Alcaudete imaginado: El río Víboras
Antes de que un
seis de julio mi infancia cambiara para siempre, ya me preguntaba si los ríos
podían sentir. Lo hacía cuando estaba sumergido en el Víboras, en alguno de los
pocos remansos donde quedaba agua suficiente para poder bañarse. En aquellos
años, finales de los setenta, el río formaba parte de nuestras vidas. Entonces,
no había tantas piscinas y muy pocos podían permitirse unas vacaciones en la
playa. Las madres se sentaban en la orilla para vigilar a sus retoños, con un
tarro de Nivea en las manos, crema que hizo las funciones del bronceador hasta
que a las tiendas de Noguerones llegaron productos más específicos.
La corriente
ejercía una atracción fatal sobre nosotros, y nos gustaba disfrutarla a solas.
Ese día decidimos escaparnos de la vigilancia de las madres, yo no tenía
problema, porque la mía nunca estaba allí. Y no sabía si sentirme feliz o
desgraciado, un poco de atención no me hubiera venido mal. Antonio era el más
valiente de la pandilla, el que siempre tomaba las decisiones, y de él fue la
idea de caminar río abajo en busca de un buen lugar para atrapar peces con las
manos o tirarnos de cabeza desde una piedra. Los demás lo seguimos sin
rechistar, ya había demostrado en varias ocasiones que era el más fuerte del
grupo y nadie quería arriesgarse a llegar a casa con la nariz rota. Caminamos
un buen rato por el lecho del río, pero no conseguimos atrapar ninguno de los
escurridizos barbos que se atravesaron en nuestro camino.
Éramos seis y
creíamos estar preparados para todo.
No para lo que
surgió delante de nosotros a volver un recodo del río. Era el remanso más
grande que habíamos visto nunca y ninguno recordaba haber estado allí ni que
nadie le hubiera hablado de él. El agua parecía chocolate, como si alguien
hubiera estado removiendo el limo del fondo con un palo gigante. En un primer
momento nos sentimos felices, nuestro arrojo iba a tener su recompensa, allí
podríamos disfrutar del baño sin que nadie nos molestara. El primero en
lanzarse de cabeza fue Antonio. Aplaudimos y gritamos con entusiasmo, hasta que
nos dimos cuenta de que tardaba demasiado en salir del agua. Esperamos varios
segundos en tensión, pero su cuerpo no emergía a la superficie. Temiendo que se
hubiera golpeado con una piedra, nos sumergimos en su búsqueda y tanteamos por
debajo del agua, sin resultado alguno.
Ahora sólo
éramos cinco. Cinco niños asustados que no sabían que hacer. Por mucho que
buscábamos, nuestro amigo no aparecía. Asustados ante aquel hecho inexplicable,
llegamos a la conclusión de que nos estaba gastando una broma, que se había ido
nadando por debajo del agua hasta llegar a algún punto fuera de nuestra vista.
Decidimos regresar, confiados de que en la presa nos encontraríamos a un
Antonio burlón, que se reiría de nosotros por ser tan ingenuos. No fue así. Antonio
nunca volvió de aquel remanso que se lo había tragado, como el pez grande se
come al chico.
Acompañamos a
los adultos para tratar de localizar el remanso, pero fue imposible dar con él.
El río apenas llevaba agua suficiente para formar charcos pequeños. Sin
embargo, a pesar de que nadie nos creía, nosotros estábamos seguros de haberlo
visto y de que nos habíamos sumergido en él. Hubo quien nos señaló como
culpables, pero la inocencia de nuestros ocho años y el miedo que se nos
reflejaba en los ojos, disiparon cualquier sospecha.
El tiempo, que no
todo lo cura, pasó. Los padres de Antonio murieron envueltos en la tristeza de
no poder recuperar el cadáver de su hijo y los otros cinco niños aventureros
nos convertimos en adultos tristes. Tras el suceso, sin darnos cuenta, nos
alejamos los unos de los otros y nos fuimos integrando en otras pandillas. Sin embargo, una fuerza extraña nos llevaba a
reunirnos el seis de julio de cada año, el
mismo día que Antonio desapareció. La primera vez nos encontramos allí por
sorpresa, cada uno llegó sin saber nada del resto. Caminamos río abajo hasta el
lugar donde vimos el remanso y allí estaba. Enorme y chocolateado parecía
mirarnos burlón, como diciéndonos que ya nadie nos creería. Comprendimos
entonces que los ríos pueden quedarse con lo que quieran y escupir a la orilla
lo que les desagrade.
Y al Víboras le
había gustado la fuerza y el coraje de nuestro amigo Antonio.
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