Alcaudete
Imaginado: La laguna Honda.
Como cada tarde aparcó el coche frente
al edificio de la antigua estación de tren de Alcaudete. Cogió una mochila
pequeña donde llevaba el agua y un libro. Emprendió el camino con escasa
ilusión. Aquel día cumplía cuarenta años y se había prometido que sería la
última vez. Era la fecha límite que se había marcado antes de desechar del todo
aquella fantasía juvenil, impropia de su edad. Mientras avanzaba por la vía desprovista
de raíles, una vía que ya no sentiría el temblor emocionado que provocaba el
tren, de aquel amante embravecido que en otra época la acometía con pasión y
que la hacía rugir cuando se adentraba en sus puentes, no podía evitar recordar
los innumerables paseos, siempre inútiles, que la habían llevado otras tardes
hasta la laguna. Se detenía ante ella y contemplaba el espectáculo del
atardecer sobre las aguas mansas. El sol manchaba de rojo el horizonte,
mientras que la maleza se reflejaba aumentada en aquel espejo quieto y oscuro. Los
fines de semana la visitaba por la mañana, entonces le parecía menos peligrosa,
de un azul plateado, reluciente como una novia a punto de ser desposada.
Una novia…, un marido, hijos… ¡Cuánto
lo ansiaba! En sus primeros años de juventud no era consciente de esa
necesidad. Desdeñaba a sus pretendientes, jugaba con la vida y amaba de forma
casi insolente, egoísta, absurda. No quería compromisos, ni convertirse en la
típica ama de casa, en la madre gritona, en la esposa cansada que nunca quiere
hacer el amor. Sin embargo, los años pasaban inclementes, vio marcharse los
treinta y, cuando su trabajo la llevó a Alcaudete, a la Vía Verde, a la laguna
Honda, recordó a aquella anciana, allá en su pueblo del norte, que una noche al
abrigo del fuego le echó las cartas: “Conocerás a tu hombre, el que te hará
feliz y te dará dos hermosos hijos, en las vías muertas de un tren, frente a
las aguas calmas de una laguna”
Ella creía haber olvidado estas
palabras, hasta la tarde en la que, por primera vez, contempló la laguna Honda.
Nunca había visto unas aguas más mansas, un azul más quieto y reparó en que
aquella vía se podía calificar de muerta, pues por allí ya no pasaría ningún
tren. A partir de entonces se obsesionó con el vaticinio de su vieja paisana,
creyó que había llegado su momento, que allí encontraría al hombre de su vida,
que solo era cuestión de esperar, de ser paciente y, sobre todo, acudir a aquel
lugar el mayor número de veces posible. Fue así como se habituó a visitar la
laguna cada día, a quedarse largos ratos apoyada en la barandilla de madera
fabricada con los travesaños de la vía, pero mirando con el rabillo del ojo a
las personas que caminaban por su lado. Sus sentidos se alertaban cuando veía
pasar a un hombre solitario. Se preguntaba si aquel sería el padre de sus
hijos, la persona que la amaría tal y como le había vaticinado la anciana. Los
días, las semanas, los meses, los años pasaban y no sucedía nada. Ya llevaba
más de tres en Alcaudete y desde hacía varios meses se había puesto como fecha
límite el día de su cuarenta aniversario. Después, si nada ocurría, pediría el
traslado para olvidar las tardes perdidas frente a la laguna.
Hoy era ese día. Los cuarenta años
eran una pesada carga que entorpecía su caminar. Contempló los olivos, siempre
verdes e impasibles, que parecían decirle adiós con sus ramas, agitadas por una
suave brisa otoñal. Quisiera ser como ellos, tener hondas raíces que la fijaran
a un lugar, pero sobre la mesa de su despacho ya tenía preparada la solicitud
de traslado, en el banco no le pondrían problemas, les venía bien tener a
alguien como ella, dispuesta a cubrir sustituciones en cualquier parte de España.
Alguien sin cargas familiares, ni ataduras. Alguien libre como aquel viento que
movía los olivos. Hoy aquí, mañana quién sabe.
Una profunda tristeza aplastaba sus
hombros cuando llegó frente a la laguna. La tarde parecía desangrarse en la
tierra roja que rodeaba el agua, en el agua misma, tintada por los rayos de un
sol agonizante. Un pájaro levantó el vuelo y dibujó en el cielo un garabato
negro. Entonces lo comprendió. No necesitaba un marido, ni siquiera hijos. Necesitaba
encontrarse a sí misma, dejar de buscar fuera lo que tenía dentro y echar
raíces, como los olivos, fuertes y profundas. Por primera vez contempló la
laguna sin reservas. Hasta ahora solo había sido un medio y necesitaba que
fuera un fin, un lugar seguro donde refugiarse.
Y fue justo ese día cuando lo conoció,
justo en el instante en que había renunciado a él. Supo quién era, no le cupo
la menor duda, cuando contempló sus ojos de un azul manso, como el de la
laguna.
(Relato publicado en el Libro de Feria de Alcaudete 2013)
5 comentarios:
Me encanta, no sobra ni falta una palabra. Felicidades.
Aparte de bien escrito, entraña una lección de vida. Dan ganas de pasear por esa laguna... interior.
Un abrazo.
Interpretas, la difícil situación de quien a tomado una decisión en la vida y un día se encuentra en la encrucijada de la duda...Es un relato triste sobre la soledad...pero bella su forma de desarrollarla...me gusta...un abrazo desde azpeitia
Gracias, Miriam, Jose Antonio y Azeitia, un fuerte abrazo.
Este hermoso relato tiene muchas lecturas: la soledad, la búsqueda de uno mismo, el encontrarse, el encontrarse en los demás, en seguir tu camino que nunca sabes si es tuyo o el de otro. En definitiva el camino del a vida. Me ha gustado mucho.
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