacudidas y el agua lo van
despertando. Hay que probar si aún me queda bien. Mi corazón se encoje. Sólo
hay que añadirle un nuevo volante. Respiro. Tras horas de plancha, a las que
asisto casi sin respirar, mamá lo cuelga de su lámpara en una percha junto a la
ventana. Pego mi espalda al suelo y siento en mí el leve vaivén de sus volantes
con la brisa. Momento mágico, casi religioso, de intimidad absoluta, eterno,
similar al que disfrutan los toreros ante su altar antes de entrar en el ruedo.
Solos él y yo. Mañana será de quien lo mire, hoy es mío.
Esa noche me dejan dormir en una cama
plegable bajo él. Un cielo de lunares.
Tengo más de cincuenta años, y algunas
noches, cuando el sueño me obliga a cerrar mi libro, antes de apagar la luz me
dejo llevar por el brillo acristalado de mi lámpara y aún puedo ver mi traje de
flamenca balanceándose de ella, devolviéndome a mi niñez.
1 comentario:
Felisa, Muchas gracias por tus palabras. Para un editor no hay mejor regalo que un lector diga que un libro le ha gustado. Solo con eso merece todo el esfuerzo que supone sacar a la luz una publicación.
Un "esfuerzo" relativo, ya que hacemos lo que nos gusta.
Un abrazo,
Ramón Alcaraz
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