jueves, 12 de enero de 2012

La soledad de Elisenda

Elisenda se afanaba porque todo quedara en perfecto estado de revisión. Había limpiado el polvo de los muebles, sacado brillo a la plata que se exhibía en el aparador, y había pulverizado la estancia con un ambientador que olía a jazmines. Su gato la observaba desde el sillón, parecía intrigado con la inusual actividad de su ama, que ahora colocaba unos dulces sobre la bandeja dorada de las grandes ocasiones. Dos tazas, alineadas simétricamente, indicaban que esperaba una visita.

El timbre sonó poco después de las once. Abrió la puerta y se encontró con el rostro del simpático joven, que en ese momento adelantaba la mano para saludarla. Ella ignoró el gesto y le besó ambas mejillas, ante el estupor del muchacho. Lo cogió del brazo y lo introdujo, casi a la fuerza, en el interior de la vivienda.

Llevaba muchos días planeando aquel encuentro, desde que murió Rafael, su marido, la soledad se había enroscado en su vida como una pitón, nadie la visitaba desde hacía semanas, quizás meses. Sus sobrinos se habían olvidado de ella, la mayoría de sus amigas ya habían muerto o vegetaban en algún asilo; así que su vida transcurría en el silencio de aquel piso vacío, tan sólo interrumpido por el maullido triste de su gato, también anciano.
El joven no salía de su asombro, trataba de resistirse con suavidad, tengo prisa señora Elisenda, aún me quedan muchas casas que visitar, otro día vengo con más tiempo.
¿No irás a despreciarme el café y los dulces? En las palabras de la mujer flotaba la angustia, y el chico lo notó. La miró con curiosidad no exenta de lástima y decidió aceptar la invitación. A un lado dejó la revista del Círculo de Lectores, ya habría tiempo después de anotar el pedido.

1 comentario:

Merche dijo...

La vida sigue, y hay que aferrarse a cualquier resquicio de esperanza que nos ofrezca.
Un placer leerte.

Beso