(Como lo prometido es deuda, aquí dejo mi cuento, el que se incluye en el libro de la Fundación Abbot)
Nunca pensé que dos letras, dos insignificantes y estúpidas letras, cambiarían el rumbo de mi vida. EM, apuntó el médico en el informe que me entregó sin apenas mirarme a los ojos. Después inició una retahíla científica llena de términos incomprensibles para mí: mielina, autoinmune, brotes…, hasta terminar por pronunciar las palabras que parecía haber esquivado durante toda la consulta: esclerosis múltiple.
Y eso sí sabía yo lo que era, algo terrible.
No sé por qué en vez de ir a mi casa fui a la de mis padres. Quizás esperaba que mi madre me abrazara y me dijera que todo había sido una pesadilla, como cuando despertaba empapada por el sudor de las noches de fiebre y ella enfriaba mi frente con una toalla mojada. Sin embargo, cuando me abrió la puerta, fui incapaz de decirle nada. Saqué fuerzas para engañarla, para fingir una sonrisa falsa y para pedirle una receta que sabía nunca llegaría a preparar.
Después de hablar sobre temas intrascendentes en un forzado tono festivo, me marché de la casa de mi infancia con la sensación de que nunca volvería a ser una niña; que nadie me diría que lo que estaba viviendo era una pesadilla; que la vida real me había atrapado para siempre. Y no hay nada más insoportable que una existencia sin sueños.
Mientras conducía me vino a la cabeza el día que conocí a Alfonso, hacía ya más de dos años. Me mareé al salir del coche, en mitad del aparcamiento del supermercado. Él salía de su coche y se acercó para atenderme. Siempre nos reímos cuando recordamos la extraña forma de conocernos, y damos gracias a aquel mareo que nos fue tan propicio. Ahora, tras escuchar al médico, sé que pudo ser uno de los primeros síntomas de mi enfermedad, de esa EM que amenazaba con comerse mi vida.
Me llevó en su coche a urgencias, pasó toda la tarde a mi lado, yo se lo agradecí emocionada, me encontraba tan sola. Mis padres se habían marchado de viaje, y en aquellas fechas, pleno agosto, apenas me quedaban amigos en la ciudad. Intercambiamos los teléfonos, él acababa de llegar de Alcaudete, un pueblo perdido entre olivos, en la provincia de Jaén, apenas conocía a nadie. Me hizo gracia su acento andaluz, esa forma descarada de comerse las eses y las des. Me gustaron sus manos, que apretaban con firmeza las mías, sus ojos nobles, su nariz recta. Aquella misma tarde pensé que sería un buen padre para mis hijos, esos que aún dudaba si quería tener. Mi edad, me acercaba a los treinta y cinco, me apremiaba.
Alfonso pronto se instaló en mi vida e hizo que olvidara al resto de amantes que alguna vez pasaron por mi cama. Sólo eran cuerpos vacíos, nunca significaron nada. Historias llenas de formas, sin fondo.
Entonces dudaba. Ahora quiero. Lo deseo, lo que más y, sin embargo, dos letras se interponen entre esos niños y yo. El bebé que llevamos buscando sin éxito desde hace más de tres meses, el que nunca vendrá. No puedo traer hijos al mundo sin saber si seré capaz de cuidarlos, de verlos crecer, de acompañarlos a la guardería, al colegio,..
¿Y Alfonso? Debo romper con él antes de que se entere de nada. Afrontar este camino, cerrar una etapa de mi vida, la de mujer sana, y adentrarme sola en esta nueva existencia marcada a fuego con dos letras, indelebles, insalvables.
Abro la puerta del apartamento con la firme convicción de que será la última, que me marcharé de allí para no volver. No sé si regresar a casa de mis padres, o irme a otra ciudad donde nadie me conozca, donde nadie pueda tenerme lástima.
Alfonso sale a mi encuentro, como si estuviera acechando tras la puerta de entrada y mis pasos por el pasillo le hubieran alertado de mi llegada. Tiene los ojos rojos y me mira con mucha intensidad, ha llorado. No, no puede saberlo, yo no le he dicho nada a nadie.
¾Han telefoneado de la clínica, te dejaste el informe allí, como no me cogías el móvil me pasé a recogerlo, tuve que insistir, decirle que era tu marido, pero al final me lo dieron. ¿Por qué no me has llamado? ¾dijo mientras me abrazaba con todas sus fuerzas, hasta hacerme daño.
Y todos mis planes de marcharme, de contarle que me había enamorado de otro, de que ya no lo quería, todos, uno por uno, se vinieron abajo. Como yo, que me dejé abrazar, consolar, besar,…
Han pasado varias semanas pero aún no se lo he dicho a mis padres. Es nuestro secreto. Cuando él ve que tengo lágrimas en los ojos me los seca con sus labios, luego recorre mi cara en un sendero de besos inagotables, hasta llegar a mi cuello y hundirse allí un ratito. Sé que está sufriendo por mí, aunque se ría de mis despistes y de los golpes que me doy contra las puertas, como hacía antes, cuando esos golpes eran inocentes. Pero nada es como antes, ahora cada cosa tiene un significado distinto, mucho más cruel.
Leo mucho sobre la enfermedad, cada día entro en Internet, veo videos de personas en estado avanzado. Sé que no debería, creo que el médico me aconsejó que no lo hiciera, pero mi sed de saber me ha vuelto masoquista, apenas hago caso a las personas que llevan bien la enfermedad, me gusta centrarme en los casos graves, en los incurables. Lo que más me aterra es que no hay una solución definitiva; que, aunque mejore con los tratamientos, la enfermedad siempre estará ahí acechándome tras ese par de letras homicidas.
Llevo una semana sin salir de casa, me paso el día en pijama, no quiero volver a la clínica, es una actitud irracional, debería empezar con los inmunodepresores. Sí, ya toda esta jerga me es familiar, he leído y he visto tanto que podría impartir una conferencia sobre el tema. Todo empieza en el cerebro, y ahí se queda, para siempre.
Mi actitud no es la correcta. Lo sé. Me paso la mañana tumbada en el sofá. Cuando vuelve Alfonso, me echo en sus brazos y lloro un rato. Sé que le hago daño, y no me importa. La que está enferma soy yo, merezco recibir toda su atención. Me he vuelto egoísta, me aprovecho de la situación, no quiero evitarlo, es mi pequeña compensación por todo lo que me queda que sufrir.
Alfonso me ha convencido para iniciar el tratamiento. No han sido sus palabras las que me han persuadido, fueron sus ojos, el miedo a perderme que vi reflejado en ellos.
El médico de cabecera me ha explicado en qué consiste, me ha dado cita para el neurólogo. En unos días empezaré a pincharme.
No tengo ganas de vivir, no tengo fuerzas para seguir luchando. La medicación me deja anulada, a veces dudo de si sigo siendo una persona, si una vida así merece la pena. Paso el día en pijama, esperando que venga Alfonso. Cuando llega me abrazo a él, sus besos son como agua fresca, se bebe mis lágrimas y me anima a seguir. Me gustaría decirle que todo esto lo hago por él, que ya no deseo vivir, pero me callo, no soy tan cruel.
Hoy me ha dado un brote. Hemos acabado en urgencias, no veía nada y me sentía mareada, mis pies no podían sostenerme, caí al suelo. Como pude me arrastré hasta el teléfono, Alfonso vino enseguida. Me pregunto cuánto tiempo soportará vivir con una enferma. Me siento encerrada en un cuerpo inútil. A veces me pregunto por qué no me atropelló un coche, todo hubiera sido mucho más fácil, más corto, más llevadero.
Mi madre viene todos los días, creo que se lo ha pedido Alfonso, tiene miedo de que haga alguna locura, hasta para eso soy cobarde, no me imagino segando mi vida con una cuchilla de afeitar y me cuesta un mundo tragarme una pastilla, no soportaría hacerlo con un bote entero. Mi madre está triste, sus pupilas no brillan, contrastan con la aparente vitalidad que derrocha a su alrededor: limpia, cocina, me lee un rato; el cansancio me impide sujetar los libros. Me doy cuenta que sus ojos sólo son un reflejo de los míos, su pena es se alimenta de mi aflicción; y eso me da fuerzas para seguir luchando, no soporto verla así.
Hoy he salido de casa. Ha sido un pequeño paseo, hasta el parque más cercano. Es increíble. La vida sigue, la primavera ha asaltado los arriates, colmándolos de flores; los árboles se cubren de hojas; los jóvenes pasean abrazados… Y yo sigo aquí, lamentándome de mi enfermedad.
Anoche hice el amor con Alfonso. Sí, hacía dos meses que no teníamos sexo, sentía que la enfermedad me quitaba atractivo y yo no quería que lo hiciera conmigo por lástima. Me puse el conjunto negro de seda, el que me trajo de París. En el espejo me vi hermosa. Un poco más delgada, con algunas ojeras que traté de corregir con el maquillaje. Hacía mucho tiempo que no me pintaba, ni siquiera la línea negra de los párpados que antes consideraba imprescindible. Él no lo esperaba, me abrazó llorando. Pronto se dio cuenta de que yo necesitaba pasión, no lágrimas. Y la derrochó, cubrió mi piel de besos. A cada caricia me sentía más viva, más afortunada, casi había olvidado el placer de sentirme deseada, la vitalidad de su cuerpo moldeando el mío en un abrazo interminable.
Le he pedido el alta a mi médico de cabecera. Mañana iré al trabajo, la medicación mantiene los brotes bajo control, apenas noto un ligero mareo por las mañanas y el cansancio que me acompaña todo el día, un compañero pesado y ominoso. He prescindido de los zapatos de tacón, me siento más segura con los planos. Contaré a todos que padezco esclerosis múltiple, así sabrán cómo actuar si sufro un brote en la oficina. No me afectarán sus miradas de lástima, no las consentiré, soy una persona normal que sufre una enfermedad, como el que tiene un resfriado, la única diferencia es que nunca me curaré del todo.
Hace una semana que apenas duermo, no me ha venido la regla, siete días de retraso es mucho para alguien tan puntual como yo. No se lo he dicho a Alfonso. Pudo ser esa primera noche, luego tomamos precauciones, pero ese día no, ninguno reparó, era tan fuerte el deseo…
Estoy embarazada, las dos rayitas se han puesto rosas, y tengo ganas de llorar. Debería estar feliz, contenta por conseguir por fin mi sueño de ser madre, de tener una piel suave pegada a la mía, de escuchar de su boca la palabra mamá. ¿Qué madre puedo ser yo? A veces ni siquiera tengo fuerzas para levantarme, me pesan los pies, los brazos, ¿cómo podré bañarlo, alimentarlo?
No tengo alternativa, no hay lugar para la elección. Este niño no debe nacer, no permitiré que sea un desgraciado con una madre inválida. Ahora sólo es una cosita insignificante, su corazón un puntito diminuto, no sufrirá. La cita en la clínica es para la semana que viene. Iré sola.
La habitación es luminosa, un amplio ventanal me permite ver el parque de enfrente, unos niños juegan en los toboganes y columpios, bajo la atenta supervisión de sus madres. Unas lágrimas se escapan de mis ojos, pensé que ya me había secado. Llevaba varios días sin poder llorar, ni dormir, sólo pensar, pensar una y otra vez en lo que estaba dispuesta a hacer.
No puedo echarme atrás, yo no sería como esas madres sanas, no podría jugar con mis hijos en el parque, ni subirlos a los columpios, ni empujarles.
De pronto algo llama mi atención: una mujer anda de forma extraña, como si tuviera miedo a caerse en cualquier momento, creo que lleva algo en la mano. Sí, es un bastón. Agarrada a su otra mano, la izquierda, una niña de apenas dos años. La mujer se sienta en un banco, la niña corre a jugar con la arena, de vez en cuando mira hacia el banco para comprobar que la mujer, supongo que su madre, sigue allí. Apenas lleva cinco minutos jugando cuando se levanta y va corriendo para darle un beso.
La enfermera me saca de la tierna escena. Viene con un formulario, el último que tengo que firmar antes de la intervención. Noto que me falta el aire, que el suelo se ha convertido en un remolino bajo mis pies. Quiero hablar con el médico, puedo decir antes de caerme desmayada.
De regreso a casa, en el taxi, me voy liberando de todos mis miedos. Sobre el espejo retrovisor veo las fotos de dos niños pequeños, algo desvaídas.
¾¿Son sus hijos? ¾pregunto.
¾Sí, ya están más grandes, fíjese usted, la mayor empieza este año la universidad, pero me gusta esta foto, la llevo ahí desde siempre.
¾Es una foto preciosa ¾le digo casi llorando
¾¿Le pasa algo señora?
¾No, nada, tonterías mías.
Alfonso ya está en casa, me pregunta dónde he estado, se lo cuento todo, ya no tiene sentido ocultarlo. Me abraza. Sé que me ayudará, que siempre contaré con él.
Salimos juntos de la consulta, el médico me ha dicho que la enfermedad no tiene por qué afectar al embarazo, por ahora todo va bien. No podrán ponerme el tratamiento hasta que termine la gestación, pero lo más probable es que no sufra ningún brote en estos nueve meses.
Mi vientre crece, la piel se dilata. Conforme mi cuerpo se vuelve más pesado mis pensamientos se tornan ligeros, ingrávidos. El peso de la enfermedad maldita se compensa con la esperanza que nace de las pataditas que, cada vez con mayor frecuencia, me propina el bebé.
Mientras acaricio mi barriga, pienso que las letras sólo tienen la importancia, el poder que nosotros les otorguemos, que no debemos dejarnos intimidar por la fuerza que la enfermedad les confiere.
Mi hija, estoy segura de que será niña, se llamará Eva María, una EM que será capaz de contrarrestar todos los efectos malignos de la otra EM, la esclerosis múltiple.
Ahora puedo soportar la idea de que esas dos letras me acompañarán el resto de mi vida.
3 comentarios:
Felicidades Felisa por doble motivo, el primero la publicación, el segundo y mucho más importante a mi juicio, por ser capaz de hilar tan fino en el mundo de una enfermedad terrible.
Mi más sincera enhorabuena.
Un abrazo
No creo que lo pueda volver a leer.
Dbes saber que detrás de este relato siguen habiendo lagrimas
Me he emocionado con la lectura de este relato. Enhorabuena.
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