Para los perezosos que no les gusta ir de página en página, y por tenerlo publicado en mi blog, dejo por aquí el primer capítulo de mi novela por entregas.
TÍTULO: UNA IDEA ABSURDA
CAPÍTULO 1.
No era su intención matarla, ni siquiera hacerle daño, pero estaba allí, a sus pies, inerte y arrugada como una manta vieja, inservible e inútil. Miró a su alrededor, se encontraba sola en aquel descampado, nadie había visto lo ocurrido, no había testigos. Pensó en huir, pero las piernas le pesaban, y el coche, aparcado a pocos metros de allí, le parecía tan lejano, una isla en mitad de un mar revuelto, inalcanzable. Tenía la sensación que en vez de dar unos sencillos pasos para llegar hasta él, necesitaría nadar con brazadas largas y potentes para poder alcanzarlo. Su mente sí se movía, agitada, nerviosa, trataba de analizar, de comprender los hechos que la habían llevado a cometer aquel asesinato, no fue premeditado, aunque hacía días que sabía que era la única salida.
Parecían que habían pasado mil siglos desde que tuvo aquella conversación con su marido, sin embargo, apenas habían transcurrido tres meses. Noventa días de angustia. Dos mil ciento sesenta horas de desesperación. La fatídica idea comenzó a gestarse en su cabeza la misma tarde que la vio por primera vez. Su marido le había hablado muchas veces de ella, de su tristeza, de sus angustias, pero no fue consciente de la envergadura de su pena hasta que vio su rostro contraído, sus ojos perdidos, las manos crispadas. Tomaron café en una terraza, Dolores apenas se quitó las gafas de sol una vez, para limpiarse los ojos. Suficiente para que ella, Tristana, comprendiera que era una mujer rota. Fue en ese preciso instante cuando le acució la urgente necesidad de hacer algo por ella. Aún no sabía qué.
Esa tarde, cuando regresaban a casa Juan, su marido, parecía más serio de lo normal.
─ ¿Qué te pasa?
─ No es nada, pensaba en Dolores.
─ Se la ve muy triste, y cansada.
─ Sí, creo que está pensando en el suicidio, no logro arrancarme esa idea de la cabeza. Me gustaría poder ayudarla, pero no sé como hacerlo. Ni siquiera consigo que me hable de lo que ha pasado, ya sabes lo del accidente.
─ Tuvo que ser terrible para ella, perder a su marido y a su única hija a la vez…
─ Sin embargo, los primeros días acudió al trabajo como si no hubiera pasado nada, todos nos asombramos de lo bien que lo llevaba, ahora es distinto, apenas habla, siempre va vestida de negro, nunca sonríe, por nada.
Tristana no supo que decir, apretó la mano de su marido, mientras que una idea absurda se iba instalando en su cabeza, como una mancha de aceite que se extiende hasta contaminarlo todo.
─ ¿Qué podríamos hacer por Dolores?
─ No sé querida, es lo que me pregunto cada día. No soporto verla así, una mujer tan fuerte como ella, reducida a mil pedazos.
─ ¿Por qué no la invitas a comer a casa?
─ Vale, pero creo que no acepte.
Sí aceptó, Dolores fue a comer el fin de semana siguiente, y en pocas horas se apoderó de aquella casa. Paseó su mirada por los muebles, aunque parecía estar muy lejos de allí, a miles de kilómetros de distancia, intercambió palabras forzadas con Tristana, que se arrepentía de haberla invitado. Un frío gélido, que ni la calefacción podía vencer, los acompañó toda la velada. Ella prefirió ir a cenar, aunque la invitación originaria era para comer, Dolores pretextó algo, que Juan luego no supo explicar a su mujer, una cita con un especialista o algo así. Quedaron para las ocho de la tarde, ella apareció con una botella de vino, y su boca sin sonrisas.
─ Eres afortunada por tener un marido como Juan, es un encanto.
─ Gracias, no puedo quejarme.
─ No, no debes quejarte─dijo Dolores arrastrando las palabras─a mí ya no me queda nada.
─ Lo siento, siento mucho lo que te ha pasado, me gustaría poder ayudarte.
Dolores no contestó, pero sus ojos brillaron de una forma extraña. El resto de la noche no se dirigió ni una sola vez a Tristana, prefería hablar con Juan. Comentaron asuntos de la oficina, los dos compartían despacho en una asesoría, hablaron durante horas de empresas, de balances, de gastos; de gente y conceptos desconocidos para Tristana, lograron que se sintiera desplazada, como un peón rosa en un juego de ajedrez. Y mientras los veía, mientras escuchaba sus palabras sin oírlas, una idea fue tomando cuerpo en su cabeza, una idea ridícula y extraña, que esa noche no la dejó dormir.
Se levantó con los ojos hinchados y unas ojeras violáceas que amenazaban con comerse su cara. Trató de disimularlas con el maquillaje, pero su marido parecía haber notado algo pues no dejaba de mirarla.
─ ¿Qué te pasa?
─Nada, esta noche no he dormido bien.
─ Ayer te noté muy rara, mirabas mucho a Dolores y apenas hablaste.
─ No me distéis muchas oportunidades─dijo Tristana sin rencor.
─ Es verdad, me volqué mucho con ella, quería apartarla por un momento de sus recuerdos.
─ Juan, quiero ser sincera contigo, se me ha ocurrido algo, no sé, supongo que es una estupidez…
─ Dime.
─ No, ahora no, mejor esta tarde, es algo complicado.
Tristana pasó el día inquieta, apenas podía prestar a atención a su trabajo. Las clientas le parecieron más exigentes que nunca. En sus gestos, en sus palabras, en sus miradas el orgullo se derramaba, lo volcaban sobre ella para hacerla parecer un poquito más pequeña, más insignificante aún. A ella, que solía gustarle su trabajo, hoy todo le salía mal. La señora Salazar, la obligó a recogerle dos veces el moño, doña Sara se quejó del color del tinte que le había aplicado, y la hija de don Ramón, la pequeña pecosa con orejas de elefante, no paraba de quejarse por el corte de pelo que, según ella resaltaba aún más sus pabellones auditivos.
Ella no podía prestar atención a las quejas, no dejaba de pensar en la idea, en la absurda idea que aquella noche se había desarrollado en su cabeza, como la hiedra se había ido apoderando de sus pensamientos y no podía concentrarse en otra cosa. En el espejo se reflejaba la cara de doña Leonor, vio que la miraba con expectación, entonces recordó que ella estaba allí para peinarla, lió con cuidado los rulos, mientras se disculpaba por el retraso. Mientras sus dedos recogían los mechones de cabello con destreza, su mente volvía a Dolores. Recordaba lo que su marido le había contado sobre ella.
Hacía más de dos años que llegó a la ciudad, acababa de salir de una relación traumática, un divorcio había acabado con más de quince años de matrimonio en el que los malos tratos fueron los protagonistas. Venía con una hija adolescente, flaca como un soplo de aire, blanca y triste como un crisantemo. Empezó a trabajar en la misma empresa de su marido al poco de instalarse en la ciudad, poseía experiencia y no tuvo dificultades para incorporarse a la asesoría, que en ese momento buscaba personal. Según su marido, un halo de misterio parecía rodear a Dolores, a su carácter fuerte y decidido en el trabajo se contraponían las inseguridades que parecían dominar su vida privada. No hablaba nunca del padre de su hija, Juan suponía que el odio que sentía por él hacía que no quisiera ni nombrarlo. Al año de su llegada inició una relación con un hombre un poco mayor, ella aún no había cumplido los cuarenta años, Tomás. En pocos meses se casaron y las cosas parecían ir bien para ella. Dolores cambió, cada día se arreglaba más, rejuvenecía por momentos. El accidente lo rompió todo. Ahora no tenía nada, ni marido, ni hija, ni vida.
El pitido de la alarma le recordó que debía sacar a doña Leonor del secador, la peinó con desgana, mientras su mente seguía dando vueltas a una idea absurda. ¿Realmente quería ayudarla? A veces pensaba que todo lo que estaba tramando en su cabeza tenía otra finalidad, quizás esperaba que Juan se negara, que le gritara su amor y le dijera que estaba loca, que aquello que se le había ocurrido no podía ser, que él nunca podría mirar a otra mujer que no fuera ella. El espejo de la peluquería le devolvió su imagen, cincuenta años estériles, arrugas en el alma por esos hijos que nunca vinieron, sus ojos que fueron muy bonitos, habían perdido el brillo con la edad. Los surcos de su boca ya no se iban con las sonrisas.
Y recordó a Dolores la noche anterior, vio como su mirada recuperaba el fulgor perdido cuando conversaba con Juan, se sintió fuera de lugar, una extraña en su propia casa. Por eso se mantuvo en silencio, pasó las horas observándolos, admirando la buena pareja que hacían, la suavidad de las manos de ella, la jerga contable de su marido. Escondió sus manos de dedos gruesos y esperó, esperó a que ella se cansara de ignorarla y se marchara. Y en vez de odiarla, se le ocurrió el plan, un plan idiota, como ella, una triste peluquera tintada de rubio. No tenía derecho a ser más feliz que Dolores, ella merecía otra oportunidad, que alguien le ayudara a salir del bache, un pequeño empujón.
Regresó a casa cansada, la jornada en la peluquería había sido agotadora, no reconoció su casa, ni sus muebles, parecía haber entrado en la casa de otra. Aún perduraba el perfume de Dolores, frío e intenso, como ella. No sabía bien si era lástima lo que le inspiraba aquella mujer o más bien temor. Entonces, ¿qué la llevaba a ofrecerle lo poco que tenía? Una vez más pensó que era la soberbia, que esperaba una respuesta negativa de su esposo pero, ¿y si él aceptaba?
Se dio una ducha, el pelo mojado pesaba sobre su espalda, los pensamientos sobre su ánimo. Preparó una cena ligera, a base de una ensalada y algunos fiambres, no le apetecía cocinar. Esperó sentada a que llegara Juan, sin pensar en nada, sin saber si se atrevería a proponerle su plan irracional. Quizás estaba jugando con el destino, desafiando a su suerte.
Juan regresó con Dolores en la boca, no paraba de hablar de ella, de su tristeza, de la pena que le daba. Si alguna duda quedaba en la cabeza de Tristana se disolvió como el aguarrás diluye la pintura, dejando tras de sí un olor intenso y mareante. Dejó transcurrir la cena sin decir nada, escuchando sus quejas sobre el jefe, las desavenencias con algún que otro cliente, las ojeras de Dolores que parecían ser más moradas que las suyas, apenas la miró durante la comida.
─ Juan, ¿recuerdas que esta mañana quería decirte algo?
─ Ah, sí, casi lo había olvidado, ¿qué es eso tan importante?
─ Creo que Dolores te necesita.
─ Bueno, hago lo que puedo, trato de ser un buen compañero.
─ No es eso lo que trato de decirte. Creo que Dolores te necesita como hombre.
Juan la miró asombrado. Parecía no entender lo que ella trataba de decirle, se quedó parado, quieto, una estatua de sal. Pero en sus ojos Tristana descubrió una chispa de interés, una cierta ansiedad, y en las manos un ligero temblor, mientras sus dedos tamborileaban sobre el mantel de tela, que ella bordó hace muchos años para su ajuar.
─ Déjame hablar, por favor, no me interrumpas ─suplicó Tristana─ llevamos juntos más de treinta años, sé qué puedo confiar en ti. No, no digas nada, espera. Dolores es aún una mujer joven, y está destrozada. Más de una vez me has dicho que le ronda el suicidio por la cabeza, la tarde que la vi, cuando tomamos café en el bar de Paco, despertó en mí una gran compasión, la necesidad de hacer algo por ella, pero no se me ocurría qué. No, cállate, sé que vas a decir que siempre me siento responsable de los males de todo el mundo. Quizás lleves razón pero en este caso es algo acuciante, no puedo explicarte por qué, ni siquiera yo lo sé.
─ No sé a dónde tratas de llegar, pero creo que deberías dejarlo, haré como que no he oído nada, y ya está.
─ No puedo, la idea me obsesiona desde ayer, desde que os vi charlando en la cena, se me ocurrió de repente, fue una luz, como esas bombillitas que ponen en los tebeos sobre las cabezas de los personajes. Tú puedes hacerla salir de la situación en la que está. Sólo tienes que prestarle un poco de atención, mimarla, mostrar interés por ella como, como… mujer.
─ ¿Estás loca? Yo ya tengo una mujer, y si mal no recuerdo, eres tú, Tristana, mi esposa.
─ Y seguiré siéndolo, no te preocupes por eso. Será una farsa, te interesarás por ella hasta que logre salir de su depresión, luego todo volverá a la normalidad.
─ ¿Así, tan fácil?
─ A las mujeres nos gusta que se interesen por nosotras, nos sube la moral, ella se recuperará de la tragedia que ha sufrido y tú regresarás a mí.
─ ¿Y si me enamoro de ella? ¿Y si me pide que me meta en su cama?
Un silencio sucio se instaló entre ellos dos. Tristana los imaginó desnudos, en la misma cama, el cuerpo fuerte y conocido de su esposo, la silueta aún joven de Dolores a su lado. Un cuchillo acerado se le clavó en la espalda, reconoce a los celos, otras veces los ha sufrido. No le hacen desistir de su idea. Ahora sabe que lo hace por ella misma, con el paso de los años ya no puede estar segura del amor de Juan, ya no cree que su cuerpo cansado despierte sus sentidos, quizás piensa en otra cuando le hace el amor. Si superan esta prueba, si él sigue queriéndola cuando haya pasado, vivirá segura, no volverá a dudar de su cariño.
Juan se fue a la cama sin contestar. Tristana no insistió, se acostó a su lado, resguardándose en su esquina de la cama, sin rozar el cuerpo de su amado. La tensión durmió entre ellos, Tristana no pudo pegar ojo, otra noche en blanco. Sabía que él tampoco logró conciliar el sueño apacible de otras madrugadas.
El día amaneció gris y deslucido, apenas hablaron durante el desayuno, Tristana trató de buscar su mirada, o un gesto que delatara que había tomado una decisión, pero Juan la esquivó, hasta que por fin, unos segundos antes de marcharse dijo:
─ Lo haré, no sé lo que pretendes con esto Tristana, pero lo haré. Espero que no tengamos que arrepentirnos.
Pronunció las últimas palabras en tono de amenaza, ella se asomó a la ventana para verlo marcharse, caminaba cabizbajo como si sobre su cabeza llevara todo el peso de la lluvia que empezaba a caer. Antes de subir al coche, levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron por última vez. Tristana cerró los postigos y se puso a llorar, las palabras de Juan aún resonaban en su cabeza.
CAPÍTULO 1.
No era su intención matarla, ni siquiera hacerle daño, pero estaba allí, a sus pies, inerte y arrugada como una manta vieja, inservible e inútil. Miró a su alrededor, se encontraba sola en aquel descampado, nadie había visto lo ocurrido, no había testigos. Pensó en huir, pero las piernas le pesaban, y el coche, aparcado a pocos metros de allí, le parecía tan lejano, una isla en mitad de un mar revuelto, inalcanzable. Tenía la sensación que en vez de dar unos sencillos pasos para llegar hasta él, necesitaría nadar con brazadas largas y potentes para poder alcanzarlo. Su mente sí se movía, agitada, nerviosa, trataba de analizar, de comprender los hechos que la habían llevado a cometer aquel asesinato, no fue premeditado, aunque hacía días que sabía que era la única salida.
Parecían que habían pasado mil siglos desde que tuvo aquella conversación con su marido, sin embargo, apenas habían transcurrido tres meses. Noventa días de angustia. Dos mil ciento sesenta horas de desesperación. La fatídica idea comenzó a gestarse en su cabeza la misma tarde que la vio por primera vez. Su marido le había hablado muchas veces de ella, de su tristeza, de sus angustias, pero no fue consciente de la envergadura de su pena hasta que vio su rostro contraído, sus ojos perdidos, las manos crispadas. Tomaron café en una terraza, Dolores apenas se quitó las gafas de sol una vez, para limpiarse los ojos. Suficiente para que ella, Tristana, comprendiera que era una mujer rota. Fue en ese preciso instante cuando le acució la urgente necesidad de hacer algo por ella. Aún no sabía qué.
Esa tarde, cuando regresaban a casa Juan, su marido, parecía más serio de lo normal.
─ ¿Qué te pasa?
─ No es nada, pensaba en Dolores.
─ Se la ve muy triste, y cansada.
─ Sí, creo que está pensando en el suicidio, no logro arrancarme esa idea de la cabeza. Me gustaría poder ayudarla, pero no sé como hacerlo. Ni siquiera consigo que me hable de lo que ha pasado, ya sabes lo del accidente.
─ Tuvo que ser terrible para ella, perder a su marido y a su única hija a la vez…
─ Sin embargo, los primeros días acudió al trabajo como si no hubiera pasado nada, todos nos asombramos de lo bien que lo llevaba, ahora es distinto, apenas habla, siempre va vestida de negro, nunca sonríe, por nada.
Tristana no supo que decir, apretó la mano de su marido, mientras que una idea absurda se iba instalando en su cabeza, como una mancha de aceite que se extiende hasta contaminarlo todo.
─ ¿Qué podríamos hacer por Dolores?
─ No sé querida, es lo que me pregunto cada día. No soporto verla así, una mujer tan fuerte como ella, reducida a mil pedazos.
─ ¿Por qué no la invitas a comer a casa?
─ Vale, pero creo que no acepte.
Sí aceptó, Dolores fue a comer el fin de semana siguiente, y en pocas horas se apoderó de aquella casa. Paseó su mirada por los muebles, aunque parecía estar muy lejos de allí, a miles de kilómetros de distancia, intercambió palabras forzadas con Tristana, que se arrepentía de haberla invitado. Un frío gélido, que ni la calefacción podía vencer, los acompañó toda la velada. Ella prefirió ir a cenar, aunque la invitación originaria era para comer, Dolores pretextó algo, que Juan luego no supo explicar a su mujer, una cita con un especialista o algo así. Quedaron para las ocho de la tarde, ella apareció con una botella de vino, y su boca sin sonrisas.
─ Eres afortunada por tener un marido como Juan, es un encanto.
─ Gracias, no puedo quejarme.
─ No, no debes quejarte─dijo Dolores arrastrando las palabras─a mí ya no me queda nada.
─ Lo siento, siento mucho lo que te ha pasado, me gustaría poder ayudarte.
Dolores no contestó, pero sus ojos brillaron de una forma extraña. El resto de la noche no se dirigió ni una sola vez a Tristana, prefería hablar con Juan. Comentaron asuntos de la oficina, los dos compartían despacho en una asesoría, hablaron durante horas de empresas, de balances, de gastos; de gente y conceptos desconocidos para Tristana, lograron que se sintiera desplazada, como un peón rosa en un juego de ajedrez. Y mientras los veía, mientras escuchaba sus palabras sin oírlas, una idea fue tomando cuerpo en su cabeza, una idea ridícula y extraña, que esa noche no la dejó dormir.
Se levantó con los ojos hinchados y unas ojeras violáceas que amenazaban con comerse su cara. Trató de disimularlas con el maquillaje, pero su marido parecía haber notado algo pues no dejaba de mirarla.
─ ¿Qué te pasa?
─Nada, esta noche no he dormido bien.
─ Ayer te noté muy rara, mirabas mucho a Dolores y apenas hablaste.
─ No me distéis muchas oportunidades─dijo Tristana sin rencor.
─ Es verdad, me volqué mucho con ella, quería apartarla por un momento de sus recuerdos.
─ Juan, quiero ser sincera contigo, se me ha ocurrido algo, no sé, supongo que es una estupidez…
─ Dime.
─ No, ahora no, mejor esta tarde, es algo complicado.
Tristana pasó el día inquieta, apenas podía prestar a atención a su trabajo. Las clientas le parecieron más exigentes que nunca. En sus gestos, en sus palabras, en sus miradas el orgullo se derramaba, lo volcaban sobre ella para hacerla parecer un poquito más pequeña, más insignificante aún. A ella, que solía gustarle su trabajo, hoy todo le salía mal. La señora Salazar, la obligó a recogerle dos veces el moño, doña Sara se quejó del color del tinte que le había aplicado, y la hija de don Ramón, la pequeña pecosa con orejas de elefante, no paraba de quejarse por el corte de pelo que, según ella resaltaba aún más sus pabellones auditivos.
Ella no podía prestar atención a las quejas, no dejaba de pensar en la idea, en la absurda idea que aquella noche se había desarrollado en su cabeza, como la hiedra se había ido apoderando de sus pensamientos y no podía concentrarse en otra cosa. En el espejo se reflejaba la cara de doña Leonor, vio que la miraba con expectación, entonces recordó que ella estaba allí para peinarla, lió con cuidado los rulos, mientras se disculpaba por el retraso. Mientras sus dedos recogían los mechones de cabello con destreza, su mente volvía a Dolores. Recordaba lo que su marido le había contado sobre ella.
Hacía más de dos años que llegó a la ciudad, acababa de salir de una relación traumática, un divorcio había acabado con más de quince años de matrimonio en el que los malos tratos fueron los protagonistas. Venía con una hija adolescente, flaca como un soplo de aire, blanca y triste como un crisantemo. Empezó a trabajar en la misma empresa de su marido al poco de instalarse en la ciudad, poseía experiencia y no tuvo dificultades para incorporarse a la asesoría, que en ese momento buscaba personal. Según su marido, un halo de misterio parecía rodear a Dolores, a su carácter fuerte y decidido en el trabajo se contraponían las inseguridades que parecían dominar su vida privada. No hablaba nunca del padre de su hija, Juan suponía que el odio que sentía por él hacía que no quisiera ni nombrarlo. Al año de su llegada inició una relación con un hombre un poco mayor, ella aún no había cumplido los cuarenta años, Tomás. En pocos meses se casaron y las cosas parecían ir bien para ella. Dolores cambió, cada día se arreglaba más, rejuvenecía por momentos. El accidente lo rompió todo. Ahora no tenía nada, ni marido, ni hija, ni vida.
El pitido de la alarma le recordó que debía sacar a doña Leonor del secador, la peinó con desgana, mientras su mente seguía dando vueltas a una idea absurda. ¿Realmente quería ayudarla? A veces pensaba que todo lo que estaba tramando en su cabeza tenía otra finalidad, quizás esperaba que Juan se negara, que le gritara su amor y le dijera que estaba loca, que aquello que se le había ocurrido no podía ser, que él nunca podría mirar a otra mujer que no fuera ella. El espejo de la peluquería le devolvió su imagen, cincuenta años estériles, arrugas en el alma por esos hijos que nunca vinieron, sus ojos que fueron muy bonitos, habían perdido el brillo con la edad. Los surcos de su boca ya no se iban con las sonrisas.
Y recordó a Dolores la noche anterior, vio como su mirada recuperaba el fulgor perdido cuando conversaba con Juan, se sintió fuera de lugar, una extraña en su propia casa. Por eso se mantuvo en silencio, pasó las horas observándolos, admirando la buena pareja que hacían, la suavidad de las manos de ella, la jerga contable de su marido. Escondió sus manos de dedos gruesos y esperó, esperó a que ella se cansara de ignorarla y se marchara. Y en vez de odiarla, se le ocurrió el plan, un plan idiota, como ella, una triste peluquera tintada de rubio. No tenía derecho a ser más feliz que Dolores, ella merecía otra oportunidad, que alguien le ayudara a salir del bache, un pequeño empujón.
Regresó a casa cansada, la jornada en la peluquería había sido agotadora, no reconoció su casa, ni sus muebles, parecía haber entrado en la casa de otra. Aún perduraba el perfume de Dolores, frío e intenso, como ella. No sabía bien si era lástima lo que le inspiraba aquella mujer o más bien temor. Entonces, ¿qué la llevaba a ofrecerle lo poco que tenía? Una vez más pensó que era la soberbia, que esperaba una respuesta negativa de su esposo pero, ¿y si él aceptaba?
Se dio una ducha, el pelo mojado pesaba sobre su espalda, los pensamientos sobre su ánimo. Preparó una cena ligera, a base de una ensalada y algunos fiambres, no le apetecía cocinar. Esperó sentada a que llegara Juan, sin pensar en nada, sin saber si se atrevería a proponerle su plan irracional. Quizás estaba jugando con el destino, desafiando a su suerte.
Juan regresó con Dolores en la boca, no paraba de hablar de ella, de su tristeza, de la pena que le daba. Si alguna duda quedaba en la cabeza de Tristana se disolvió como el aguarrás diluye la pintura, dejando tras de sí un olor intenso y mareante. Dejó transcurrir la cena sin decir nada, escuchando sus quejas sobre el jefe, las desavenencias con algún que otro cliente, las ojeras de Dolores que parecían ser más moradas que las suyas, apenas la miró durante la comida.
─ Juan, ¿recuerdas que esta mañana quería decirte algo?
─ Ah, sí, casi lo había olvidado, ¿qué es eso tan importante?
─ Creo que Dolores te necesita.
─ Bueno, hago lo que puedo, trato de ser un buen compañero.
─ No es eso lo que trato de decirte. Creo que Dolores te necesita como hombre.
Juan la miró asombrado. Parecía no entender lo que ella trataba de decirle, se quedó parado, quieto, una estatua de sal. Pero en sus ojos Tristana descubrió una chispa de interés, una cierta ansiedad, y en las manos un ligero temblor, mientras sus dedos tamborileaban sobre el mantel de tela, que ella bordó hace muchos años para su ajuar.
─ Déjame hablar, por favor, no me interrumpas ─suplicó Tristana─ llevamos juntos más de treinta años, sé qué puedo confiar en ti. No, no digas nada, espera. Dolores es aún una mujer joven, y está destrozada. Más de una vez me has dicho que le ronda el suicidio por la cabeza, la tarde que la vi, cuando tomamos café en el bar de Paco, despertó en mí una gran compasión, la necesidad de hacer algo por ella, pero no se me ocurría qué. No, cállate, sé que vas a decir que siempre me siento responsable de los males de todo el mundo. Quizás lleves razón pero en este caso es algo acuciante, no puedo explicarte por qué, ni siquiera yo lo sé.
─ No sé a dónde tratas de llegar, pero creo que deberías dejarlo, haré como que no he oído nada, y ya está.
─ No puedo, la idea me obsesiona desde ayer, desde que os vi charlando en la cena, se me ocurrió de repente, fue una luz, como esas bombillitas que ponen en los tebeos sobre las cabezas de los personajes. Tú puedes hacerla salir de la situación en la que está. Sólo tienes que prestarle un poco de atención, mimarla, mostrar interés por ella como, como… mujer.
─ ¿Estás loca? Yo ya tengo una mujer, y si mal no recuerdo, eres tú, Tristana, mi esposa.
─ Y seguiré siéndolo, no te preocupes por eso. Será una farsa, te interesarás por ella hasta que logre salir de su depresión, luego todo volverá a la normalidad.
─ ¿Así, tan fácil?
─ A las mujeres nos gusta que se interesen por nosotras, nos sube la moral, ella se recuperará de la tragedia que ha sufrido y tú regresarás a mí.
─ ¿Y si me enamoro de ella? ¿Y si me pide que me meta en su cama?
Un silencio sucio se instaló entre ellos dos. Tristana los imaginó desnudos, en la misma cama, el cuerpo fuerte y conocido de su esposo, la silueta aún joven de Dolores a su lado. Un cuchillo acerado se le clavó en la espalda, reconoce a los celos, otras veces los ha sufrido. No le hacen desistir de su idea. Ahora sabe que lo hace por ella misma, con el paso de los años ya no puede estar segura del amor de Juan, ya no cree que su cuerpo cansado despierte sus sentidos, quizás piensa en otra cuando le hace el amor. Si superan esta prueba, si él sigue queriéndola cuando haya pasado, vivirá segura, no volverá a dudar de su cariño.
Juan se fue a la cama sin contestar. Tristana no insistió, se acostó a su lado, resguardándose en su esquina de la cama, sin rozar el cuerpo de su amado. La tensión durmió entre ellos, Tristana no pudo pegar ojo, otra noche en blanco. Sabía que él tampoco logró conciliar el sueño apacible de otras madrugadas.
El día amaneció gris y deslucido, apenas hablaron durante el desayuno, Tristana trató de buscar su mirada, o un gesto que delatara que había tomado una decisión, pero Juan la esquivó, hasta que por fin, unos segundos antes de marcharse dijo:
─ Lo haré, no sé lo que pretendes con esto Tristana, pero lo haré. Espero que no tengamos que arrepentirnos.
Pronunció las últimas palabras en tono de amenaza, ella se asomó a la ventana para verlo marcharse, caminaba cabizbajo como si sobre su cabeza llevara todo el peso de la lluvia que empezaba a caer. Antes de subir al coche, levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron por última vez. Tristana cerró los postigos y se puso a llorar, las palabras de Juan aún resonaban en su cabeza.
4 comentarios:
He leído este primer capítulo, y la idea me gusta mucho. Creo que el título le viene como anillo al dedo. Es una idea absurda, que esto se plantee en una pareja, pero quizás se pueda ver como lo ve Tristana, como una prueba del amor de Juan.
Espero con impaciencia el 2º capítulo. Ánimo, seguro que la acabas en tiempo y te sale una fenomenal novela.
Un abrazo.
José A. Ruiz
Hola Felisa.
Es una buena idea para los que andamos como caballo salvaje, siempre corriendo.
Buena suerte y un beso.
Debes apartar esa "idea absurda " de tu cabeza, de que no te dará tiempo a terminar la novela, la has empezado de forma magistral y yo como lectora, compañera y ya casi amiga, te "ordeno cariñosamente" que sigas con tu idea tan magnifícamente narrada. Me gusta tu estilo fluido. Así que no tienes excusas para dejarnos sin el final... dentro de seis semanas. Un beso.
Rosi S (Lucía)
Felisa:
Este primer capítulo promete desde el primer párrafo: “No era su intención matarla, ni siquiera hacerle daño, pero estaba allí, a sus pies, inerte y arrugada como una manta vieja, inservible e inútil.”
Tristana teme a Dolores. Sabe que Dolores manipula a su marido con la imagen de viuda triste. Cuentas la historia desde la perspectiva de Tristana, de manera que sólo suponemos los que siente Juan a través de los pensamientos de Tristana. De cómo ella cree, de cómo ella siente. Y siente que está pasada de años, que su marido tal vez no la de como antes, y que necesita una prueba de su amor.
Es sorprendente la resolución de Tristana: quiere que su marido coquetee con Dolores. Y me ha parecido que en un alarde de masoquismo se lo plantea a costa de que pudiese ocurrir lo obvio, o sea, que él se enamore de Dolores, una mujer más joven y más atractiva que ella. De allí que uno piense que es Tristana quien ha cometido un crimen, me refiero a la primera parte del capítulo, aunque por las palabras que señalé no parece ser Dolores la que yace inerte y arrugada.
Espero lo que sigue, pues ha quedado en una parte interesante. ¿Es una novela, o un cuento largo?
Un beso,
Blanca
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