Alcaudete imaginado: La Semana Santa
Cada año, desde hacía más de
diez, esperaba con ilusión que llegara la Semana Santa.
Maldecía las veces en las que se retrasaba y tenía que aguardar hasta bien
avanzado abril. No era por vestirme de nazareno ni por ver procesionar las
hermosas imágenes que albergaban las iglesias y conventos de Alcaudete. Los
días previos, sentía la necesidad de salir a correr, de perderme por los
carriles de la Sierra
Ahillos mientras trataba de recordar cómo era su rostro. No
me había atrevido a sacarle ninguna fotografía, ni mucho menos a pedírsela. Tan
solo el azul intenso de sus ojos permanecía con fuerza en mi memoria, me traía
el recuerdo del mar, ese que a veces contemplaba en los veranos.
Siempre la encontraba durante
la representación del Paso de Abraham, en la Plaza. Nada más verla,
sentía que los edificios giraban alrededor de ella, que era el único centro de
aquel universo de personas que contemplaban entre devotas y divertidas la
representación de uno de los episodios de la pasión de Jesús, en las voces
afectadas de actores ocasionales. Llevaba un vestido blanco y rebeca azul, el
pelo sujeto con un pasador del mismo color, como hubiera querido vestirse a
juego con su mirada. Me quedaba prendado de ese aire retro que desprendía su
figura. En cuanto ella aparecía, el mundo dejaba de existir. Ya no veía la
fachada engalanada del ayuntamiento ni su reloj ni sus escalones de piedra. No
existía el Arco de la Villa
ni las casas señoriales de fachadas ocres. Había desaparecido la antigua ermita
de la Aurora y
los macetones de flores del centro de la plaza. Mi mirada se clavaba en su
figura, mientras la suya parecía ensimismada en la representación. En ese
momento me sentía feliz porque la tenía un buen rato quieta, para mí solo.
Podía observarla sin temor, me situaba a una distancia prudencial y dejaba que
mis ojos se extasiaran en su belleza.
Antes del Viernes Santo, la buscaba
en el recorrido de las distintas procesiones, pero nunca la encontraba. Intentaba
localizar su intensa mirada azul tras la capucha roja de los nazarenos de la Borriquilla en el Domingo de Ramos, la Borriquilla como
solemos llamarla. O bajo la verde o granate de El Huerto y Nuestra Señora del
Rosario, el Lunes Santo. El Martes me
afanaba en descubrirla tras los pasos de San Juan Evangelista, el Cristo de la Columna , la Virgen de la Amargura o el Cristo de la Agonía. Llegaba cansado a un
miércoles en el que las procesiones se sucedían sin clemencia alguna: Virgen de
la Piedad ,
Cristo de la Misericordia
y la Virgen de
las Lágrimas. También la buscaba entre la gente que contemplaba con devoción el
paso de las imágenes. En esos momentos, me hubiera gustado ser como ellos y no
estar obsesionado con la figura de una muchacha de la que no sabía nada, que
tan solo veía una vez al año y que ocupaba mis pensamientos todos los días de
mi vida. El Jueves Santo observaba los pasos, ya casi sin esperanza: Santísimo
Cristo de la Expiración ,
Señor de la Humildad ,
Nuestra Señora de la Antigua ,
Jesús Cautivo y la Virgen
de las Nieves. Me sentía agotado por mi Vía Crucis particular, por mi
persecución a una imagen pagana, que no me aportaba consuelo ni descanso.
Por fin llegaba el Viernes
Santo, cada año esperaba el momento con una mezcla de desazón y alegría, temía
que no se presentara a nuestra cita, que me dejara plantado bajo el balcón de
la plaza donde se representaba el Paso de Abraham. Antes había recorrido el
resto de los pasos, sin éxito alguno. Pasada la representación, ella se perdía
entre la gente. Por más que intentaba seguirla por la calle Llana, me era
imposible. Cuando por fin podía avanzar entre el gentío, mi musa ya había
desaparecido. No me daba por vencido y me iba al encuentro de las procesiones
que salían ese día: San Elías, Nuestro Padre Jesús Nazareno, la Santa Verónica , la Virgen de los Dolores, y
por la noche, el Santo Entierro y la Soledad.
El sábado descansaba en mi casa, ya dada por perdida mi
misión de búsqueda. El Domingo de Resurrección conseguía reunir fuerzas para
buscar entre nazarenos y devotos su amado rostro. Cuando se encerraba el paso
en la iglesia de San Pedro, yo me iba a enclaustrarme en mi habitación para
sufrir en silencio mi mal de amores.
Esta Semana Santa será
distinta, he renunciado a verla, pronto cumpliré treinta años y en mi vida no ha
existido otra mujer aparte de ella. Mi madre me mira preocupado, soy hijo único
y siempre quiso ser abuela. No iré a ver el Paso de Abraham, ni la buscaré como
un loco entre la gente que visita Alcaudete. Me he propuesto olvidarla, sellar
su recuerdo en un apartado oscuro de mi memoria. Creo que mi madre ha notado el
cambio, mi sonrisa más amplia, la mirada menos tensa. Me pide que la acompañe a
visitar a una amiga suya que emigró a Barcelona. Sus padres decidieron irse
tras una desgracia familiar, no quiere entrar en detalles. Nada más llegar a la
casa, noto un escalofrío. Huele a humedad y a tragedia. Una anciana se mece
tranquila en el zaguán, al abrigo de unos rayos de sol que atraviesan el hueco
de la puerta, la mirada perdida. Mi madre y su amiga se abrazan. Las dos pasan
ya de los cincuenta, pero en sus risas encuentro un deje infantil, como si los
recuerdos compartidos las rejuvenecieran. Las dejo que charlen mientras
contemplo las fotografías que adornan las paredes. Algunas ajadas por el tiempo
y la humedad que suelen acumular las casas cerradas. Creo que me voy a morir
cuando veo un retrato de ella. Lleva el mismo vestido blanco, la misma
rebequita azul, la misma mirada intensa. Trago saliva, el suelo ha dejado de
ser consistente bajo mis pies. Necesito unos minutos para recuperarme. Por fin,
logro reunir suficiente aire para preguntar: ¿quién es esa chica? La amiga de mi madre se acerca y mira con
devoción el cuadro. Era mi hermana, murió
hace muchos años. Nunca lo olvidaré, fue un Viernes Santo, se desmayó en la
plaza viendo el Paso de Abraham y no despertó. Por eso llevábamos tanto tiempo
sin venir en estas fechas, mi madre no podía soportarlo. Ahora ya no se entera
de nada, tiene Alzeheimer.
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