Como todos los días María se acercó a la fuente. Le gustaba contemplar desde allí la casa rosa. Era grande y en su fachada crecían los balcones como las flores en los arriates del parque. Se entretenía contándolos, uno, dos, tres... Al llegar a diez se paraba: no sabía cómo seguir.
Decidió no aprender los números el día que su madre le dijo que eran infinitos, que nunca se acababan. Le pareció inútil aprender algo incompleto, a ella le gustaban las cosas terminadas. Como aquella casa rosada, florecida de ventanas, que la esperaba cada atardecer, cerca de los caños de la fuente. Eran tres y tenían cara. Al principio le daban un poco de miedo aquellas bocas profundas, por donde nunca cesaba de manar el agua. Y la pequeña ventana con rejas, siempre oscura y misteriosa. Pronto se acostumbró a su presencia. Formaba parte de la calle Carmen. Le hacía gracia que una calle se llamara como su hermana. Car-men. Pronunciaba el nombre despacito, y se imaginaba que la fuente se unía a ella, y que su rumor era música que coreaba sus palabras.
Hoy es un día distinto: en su banco, donde suele apoyarse para mirar la casa grande y contar sus huecos, hay una mujer sentada. Es mayor, viste de negro, un pañuelo cubre su cabeza y oculta sus ojos. Aún así María descubre que llora, por las pequeñas sacudidas que sufre su cuerpo, agitado como si temblara de frío o de miedo.
―¿Qué te pasa? ―le pregunta insegura.
La mujer no responde. La mira. En sus ojos no encuentra la sorpresa ni la curiosidad que descubre en los de otra gente cuando se cruzan con los suyos. María sabe que es diferente. Se observa cada mañana en el espejo y no se parece nada a su hermana Carmen. Su madre se lo ha explicado... Algo sobre lo mayor que era cuando se quedó embarazada, algo sobre un cromosoma de más…
Es diferente, sí, pero no le gusta que la gente se lo recuerde a cada instante con sus miradas.
―Tengo treinta años y quiero ser tu amiga―dijo María. Se sentía orgullosa de recordar su edad ―¿Qué haces en mi fuente?
―Espero―contestó la mujer, y su voz sonó líquida como el agua que brotaba de los caños.
―¿Puedo esperar contigo?, ¿me ayudas a contar los balcones?
―Sólo sé contar hasta diez―dijo la mujer sin muestras de vergüenza ni afligimiento.
―¡Como yo! ―exclamó María, contenta― lo que haremos es que yo empiezo, luego sigues tú, y así hoy podré contarlos todos.
―Me encantaría contar balcones contigo, pero tengo sed.
―Bebe de la fuente, mi madre me lo tiene prohibido, pero no pasa nada.
La mujer enlutada se levantó despacio. Sus pies se movían livianos, como si fueran plumas arrastradas por el viento, se acercó a uno de los chorros y dejó que el líquido cayera por su cara, y mojara sus labios.
Por un momento, a María le pareció que era transparente, como el agua que bebía. La observaba absorta con sus ojos achinados, y su boquita pequeña dibujando un círculo de asombro.
―Ven, siéntate a mi lado ―dijo la mujer de negro.
María observó con sorpresa que la anciana estaba de nuevo en el banco, y ella no la había visto regresar. ¡Magia!. Sonrió satisfecha y aplaudió con entusiasmo, cuando iba al circo, disfrutaba mucho con el espectáculo de los magos.
―¿Me ayudarás a contar?―preguntó María, mientras estiraba su cuerpecillo sobre la madera y ponía la cabeza en el regazo de la anciana.
―Te ayudaré a marcharte, ya has cumplido tu misión aquí.
―¿En la fuente?
―En la vida
―¿Eres la Muerte? ―preguntó, y se arrepintió al instante, no podía ser que aquella anciana amable fuera algo malo.
―Soy tu amiga.
Un sopor intenso invadió a María. Aún presa de aquel sueño pegajoso, trataba de mantener los ojos abiertos, y contaba los caños, que eran tres. Y los balcones: uno, dos, tres,... diez.
Decidió no aprender los números el día que su madre le dijo que eran infinitos, que nunca se acababan. Le pareció inútil aprender algo incompleto, a ella le gustaban las cosas terminadas. Como aquella casa rosada, florecida de ventanas, que la esperaba cada atardecer, cerca de los caños de la fuente. Eran tres y tenían cara. Al principio le daban un poco de miedo aquellas bocas profundas, por donde nunca cesaba de manar el agua. Y la pequeña ventana con rejas, siempre oscura y misteriosa. Pronto se acostumbró a su presencia. Formaba parte de la calle Carmen. Le hacía gracia que una calle se llamara como su hermana. Car-men. Pronunciaba el nombre despacito, y se imaginaba que la fuente se unía a ella, y que su rumor era música que coreaba sus palabras.
Hoy es un día distinto: en su banco, donde suele apoyarse para mirar la casa grande y contar sus huecos, hay una mujer sentada. Es mayor, viste de negro, un pañuelo cubre su cabeza y oculta sus ojos. Aún así María descubre que llora, por las pequeñas sacudidas que sufre su cuerpo, agitado como si temblara de frío o de miedo.
―¿Qué te pasa? ―le pregunta insegura.
La mujer no responde. La mira. En sus ojos no encuentra la sorpresa ni la curiosidad que descubre en los de otra gente cuando se cruzan con los suyos. María sabe que es diferente. Se observa cada mañana en el espejo y no se parece nada a su hermana Carmen. Su madre se lo ha explicado... Algo sobre lo mayor que era cuando se quedó embarazada, algo sobre un cromosoma de más…
Es diferente, sí, pero no le gusta que la gente se lo recuerde a cada instante con sus miradas.
―Tengo treinta años y quiero ser tu amiga―dijo María. Se sentía orgullosa de recordar su edad ―¿Qué haces en mi fuente?
―Espero―contestó la mujer, y su voz sonó líquida como el agua que brotaba de los caños.
―¿Puedo esperar contigo?, ¿me ayudas a contar los balcones?
―Sólo sé contar hasta diez―dijo la mujer sin muestras de vergüenza ni afligimiento.
―¡Como yo! ―exclamó María, contenta― lo que haremos es que yo empiezo, luego sigues tú, y así hoy podré contarlos todos.
―Me encantaría contar balcones contigo, pero tengo sed.
―Bebe de la fuente, mi madre me lo tiene prohibido, pero no pasa nada.
La mujer enlutada se levantó despacio. Sus pies se movían livianos, como si fueran plumas arrastradas por el viento, se acercó a uno de los chorros y dejó que el líquido cayera por su cara, y mojara sus labios.
Por un momento, a María le pareció que era transparente, como el agua que bebía. La observaba absorta con sus ojos achinados, y su boquita pequeña dibujando un círculo de asombro.
―Ven, siéntate a mi lado ―dijo la mujer de negro.
María observó con sorpresa que la anciana estaba de nuevo en el banco, y ella no la había visto regresar. ¡Magia!. Sonrió satisfecha y aplaudió con entusiasmo, cuando iba al circo, disfrutaba mucho con el espectáculo de los magos.
―¿Me ayudarás a contar?―preguntó María, mientras estiraba su cuerpecillo sobre la madera y ponía la cabeza en el regazo de la anciana.
―Te ayudaré a marcharte, ya has cumplido tu misión aquí.
―¿En la fuente?
―En la vida
―¿Eres la Muerte? ―preguntó, y se arrepintió al instante, no podía ser que aquella anciana amable fuera algo malo.
―Soy tu amiga.
Un sopor intenso invadió a María. Aún presa de aquel sueño pegajoso, trataba de mantener los ojos abiertos, y contaba los caños, que eran tres. Y los balcones: uno, dos, tres,... diez.
(Relato publicado en la Revista Deparenpar)
2 comentarios:
Que relato tan interesante.. de verdad me has transportado a aquella fuente.
sAludos desde Mexico
XD
Triste historia, Felisa, pero contada con mucha delicadeza y sensibilidad.
Un beso.
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