A Juanma lo conocí personalmente este año en la entrega de premios de Canal Literatura, en Murcia, aunque ya habíamos intercambiado palabras e historias por el foro de El Desván. Y confirmé en persona lo que ya atisbaba a través de sus palabras. Juanma es grande en todos los sentidos, en simpatía, en amabilidad, en sensibilidad y físicamente..., tuve que ponerme de puntillas para poder saludarlo con dos besos. Es joven, muy joven pero en su literatura nos da muestras de su inmenso potencial.
Aquí os dejo su presentación y uno de sus relatos, espero que os guste.
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Juan Manuel Rodríguez de Sousa cursa la carrera de Historia. Dedica el resto de su tiempo a la escritura y poesía.
Vive en la provincia de Málaga, en un municipio turístico de primer orden: Torremolinos. Él cree que la multiculturalidad que se respira en su ciudad (inmigrantes y turistas) y el contraste entre las viejas casas y los modernos, altos y feos edificios han estimulado de alguna manera su creación literaria. No sabe cómo.
Le encantan los libros, no sólo leerlos, sino oler su aroma, sentir el tacto de las hojas, observar las miles de letras tan arrejuntadas unas con otras.
Sus otras aficiones son la música y el cine. Ambas ocupan un lugar privilegiado en su agenda y se confiesa tan admirador de estas artes como de la literatura. Tiene la costumbre de dibujar con un lápiz mágico. Hace menos de un año inauguró su blog, allí muestra algunos de sus poemas, cuentos, críticas y otros textos. Además, están acompañados de una sinopsis artística que ameniza y enriquece la visita. O al menos, eso pretende él.
Entre sus autores de prosa preferidos, figuran Gabriel García Márquez y Antón Chéjov. En poesía es fiel admirador de Antonio Machado, del que considera el máxime partícipe de su amor hacia los versos y las palabras.
Esta dualidad de poesía y prosa obligan a dudar al joven -poeta y escritor- del camino a elegir. Por ahora circula entre los dos, y así mismo desearía que, en un futuro, ambos se mantuvieran siempre unidos, igual que saltaría un niño de charco a charco en un día de lluvia; pero siempre sobre una misma ruta: la escritura.
Vive en la provincia de Málaga, en un municipio turístico de primer orden: Torremolinos. Él cree que la multiculturalidad que se respira en su ciudad (inmigrantes y turistas) y el contraste entre las viejas casas y los modernos, altos y feos edificios han estimulado de alguna manera su creación literaria. No sabe cómo.
Le encantan los libros, no sólo leerlos, sino oler su aroma, sentir el tacto de las hojas, observar las miles de letras tan arrejuntadas unas con otras.
Sus otras aficiones son la música y el cine. Ambas ocupan un lugar privilegiado en su agenda y se confiesa tan admirador de estas artes como de la literatura. Tiene la costumbre de dibujar con un lápiz mágico. Hace menos de un año inauguró su blog, allí muestra algunos de sus poemas, cuentos, críticas y otros textos. Además, están acompañados de una sinopsis artística que ameniza y enriquece la visita. O al menos, eso pretende él.
Entre sus autores de prosa preferidos, figuran Gabriel García Márquez y Antón Chéjov. En poesía es fiel admirador de Antonio Machado, del que considera el máxime partícipe de su amor hacia los versos y las palabras.
Esta dualidad de poesía y prosa obligan a dudar al joven -poeta y escritor- del camino a elegir. Por ahora circula entre los dos, y así mismo desearía que, en un futuro, ambos se mantuvieran siempre unidos, igual que saltaría un niño de charco a charco en un día de lluvia; pero siempre sobre una misma ruta: la escritura.
"Si cerca de tu biblioteca, tienes un jardín, no te faltará de nada"
CICERÓN
Título: El jardín
Cuando cayó la noche, se abrió el crepúsculo pálido de cada mañana urbana. Las farolas, las aceras y los ladrillos se esfumaron. Cierro el paraguas y lo introduzco en un jarrón inmenso. El periódico mojado queda descansando en un escalón mientras me voy a la ducha para quitarme el ácido mortuorio de la lluvia externa. Una estufa oxidada me espera en la sala de estar. Los libros se apretujan entre estanterías largas y cortas, estrechas y anchas, rectas y racionales; inclinadas por el peso que sustentan; absurdas. Miro un título: El Jardín de los Cerezos. Buena época para leer a Chéjov. Las gotas estallan en los cristales de los ventanales. Fuera, se ve todavía la noche, se siente lejana pero sigue allí. Camino hasta colocarme al borde de una especie de precipicio. Mi nariz roza el frío vidrio. Mi boca dibuja con vaho algún sentimiento apagado, mis ojos miran al frente y se detienen. Allí está el Jardín de la Casita, donde siempre, desde niña, desde adolescente, desde que fui desposada y desde que ocurrió aquel suceso. Allí compartí los besos maternales, la ilusión de las primeras excursiones al zoo, la dedicación que le daba para fabricar mi nuevo herbolario. Fueron los primeros besos y la salida más inmediata y fácil para escapar cada vez que me encerraban en aquella caja de cemento. También fue una vía de entrada cuando regresaba a casa más tarde de lo acordado. Y ahora, ahora llevo más de veinte años sin pisarlo y sentir sus hojas. La edad me detectó alergia a aquellas flores, al polen, a la tierra. Desarrollé una alegría verdaderamente aterradora. Quizás también la repulsa de sentir otras épocas y notar las arrugas; el paso del tiempo. Los médicos me aconsejaron que abandonara aquel sitio, pero yo insistí en construir un muro de acero y cristal para que ni una mota traspasara de un lado a otro. No solamente un muro material. Contemplar las estrellas no era lo mío, aunque así pude observar aquel jardín todos los días sin el inconveniente de los efectos secundarios, logré sentirme todavía niña y muchacha cuando sólo me restaban dos telediarios.
No suelo pensar en la muerte; pero al mirar las hojas recuerdo el terror de mi marido en sus ojos, el miedo a dejarme sola en esta vida. Nunca le perdonaré haber fallecido en aquel jardín. Nunca. Por un momento, el ronco ruido de un motor inunda el espacio. La bobina de un coche asusta a los perros: es como un infarto en medio de hojalatas desgastadas. Escribo una nota. Pienso en todo lo que perdí. Quizás esta mañana sea la adecuada. Sé que pronto vendrá el jardinero, siempre tan puntual. Tan callado. Este mismo mes, el banco me ha comunicado que no podré continuar pagándole, tampoco conseguiré pagar la eterna hipoteca. Una vieja con hipoteca, soy patética. Siempre quise vivir como la típica anciana que invita a todo el mundo a tomar té con pastas. O a comerse unos donuts con Cocacola Light. El problema es que aquel deseo de olvidar sin querer hacerlo, aquel deseo de revivir aquel jardín de todos los días agotó todo, lo desnutre y me llevan a la ruina porque nunca olvidaré aquel suceso. Los pobres no pueden permitirse una depresión de caballo, volverse locos, ser esquizofrénicos porque después deben pagar los importes. Al final, el intento por sobrevivir, aunque sea a expensa de la demencia, ha resultado el causante de mi propia destrucción.
Ahora deberé vender la casa, y con ella el Jardín de la Casita. Seguramente echarán todo abajo para construir un pequeño bloque de sofocados apartamentos y, seguramente, me aconsejarán que compre alguno de ellos y guarde el dinero restante en una cuenta bancaria. Es divertido hablar de problemas económicos cuando los morados, el rosa, el blanco se confunde con la lluvia y lo hacen todo tan borroso. Es como instalar un Monet en medio de un frío y pobre cubículo de plástico y luces fosforescentes de una interminable planta de oficinas. Algo parecido al final de El Jardín de los Cerezos: “Sonido moribundo y triste, semejante al de la cuerda de un instrumento al romperse. Se hace el silencio, escuchándole solo, como a lo lejos, en el jardín, el hacha golpear sobre el árbol”.
Ese será el final de mi jardín, lo sé. Hay que ser racional. Y la razón también me dice que no merece la pena vivir para contemplar el horror y la presión de la construcción y del progreso. No vale la pena. Sólo hay una solución que arregle la melancolía, la vejez y los problemas económicos, y aquel deseo que durante veinte años la salud me ha negado.
Quiero abrir la puerta, es un suicidio, tengo plena conciencia de ellos, pero ya no me queda nada, es más, ya casi no me quedan los recuerdos. El postillo está echado y no es posible abrirlo, por ahora. La llave está escondida. La familia cuida de que siempre esté a salvo, mas yo conozco el escondite, lo encontré hace algún tiempo. Me callé y disimulé fácilmente ya que mis hijos me encuentran más chocha de lo que yo creía; es una señal.
Recuerdos putrefactos, instantes derretidos. Miro al frente. Las hojas parecen descansar de la lluvia, ha escampado. La decisión está tomada. Se oye el crujido de mis pisadas en el césped. Un llanto asfixiado y, junto a mi marido, corto de raíz una rosa negra. Él parece mirarme, pedirme perdón. Yo le acallo colocándole mi índice sobre sus labios. Coge una manta de buganvilla y me la echa por encima. Al fin, me dice: has vuelto a casa.
Me encontrarán acariciando las flores, y leerán la simple nota que les dejé torpemente como último deseo: esparcir mis cenizas muy lejos de aquí para que nunca pueda sentir el acero golpear sobre las flores, las hojas y la tierra.
CICERÓN
Título: El jardín
Cuando cayó la noche, se abrió el crepúsculo pálido de cada mañana urbana. Las farolas, las aceras y los ladrillos se esfumaron. Cierro el paraguas y lo introduzco en un jarrón inmenso. El periódico mojado queda descansando en un escalón mientras me voy a la ducha para quitarme el ácido mortuorio de la lluvia externa. Una estufa oxidada me espera en la sala de estar. Los libros se apretujan entre estanterías largas y cortas, estrechas y anchas, rectas y racionales; inclinadas por el peso que sustentan; absurdas. Miro un título: El Jardín de los Cerezos. Buena época para leer a Chéjov. Las gotas estallan en los cristales de los ventanales. Fuera, se ve todavía la noche, se siente lejana pero sigue allí. Camino hasta colocarme al borde de una especie de precipicio. Mi nariz roza el frío vidrio. Mi boca dibuja con vaho algún sentimiento apagado, mis ojos miran al frente y se detienen. Allí está el Jardín de la Casita, donde siempre, desde niña, desde adolescente, desde que fui desposada y desde que ocurrió aquel suceso. Allí compartí los besos maternales, la ilusión de las primeras excursiones al zoo, la dedicación que le daba para fabricar mi nuevo herbolario. Fueron los primeros besos y la salida más inmediata y fácil para escapar cada vez que me encerraban en aquella caja de cemento. También fue una vía de entrada cuando regresaba a casa más tarde de lo acordado. Y ahora, ahora llevo más de veinte años sin pisarlo y sentir sus hojas. La edad me detectó alergia a aquellas flores, al polen, a la tierra. Desarrollé una alegría verdaderamente aterradora. Quizás también la repulsa de sentir otras épocas y notar las arrugas; el paso del tiempo. Los médicos me aconsejaron que abandonara aquel sitio, pero yo insistí en construir un muro de acero y cristal para que ni una mota traspasara de un lado a otro. No solamente un muro material. Contemplar las estrellas no era lo mío, aunque así pude observar aquel jardín todos los días sin el inconveniente de los efectos secundarios, logré sentirme todavía niña y muchacha cuando sólo me restaban dos telediarios.
No suelo pensar en la muerte; pero al mirar las hojas recuerdo el terror de mi marido en sus ojos, el miedo a dejarme sola en esta vida. Nunca le perdonaré haber fallecido en aquel jardín. Nunca. Por un momento, el ronco ruido de un motor inunda el espacio. La bobina de un coche asusta a los perros: es como un infarto en medio de hojalatas desgastadas. Escribo una nota. Pienso en todo lo que perdí. Quizás esta mañana sea la adecuada. Sé que pronto vendrá el jardinero, siempre tan puntual. Tan callado. Este mismo mes, el banco me ha comunicado que no podré continuar pagándole, tampoco conseguiré pagar la eterna hipoteca. Una vieja con hipoteca, soy patética. Siempre quise vivir como la típica anciana que invita a todo el mundo a tomar té con pastas. O a comerse unos donuts con Cocacola Light. El problema es que aquel deseo de olvidar sin querer hacerlo, aquel deseo de revivir aquel jardín de todos los días agotó todo, lo desnutre y me llevan a la ruina porque nunca olvidaré aquel suceso. Los pobres no pueden permitirse una depresión de caballo, volverse locos, ser esquizofrénicos porque después deben pagar los importes. Al final, el intento por sobrevivir, aunque sea a expensa de la demencia, ha resultado el causante de mi propia destrucción.
Ahora deberé vender la casa, y con ella el Jardín de la Casita. Seguramente echarán todo abajo para construir un pequeño bloque de sofocados apartamentos y, seguramente, me aconsejarán que compre alguno de ellos y guarde el dinero restante en una cuenta bancaria. Es divertido hablar de problemas económicos cuando los morados, el rosa, el blanco se confunde con la lluvia y lo hacen todo tan borroso. Es como instalar un Monet en medio de un frío y pobre cubículo de plástico y luces fosforescentes de una interminable planta de oficinas. Algo parecido al final de El Jardín de los Cerezos: “Sonido moribundo y triste, semejante al de la cuerda de un instrumento al romperse. Se hace el silencio, escuchándole solo, como a lo lejos, en el jardín, el hacha golpear sobre el árbol”.
Ese será el final de mi jardín, lo sé. Hay que ser racional. Y la razón también me dice que no merece la pena vivir para contemplar el horror y la presión de la construcción y del progreso. No vale la pena. Sólo hay una solución que arregle la melancolía, la vejez y los problemas económicos, y aquel deseo que durante veinte años la salud me ha negado.
Quiero abrir la puerta, es un suicidio, tengo plena conciencia de ellos, pero ya no me queda nada, es más, ya casi no me quedan los recuerdos. El postillo está echado y no es posible abrirlo, por ahora. La llave está escondida. La familia cuida de que siempre esté a salvo, mas yo conozco el escondite, lo encontré hace algún tiempo. Me callé y disimulé fácilmente ya que mis hijos me encuentran más chocha de lo que yo creía; es una señal.
Recuerdos putrefactos, instantes derretidos. Miro al frente. Las hojas parecen descansar de la lluvia, ha escampado. La decisión está tomada. Se oye el crujido de mis pisadas en el césped. Un llanto asfixiado y, junto a mi marido, corto de raíz una rosa negra. Él parece mirarme, pedirme perdón. Yo le acallo colocándole mi índice sobre sus labios. Coge una manta de buganvilla y me la echa por encima. Al fin, me dice: has vuelto a casa.
Me encontrarán acariciando las flores, y leerán la simple nota que les dejé torpemente como último deseo: esparcir mis cenizas muy lejos de aquí para que nunca pueda sentir el acero golpear sobre las flores, las hojas y la tierra.
9 comentarios:
Muy sentido tu relato y muy triste, muy triste. La vejez tiene a veces eso, es muy triste
Sí, Carmen, es muy triste... salió asi de repente.
Tengo que dar las gracias a Felisa oficialmente, y también decir que este relato estaba inédito en Internet porque lo que es una auténtica primicia, jajaja, mi amiga Felisa no se merece menos.
Un beso Felisa
(también a ti Carmen)
Lo primero buscar silla junto a mis compis para leer el relato que nos presenta Felisa.
Sus viernes (como los de otros compañeros y compañeras), me parecen de cine. Sesión de honor.
Voy a leer el relato...
ojalá que te sientas a gusto,
sino, pídele al vendedor de entradas en la taquilla de cine que te devuelvan el dinero (y el tiempo a ser posible)
Besos
Joder, Juanma. Me gusta leer tu nombre de autor, porque si no lo puesiera, esta historia bien podría venir de la pluma de cualquier prestigioso escritor. Quiero decir, que yo habría entendido que nos has traído una buena historia porque te ha gustado. Quiero decir, que me parece magnífica, sosegada, reflexiva y totalmente madura y linda. Bueno, bueno. Podrías haberla enviado a un concurso, auque si te ocurre lo que a mí, que me parece que el mejor premio es compartir con mis compis estas cosillas.
Enhorabuena
No puedo por menos que felicitarte JuanMa, por ese relato y a Felisa por hacer los honores de publicarlo para nuestro deleite personal.
Triste pero con un sentimiento muy profundo.
Quiero escribir algún dia algo tan hermoso, de verdad.
Un abrazo compañeros de viaje
Muchas Gracias Mercedes por ese comentario tan lindo, la verdad es que me has sacado los coloretes y no sé qué decir..jajaj,
En fin, mandé este relato a un concurso pero no gané, o al menos, eso pareció, y ya no quise mandarlo a ninguno más porque quería compartilo con todos, ya tenía pensando publicarlo en mi blog y entonces Felisa me dio la idea cuando me comentó lo de esta sección...
Muchas gracias MErcedes, sé que la entrada ha sido bien aprovechada.
Gracias Paco por esa felicitación, y por esos halagos que me ruborizan porque en parte de los escritores somos tramposillos, mentirosos y para mí este texto no es tan hermoso... no sé,
En fin, creo que tus palabras me han dado un ánimo tremendo,
Algunos desvaneros conocen el porqué de esta historia, resulta que fue gracias a Ramón y a Ysa, una compañera de desván.
Bueno, más bien fue gracias al virus de ordenador de Ramón el cual no le dejaba ver algunas fotos que mandaba Ysa, una de esas era la foto con el jardín y la casita de madera... así que como Ramón no podía verla pues me lancé a describirla... y en la descripción me encontré con este relato.
Si al final toda la historia es producto de un virus informático!"!!!! Viva!!! Los virus informáticos!!!! jajajaja
Un abrazo,
Juanma
Acabo de leer el relato, confieso que lo puse con un poco de prisa y no me paré a leerlo. Es una historia triste vestida con palabras preciosas, muy bueno, no puedo sino felicitarte y darte las gracias por darme el honor de publicarlo en mi blog.
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