Alcaudete imaginado: El Castillo
La subida hasta el Castillo aparecía iluminada por un sol en apuros, a
punto de ser devorado por la línea del horizonte. La oscuridad no preocupaba a
Carlos, ilusionado en visitar la fortaleza al abrigo de la noche. Así le
costaría menos imaginar que el tiempo había retrocedido, que se encontraba en
la Edad Media. El corazón danzaba agitado dentro de su pecho, para calmarse
trató de acompasar sus latidos a las marchas de la Semana Santa: Ta, taratata,
taratata, tan, tan… Apretó la mano de su padre y notó su propio sudor, se soltó
con rapidez para limpiarse la palma en el pantalón. No podía permitir que lo
creyera un niño miedoso, pronto cumpliría nueve años.
Las puertas del Castillo
Calatravo volvieron a sorprenderlo, se sintió pequeño, un insecto
insignificante a punto de cruzar el umbral que conduce a otro universo, a un
mundo tan pasado como real, lleno de vidas y muertes, de caballeros y damas, de
monjes guerreros… Con sus ojos de chiquillo que quieren comerse el mundo, busca
ansioso las piedras esféricas, pruebas irrefutables de que en aquel castillo se
habían librado cruentas batallas. Sonrió con satisfacción al comprobar que
seguían allí, cerca del aljibe, esperando pacientes para ser lanzadas desde
alguna catapulta.
Avanzaron en silencio
acortando los metros que les separaban del refectorio. Cuando se adentraron en
el edificio, la noche ya se había apoderado del aire tornándolo frío y espeso,
casi tangible. La estancia era rectangular, de techos altos y paredes revestidas
en piedra; adheridas a ellas, unas antorchas coniformes proporcionaban una luz
irreal, mágica.
A Carlos le llegó un
extraño olor a aceite quemado. Sorprendido, revisó con la mirada una por una
las lámparas para asegurarse de que eran eléctricas. De repente, se sintió atraído por una figura
blanca situada al fondo de la sala. Cuando se acercó pudo comprobar que se
trataba de un muñeco vestido con los hábitos de la Orden de Calatrava; sobre el
pecho destacaba la cruz roja, flordelisada. Se aseguró de que su padre no le
miraba antes de tocar aquellas atrayentes ropas. Fue entonces cuando sucedió lo
imposible, el maniquí movió el brazo con agilidad y lo agarró por la muñeca,
mientras su boca pronunciaba estas palabras “tengo sed, la jornada se hizo larga,
luchamos con brío, el enemigo era fuerte y bravo, pero conseguimos vencerlo”.
Carlos no podía dar crédito
a sus oídos, ni a sus ojos. Ante él, el rostro de un hombre, curtido por el sol
y las guerras le sonreía. “Venga, jovenzuelo, moved vuestras piernas y traedme
vino”, dicho lo cual le pegó un empujón que casi lo tira al suelo. El niño
salió corriendo, preguntándose dónde podría encontrar la bebida. Recordó
entonces que después de la visita se serviría un aperitivo en las caballerizas.
Con sigilo, para evitar que lo descubrieran los camareros, cogió una de las
jarras y la ocultó bajo su chaqueta. Regresó al refectorio, ahora el corazón no
atendía a razones ni a marchas semana santeras, se le iba a salir por la boca.
Su padre seguía charlando con un amigo, ajeno a sus preocupaciones. Entregó el
recipiente al monje y dio un paso atrás. En ese momento oyó que lo llamaban y
se marchó, sin esperar a que se tomara el vino.
No pudo ocultar los nervios por mucho tiempo y su padre terminó
interrogándole; “¿qué has hecho, has roto algo?”. Intentó contárselo, pero las
palabras se resistían a salir; por fin pudo decir “el monje ese está vivo”. Su
padre lo miró divertido, con una sonrisa de incredulidad en la boca, de todas
formas, accedió a acompañarlo. Cuando llegaron ante el maniquí, sólo era eso,
un muñeco de manos rígidas e inmóviles, incapaces de sostener ningún objeto. Su
padre se alejó riendo mientras repetía “Este niño no va a cambiar nunca”.
Carlos, desolado, busca la
jarra de vino, la encuentra casi oculta tras la túnica calatrava y la recoge
para devolverla a su lugar, convencido de que todo ha sido fruto de su
imaginación. Casi se desmaya cuando comprueba que está vacía y que un pequeño
arroyuelo rojo desciende por la comisura de los labios del maniquí.
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