Mujeres ejemplares.
Nos hemos colado
en una habitación del hospital de Jaén. Fuera, la tarde es fría y lluviosa. Hay
tres camas ocupadas por mujeres. La que está más próxima a la ventana ronda los
sesenta años, tiene el pelo motoso, los labios finos y una mirada de brillo
azulado. En la cama del centro descansa una anciana que pasa de los ochenta, con
cabello blanco, ojos inquietos y cuerpo menudo. En el otro extremo, vemos a una
mujer de unos cuarenta años, tiene la cabeza cubierta por un bonito pañuelo que
oculta su pérdida, unas ojeras moradas y
la tez pálida. Estos detalles nos llevan a intuir por lo que ha pasado. Ninguna
de las tres parece triste, si acaso, cansadas. La mujer de la ventana habla por
teléfono, se esfuerza por tranquilizar a su interlocutor. La anciana es la más
activa, desoyendo los consejos de su hija, se levanta sin ayuda para ir al aseo.
A la del pañuelo se la ve agotada, su madre trata de animarla y se desvive por
ella, quiere que las enfermeras la cuiden como a una reina, a su niña, a su
princesa… Sabemos que todas han pasado por el quirófano esa misma mañana, todas
se han dejado un trocito de su feminidad en la sala de operaciones.
Por un momento
las dejamos ahí, quietas, congeladas en el tiempo, no en vano son nuestros
personajes. Queremos saber más sobre su enfermedad. Lo que averiguamos es
inquietante, una de cada ocho mujeres padecerá cáncer de mama a lo largo de su
vida y, a la vez, tranquilizador, más del 80% lograrán recuperarse. Además, el
índice de supervivencia del hospital donde nos encontramos es uno de los más
altos de España. Un suspiro de alivio se escapa de nuestros corazones. Volvemos
a la habitación. Ya han tomado la cena, se entremezclan las conversaciones de
las enfermas y sus acompañantes. En un hospital se comparten historias sin
pudor, será que esos camisones abiertos por atrás propician las confidencias.
Escuchamos, con asombro, que preparan una estrategia para engañar a las
enfermeras. A la madre de la mujer del pañuelo, de la que ahora sabemos que es
ingeniera y tiene dos hijos pequeños, ya no le hacen caso; así que, finge
dormirse mientras la acompañante de la anciana llama a la enfermera para que
atienda a su hija. A regañadientes, la auxiliar accede a cambiar la bolsa del
drenaje, y se va refunfuñando, seguida de los ronquidos falsos de la madre.
Nada más salir, la habitación estalla en carcajadas. Todo es alborozo, risas,
imitaciones… Nosotros nos marchamos, poco nos queda que hacer allí, nos han
demostrado que padecer cáncer de mama ya no es una tragedia. No hay que decirlo
en voz baja, ni ocultarlo a las vecinas, no es un estigma ni una sentencia de
muerte. Ellas, las tres, nos han enseñado
a ser valientes.
2 comentarios:
Me ha parecido un artículo entrañable, valiente y muy bien escrito. Enhorabuena, Felisa.
Un abrazo.
Precioso relato.
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