Alienígenas.
Aquel ser extraño contemplaba con los
ojos muy abiertos todo lo que sucedía a su alrededor. Se movía sigiloso entre la
multitud, apenas destacaba entre los cientos de personas que abarrotaban la
calle principal de ese pueblo cualquiera de Jaén. Creo que era yo la única que había
reparado en él. El resto de la gente parecía embriagada por la música y el olor
de las flores, y no se había percatado de su presencia. No era de este mundo,
no podía serlo. Su mirada incrédula lo delataba, aunque sus facciones fueran
similares a las de los hombres de su alrededor, aunque su ropa no destacara, ni
su altura, ni siquiera los zapatos, unos mocasines de piel marrón.
Procuré acercarme a él sin que lo notara,
necesitaba asegurarme. Llegué a estar tan cerca que nuestros hombros se rozaron.
Se volvió y me preguntó, mientras señalaba a la comitiva que se desplazaba
lentamente al ritmo de una melodía entristecida: ¿Qué está pasando?, ¿por qué esos encapuchados siguen a la imagen de
madera?, ¿por qué se tapan la cara, acaso les da vergüenza? Sonreí, satisfecha
de mi perspicacia. No me había equivocado, aquel ser era, sin la menor
duda, un extraterrestre, como yo.
Es así como me siento durante la Semana Santa , como un ser
venido de otro planeta que aterriza en un universo desconocido. No logro compartir
la emoción que derrochan otras personas, mi rostro no se llena de lágrimas ni
mi corazón se ensancha de júbilo cuando los costaleros consiguen sacar una
imagen del templo, aunque para ello hayan tenido que caminar de rodillas. Mi
mente reflexiva me lleva a pensar, ¿por qué no hacen los tronos más pequeños?, ¿es
necesario ese padecimiento?
Por solidaridad, intento explicarle a mi
amigo alienígena que esta es la forma que tenemos los católicos de recordar la
pasión de Cristo, que murió hace miles de años por todos nosotros, humillado y torturado
en una cruz. Me pregunta quién es. Echo mano a lo que me enseñaron en el
colegio sobre él y le digo que era un dios, pero también una persona humilde
que rechazaba las riquezas y amaba a los pobres. No lo entiendo, me replica, entonces,
¿por qué tanto oropel?, ¿por qué tanto derroche? Tronos de plata, flores caras,
mantos de oro,… Para eso no tengo respuesta, se me han agotado las justificaciones
religiosas y me explayo comentándole que la Semana Santa es una fuente de
ingresos para los pueblos andaluces, que favorece el turismo y, por ende, el
desarrollo. Saco mi vena economista y le hago números. Él me mira asombrado; yo
bajo la cabeza, avergonzada. De repente, al fondo, una saeta desgarra el aire y,
justo en ese instante, los dos comprendemos que no son necesarias las
explicaciones. La Semana Santa
se siente o no se siente.
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