sábado, 6 de enero de 2018

Alcaudete Imaginado: El Castillo


Alcaudete imaginado: El Castillo

La subida hasta el Castillo aparecía iluminada por un sol en apuros, a punto de ser devorado por la línea del horizonte. La oscuridad no preocupaba a Carlos, ilusionado en visitar la fortaleza al abrigo de la noche. Así le costaría menos imaginar que el tiempo había retrocedido, que se encontraba en la Edad Media. El corazón danzaba agitado dentro de su pecho, para calmarse trató de acompasar sus latidos a las marchas de la Semana Santa: Ta, taratata, taratata, tan, tan… Apretó la mano de su padre y notó su propio sudor, se soltó con rapidez para limpiarse la palma en el pantalón. No podía permitir que lo creyera un niño miedoso, pronto cumpliría nueve años.
Las puertas del Castillo Calatravo volvieron a sorprenderlo, se sintió pequeño, un insecto insignificante a punto de cruzar el umbral que conduce a otro universo, a un mundo tan pasado como real, lleno de vidas y muertes, de caballeros y damas, de monjes guerreros… Con sus ojos de chiquillo que quieren comerse el mundo, busca ansioso las piedras esféricas, pruebas irrefutables de que en aquel castillo se habían librado cruentas batallas. Sonrió con satisfacción al comprobar que seguían allí, cerca del aljibe, esperando pacientes para ser lanzadas desde alguna catapulta.
Avanzaron en silencio acortando los metros que les separaban del refectorio. Cuando se adentraron en el edificio, la noche ya se había apoderado del aire tornándolo frío y espeso, casi tangible. La estancia era rectangular, de techos altos y paredes revestidas en piedra; adheridas a ellas, unas antorchas coniformes proporcionaban una luz irreal, mágica.
A Carlos le llegó un extraño olor a aceite quemado. Sorprendido, revisó con la mirada una por una las lámparas para asegurarse de que eran eléctricas.  De repente, se sintió atraído por una figura blanca situada al fondo de la sala. Cuando se acercó pudo comprobar que se trataba de un muñeco vestido con los hábitos de la Orden de Calatrava; sobre el pecho destacaba la cruz roja, flordelisada. Se aseguró de que su padre no le miraba antes de tocar aquellas atrayentes ropas. Fue entonces cuando sucedió lo imposible, el maniquí movió el brazo con agilidad y lo agarró por la muñeca, mientras su boca pronunciaba estas palabras “tengo sed, la jornada se hizo larga, luchamos con brío, el enemigo era fuerte y bravo, pero conseguimos vencerlo”.
Carlos no podía dar crédito a sus oídos, ni a sus ojos. Ante él, el rostro de un hombre, curtido por el sol y las guerras le sonreía. “Venga, jovenzuelo, moved vuestras piernas y traedme vino”, dicho lo cual le pegó un empujón que casi lo tira al suelo. El niño salió corriendo, preguntándose dónde podría encontrar la bebida. Recordó entonces que después de la visita se serviría un aperitivo en las caballerizas. Con sigilo, para evitar que lo descubrieran los camareros, cogió una de las jarras y la ocultó bajo su chaqueta. Regresó al refectorio, ahora el corazón no atendía a razones ni a marchas semana santeras, se le iba a salir por la boca. Su padre seguía charlando con un amigo, ajeno a sus preocupaciones. Entregó el recipiente al monje y dio un paso atrás. En ese momento oyó que lo llamaban y se marchó, sin esperar a que se tomara el vino.
No pudo ocultar los nervios por mucho tiempo y su padre terminó interrogándole; “¿qué has hecho, has roto algo?”. Intentó contárselo, pero las palabras se resistían a salir; por fin pudo decir “el monje ese está vivo”. Su padre lo miró divertido, con una sonrisa de incredulidad en la boca, de todas formas, accedió a acompañarlo. Cuando llegaron ante el maniquí, sólo era eso, un muñeco de manos rígidas e inmóviles, incapaces de sostener ningún objeto. Su padre se alejó riendo mientras repetía “Este niño no va a cambiar nunca”.
Carlos, desolado, busca la jarra de vino, la encuentra casi oculta tras la túnica calatrava y la recoge para devolverla a su lugar, convencido de que todo ha sido fruto de su imaginación. Casi se desmaya cuando comprueba que está vacía y que un pequeño arroyuelo rojo desciende por la comisura de los labios del maniquí.