Alcaudete Imaginado: La calle Carnicería
La veía pasar todos los días desde hacía
más de un mes. Subía la calle Carnicería con aire ausente, tan sólo preocupada
por no enganchar los tacones de sus zapatos en las piedrecillas del pavimento.
Cuando llegaba a la altura del Convento de Santa Clara dejaba reposar sus ojos en
la fuente y los arbolillos del patio de la entrada, impregnándose de su frescor.
A veces, se desviaba para contemplar la fachada de la iglesia, su mirada
enredada en las retorcidas columnas salomónicas que parecían ejercer una fuerte
atracción sobre ella.
La extranjera no era joven. El tiempo
había marcado en su piel unas arrugas profundas, como en la calle el agua había
ido arrastrando la masilla que unía las piedras hasta dejarlas descarnadas. No
usaba maquillaje, y su pelo rubio blanquecino, mal cortado, se le metía en los
ojos constantemente. Había algo en ella que le atraía poderosamente, y no era
sólo su marcada diferencia con las otras mujeres del pueblo. Tenía los ojos
claros, la piel pálida y un halo de tristeza que iba derramando tras de sí,
como una lluvia ácida que corrompía la mañana. Tardó un tiempo en relacionarla
con su juventud, con aquellos años locos que vivió en la capital; luego, le fue
imposible abandonar la idea de que ya la conocía de antes.
Qué no daría él por hablarle, por disipar
esa melancolía, por saciar la curiosidad que le iba quemando por dentro: ¿sería
ella? Se limitaba a seguirla a cierta distancia por la calle empinada que la
llevaría hasta la plaza del pueblo, al mercado de abastos, su destino final.
Por los ojos de ella, que solían detenerse en los edificios, contemplaba con deleite
las casas que conformaban la calle, muchas de ellas centenarias. A él, que las
había visto desde niño, ya le resultaban indiferentes. Sin embargo, las miradas
de ella brillaban de admiración por aquellas fachadas blancas, por aquellos
ventanales enrejados, y despertaba en el hombre una sensación que creía olvidada, el amor a su
calle, a su barrio, que le había acogido durante tantos años.
.
A veces piensa en María, en su esposa
difunta. Sentiría celos de su obsesión por la extranjera. Ella nunca supo de aquella relación, nunca le
habló de Helen, la inglesa de piel transparente y ojos de agua que le enamoró
como a un loco cuando estaba en Madrid haciendo el servicio militar. Y sabía
que era una tontería, pero le gustaba pensar que esa anciana cansada y triste que
a diario pasaba por delante de su casa, era la misma chica joven que bailaba desnuda
para él en una oscura pensión del centro. Por eso ansiaba el momento de hablar
con ella, de recordar aquellas palabras que le enseñó: Darling, my love, …
Han pasado varios días y la mujer no ha
aparecido. El anciano se desespera. No sabe dónde vive. Nunca la ha seguido a
la vuelta, cuando pasa la fachada gris del convento se asoma para verla
desaparecer dejando atrás el Antiguo Hospital de la Misericordia. No le gusta
seguirla hasta allí, casi siempre hay gente en la puerta que miraría con
curiosidad a un anciano en bata. Si supiera dónde está su casa, si supiera algo
más de ella que el sonido de sus pasos sobre las piedras de la calle, si se
hubiera atrevido alguna vez a preguntarle algo, cualquier cosa…
Hoy ha vuelto a verla. Al anciano se le
ha roto el corazón. No iba sola, una mano pálida y vellosa apretaba la suya,
unos pies cansados adecuaban el paso a su paso. La tristeza había desaparecido
de su rostro, parecía más joven, más guapa.
Mientras el hombre recogía los pedazos
rotos de sus ilusiones, una idea iba tomando fuerza en su cabeza. No, no puede ser ella, se repetía una y
otra vez. Imposible, exclamaba en voz
alta mientras se reía a carcajadas. No es
ella porque está con otro hombre. Y Helen me prometió que me esperaría siempre.
¡Siempre! No importa que hayan pasado más de cincuenta años.
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