viernes, 20 de agosto de 2010

El cuaderno de astros, por Manuela Padial

Manuela Padial (primera a la izquierda de la foto) es una ganadora nata. Sus relatos son seleccionados una y otra vez en diferentes concursos literarios. He coincidido con ella tres veces, las dos primeras fueron en Baena (Córdoba), en esta ocasión el encuentro se produjo en Cantillana (Sevilla).
Además de eso es una persona encantadora, sencilla, amable, de sonrisa fácil. Suele quitar importancia a sus numerosos premios, sólo es una aficción, no me considero escritora, me ha dicho en más de una ocasión. Pero no hay más que leer un texto escrito por ella para darse cuenta que sí, que tiene magia, que escribe bien, y que sólo le falta creérselo y ambicionar un poquito más.
Le pedí una pequeña reseña suya para ponerla en el blog, pero unicamente me ha mandado un relato, creo que su humildad le impide hacer una relación de todos los premios conseguidos, yo sé de buena tinta que son muchos.

"El cuaderno de astros" ha recibido un accesit en el Certamen de Cuentos de Mijas, un prestigioso concurso, por el gran número de obras que recibe cada año.
EL CUADERNO DE ASTROS


Daniel ha ido aplazando, desde hace años, una decisión que sabe inevitable y un viaje que le lleva dando pereza durante media vida. Sin embargo, hoy se ha levantado temprano, antes que la claridad de abril rompiera las sombras ambiguas de la noche, antes que los astros nocturnos abandonaran el cielo rendidos ante la pujanza del sol, incluso antes de que el sueño lo hubiese abandonado por completo, se ha levantado temprano y ha tomado la determinación de ponerse en carretera. No está seguro de si ha sido un sueño, uno de esos que se olvidan al despertar, o simplemente alguna fuerza extraña, quien lo empuja a tomar la decisión, pero no tiene dudas, sabe que hoy es el día, como si estuviese escrito en algún calendario imaginario y todo el tiempo no hubiese sido más que una espera para la llegada de esta fecha.

Toma una pequeña maleta, y se dispone hacia la estación de trenes, con la precipitación imprudente de las situaciones no advertidas. La estación amanece con el ritmo de los silbidos de los trenes que se aproximan o se alejan, se llena de la luz que limpia las horas cansadas de una noche en continuo movimiento. Daniel compra un billete y se sumerge entre el bullicio de la gente que controla los avisos de las próximas llegadas. Comprueba que aún queda más de media hora para la salida de su tren y se encamina hacia una cafetería para tomar un café que le sosiegue un estómago al que Daniel había dejado olvidado con las prisas.

La claridad de abril penetra hacia las calles de una ciudad que se prepara para despedirse del invierno áspero y crudo al que sólo le quedan unos coletazos de cólera, de un invierno que se aleja a regañadientes, adueñándose aún de las madrugadas, de las atardecidas en las que se difumina el sol, de las amanecidas lentas… La luz de abril avanza paulatinamente por las piedras de la ciudad, por sus sombras, por las laderas de los montes colindantes que parecen acercarse desde el horizonte con sus cumbres todavía recubiertas de nieve; la luz de abril avanzaba por los sentidos de Daniel, por sus juicios, por sus reparos, por sus emociones, por todas las honduras que han quedado aletargadas durante los días grises del invierno.

Daniel entra en la cafetería, coge un periódico, pero su cabeza está tan aturdida que no es capaz de concentrarse en ninguno de los titulares, sólo la fecha parece acercarse a su entendimiento como si la tinta de la misma se tornara en un tono distinto, 10 de abril de 2010, y saltara hacia sus ojos. Toma un sorbo de café, su sabor áspero le obliga a reencontrarse con la realidad que le estaba robando la fecha del periódico y comprueba el reloj de manera instintiva. Termina el café, suelta un periódico al que ha ojeado todas sus hojas, sin haber leído una sola línea, y se encamina hacia el andén indicado en su billete.

Se sienta junto a la ventana y apoya la frente en el cristal, intentando sentir el tacto del vidrio frío sobre su piel. En pocos minutos el tren se pone en marcha con un movimiento lento que va acelerando progresivamente hasta tomar un ritmo uniforme y acompasado. Daniel se reincorpora en el asiento, coloca la cabeza en el respaldo y toma una postura cómoda que lo envuelve en el sueño que dejó sin despabilar antes que el día hubiese amanecido por completo. Cuando despierta comprueba que han pasado los kilómetros y las horas como si nunca hubiesen existido.

Calcula que en pocos minutos se encontrará en su destino y comienza a fabricar un croquis mental de las calles y plazuelas con el fin de no perderse en un pueblo que recorrió por todas sus callejas, por todos sus campos, por todos sus montes, por todos sus rincones y todas sus estancias, pero del que apenas recuerda más que la luz de sus calles y el olor lúgubre de una casa inmensa, con escaleras de trancos muy altos, habitaciones oscuras, y un pajar repleto de trastos amontonados.

La próxima será su parada. Una extraña ansiedad se apodera de su ánimo y le provoca un nerviosismo desconocido, de un lado el miedo irracional de reencontrarse con sus propios recuerdos, de otro lado una inquietud impaciente de pisar el pueblo, como si sus tierras pudieran arrancarle los años transcurridos fuera de esos lugares y lo convirtieran, de nuevo, en el niño silencioso que paseaba sus fantasías, en el niño que crecía entre sus calles, o en el muchacho que estudiaba en la ciudad y que siempre regresaba por vacaciones.

Baja del tren, se queda de pie ante los andenes y ve marchar, con la mirada vacía, el vagón que lo ha devuelto a su territorio. Aprieta con fuerza la mano derecha, que empuña la pequeña maleta, y bosteza ampliamente, intentando hacer un lapsus en el tiempo antes de comenzar a retomar la vida que dejó apresuradamente otra mañana de hace tantos años.

Observa su alrededor y no consigue reconocer nada de lo que encuentran sus ojos; de pronto siente miedo, es posible que se haya bajado en una estación equivocada, es posible que aquel pueblo, que él recordaba perfectamente, no fuese más que una acuarela de tintes irreales que haya crecido en su retina y en realidad nunca hubiese existido. El entorno que lo rodea es absolutamente desconocido, tan desconocido como todos los lugares que nunca se han visitado, tan desconocido como todos los lugares que nadie ha descrito para nosotros, tan desconocido como todos los lugares ajenos a nuestra existencia. Respira profundo para poder controlar su miedo y se impregna de un aire que identifica enseguida, es el aire que proviene de esas montañas cercanas a las que reconoce sus picos, sus formas, su color manchado, su arrogancia exuberante, su sombra generosa y opulenta; ahora está seguro, no ha errado el camino, no ha despistado la estación, ni ha imaginado lo que no existía, está seguro, se encuentra en el pueblo, su pueblo. Se apresura en buscar un alojamiento para pasar la noche que pronto caerá desde las montañas cercanas. Advierte un letrero de Hostal en un edificio alto, se dirige hacia él y toma una habitación en el último piso. Acomoda el escaso contenido de su maleta en el armario de la habitación y enciende un pequeño televisor, frente a la cama, mientras se tumba buscando una postura cómoda. Recorre con el mando a distancia todas las cadenas, pero ninguna parece interesarle en absoluto. Se incorpora y observa por la ventana que al día le queda luz suficiente para acudir al lugar que tanto temen sus recuerdos. Está inquieto, decide salir a toda prisa de la pequeña estancia y encamina sus pasos hacia la cuesta de los almendros.

Desde lejos la divisa, es lo único que ha quedado inmóvil, impermutable al paso del tiempo, allí está, con las paredes desconchadas y la puerta cerrada, tal como se quedó hace años. Es la casa de su infancia, la casa de la que lleva huyendo varias décadas, la casa que dejó cerrada con su olor de muerte y a la que no ha podido volver desde entonces.

Sabe que cerró con ímpetu la puerta y dejó la llave en el lugar de los geranios, donde siempre la dejaba, desea con todas sus fuerzas que la llave haya desaparecido y le obligue a marcharse sin tener la oportunidad de entrar en el interior, al fin y al cabo sólo ha venido a venderla, a deshacerse de ella y de su olor funesto. No será necesario comprobar su estado, la venderá por lo que le ofrezcan, después de tantos años no habrá nada que recoger de su interior, no habrá nada que no se haya impregnado con el olor repulsivo de la muerte.

Mientras se acerca hasta la casa recuerda aquella última mañana, las prisas de su llegada, aún de madrugada, tras la llamada de la tía Ángeles. Recuerda aquella llamada que le anunció entre sollozos que su madre se encontraba en los últimos momentos, que llegara lo antes posible para poder despedirse de ella; pero fue inútil, fue imposible, fue demasiado tarde, las prisas no sirvieron para nada y cuando Daniel entró en la casa sólo pudo reconocer el olor denso y plúmbeo de la muerte; sólo pudo ver la cruz y las sillas en una habitación en penumbra que velaba el cuerpo amortajado de su madre y aquel olor macabro y viscoso que penetraba por todos los rincones de la vivienda. Un olor de cuyo recuerdo Daniel aún no ha podido desprenderse, un olor que le acosa en los momentos más lúcidos de su vida cotidiana. Por eso ha sido incapaz de volver al pueblo, de volver siquiera para deshacerse de aquella casa sombría cuya evocación le producía el más irracional de los miedos.

Llega junto a la ventana donde encuentra un tiesto de tierra, el tiesto que en otro tiempo criaba frondosos geranios que alegraban la fachada, -rosa claro, rosa oscuro, rosa pálido, verde intenso, como un tapiz, como un trozo de primavera, como la vida…- Levanta el tiesto con una mano, haciendo un esfuerzo mental para no encontrar nada debajo, pero fracasa en el esfuerzo y relaja su cabeza en el último instante. No ha contenido la suficiente energía para hacerla desaparecer y descubre, sin remedio, que la llave continúa en el lugar de siempre; la coge con los dedos temblorosos de la otra mano, suelta el tiesto de tierra e inserta la llave en la cerradura, dejando abierta la casa apenas con un movimiento de muñeca.
Despliega la puerta muy despacio, con el pavor apretado entre los dientes, y deja al descubierto un pasillo largo y amplio, con una puerta de cristal al fondo por el que se filtran los rayos de sol de la atardecida. Siente cómo sus pies son más veloces que sus sentidos y se introducen sin titubeos dentro de la vivienda. Comprueba el estado casi intacto de las habitaciones, sólo un poco de polvo acumulado recuerda que la casa ha estado cerrada durante mucho tiempo. Comienza a respirar tras superar el primer impacto y distingue, con sorpresa, un olor agradable, tan lejano al olor que él suponía. Reconoce el olor de siempre, el de entonces, el de todos los días anteriores a aquella trágica mañana, el olor de la vida, el olor de la infancia, el olor del hogar, el olor del refugio, el olor de las amanecidas lentas, el olor de la primavera, el olor de los otoños de castañas, el olor de los inviernos junto al fuego… No existe ningún olor macabro, ni tan siquiera el olor desapacible del vacío, ni el olor rancio de la carcoma, ni el olor del abandono…

Nota como la sangre, que hace pocos momentos se agolpaba en su pecho, a punto de estallarle, se transporta hacia sus talones, vaciando todos sus miedos en el suelo, fuera de su cuerpo. Recorre la casa, primero con la mirada, y seguidamente con todos los elementos que componen su propia naturaleza. Sube las escaleras para internarse en la planta primera, el corazón le palpita con un ímpetu que parece irrefrenable, está tan impaciente que apenas contiene el pulso firme para poder abrir la puerta, ¡es su dormitorio!, su cuarto de estudio, su espacio de reposo y reflexión, el lugar donde aprendió a ser niño, a ser adolescente, a ser mayor… Todo se encuentra en su lugar, como si cada cosa esperara su regreso para volver a ser útil, allí están sus fotografías, sus cuadros, las medallas deportivas del colegio, sus libros amarillentos, la caja de objetos encontrados, los cromos y las chapas, la tinta negra, los tiralíneas, y por supuesto, lo más importante, su telescopio apuntando hacia el cielo que le procura la pequeña ventana, ¿cómo ha sido capaz de olvidarlo?

El recuerdo de la muerte borró de su cabeza todo lo que en otro tiempo fue importante, lo realmente importante, tal vez por eso se convirtió en una persona seria, demasiado seria, sin alicientes ni motivos, desterrado de sus lugares, desheredado de los elementos que habían formado su propia esencia. Se acerca hasta el telescopio, lo toca como intentando cerciorarse de que lo tiene de nuevo entre sus manos, lo manipula con sumo cuidado, como si fuera tan frágil como sus dedos temblorosos.

Sobre el estribo que forma el muro en el hueco de la ventana, descubre un cuaderno de pastas azules, que dibuja en su portada las palabras “CUADERNO DE ASTROS”. Se queda pensativo ante la visión de esas letras manuscritas con rotulador negro en letra de imprenta, esas letras que golpean la vista desde el azul pálido de las pastas de aquella extraña libreta que no reconoce en un primer intento. Lo abre inquieto, no sólo la curiosidad le obliga a ojear su contenido, sino que un extraño sentido le hace avanzar hacia él e introducirse en el interior de unas páginas que contienen cientos de fórmulas, de anotaciones extrañas, de cálculos aritméticos, de cómputos con ecuaciones de múltiples incógnitas. A medida que va pasando las hojas se le hacen más inaccesibles las anotaciones, más insólitas, más peregrinas, más complicadas… Es extraño, pero aquel cuaderno tiene una luz distinta, cómo si sus hojas no se hubiesen vuelto amarillentas con el paso de los años como las del resto de los libros, cómo si por ellas el tiempo tuviese un transcurrir diferente, más lento, más indolente, o tal vez lo contrario, cómo si el tiempo le pasara tan fugaz que los años no fuesen más que momentos.

Intenta detenidamente descubrir el significado de aquellos dibujos trazados con tinta negra, escrupulosamente marcados y medidos. Esas hojas apenas contienen fórmulas que quepan en su entendimiento, no cree haber poseído nunca los conocimientos suficientes para descifrar semejantes cálculos, ni siquiera para realizar esos dibujos de tinta con tanta precisión, y sin embargo ahí está la prueba más innegable de que ha sido capaz de hacerlo e intenta con todas sus fuerzas recuperar su memoria, recuperar sus conocimientos perdidos, recuperar su pericia.

Se concentra en un nombre, “Cometa Asley” y de repente todo comienza a tomar sentido, los dibujos coinciden con las constelaciones estelares, con recorridos de meteoritos y planetas; las endiabladas ecuaciones sólo son cálculos de órbitas elípticas de diferentes astros, cálculos complicados en este momento, pero que él manejaba sin esfuerzo en sus años de adolescencia cuando su telescopio y su cuaderno eran lo más importante de su existencia, cuando solamente quitaba los ojos del cielo para trazar en su cuaderno todo lo observado, todo lo contractado, todo lo presumible…

El nombre del cometa se repite en las últimas hojas, bajo cada expresión de álgebra, bajo cada dibujo, y al final del cuaderno, en la última hoja utilizada, una expresión que podría coincidir con una fecha, con un momento en el universo. Con una letra más nerviosa que la que escribe el resto del cuaderno, -pero que también reconoce como suya-, con una letra agitada, como emergida de una revelación, y subrayada con fuerza, salta a su vista una fecha, 10 de abril de 2010.

Daniel se pone intranquilo por unos momentos, intenta descubrir qué significan esos números que coinciden con la fecha de hoy, con la fecha que ha comprobado esta mañana en el periódico. Revisa, de nuevo, las últimas páginas, ésas en donde se repite constantemente el nombre del cometa, comprueba incrédulo que se corresponden con los cálculos y conjeturas para predecir su paso por encima de las montañas del pueblo.

Ahora entiende la determinación de esta mañana, posiblemente estos números habían quedado en algún rincón de su memoria. ¿Cómo es posible que haya conservado esa fecha en la cabeza si había olvidado por completo la existencia del cuaderno? ¿Cómo es posible recordar el resultado de unas suposiciones, cuando ni siquiera sabía lo que contenía el cuaderno, ni aún después de haberlo encontrado? ¿Cómo es posible retener una fecha que hace tantos años había dejado de significar nada para él? Daniel se queda con la duda mientras intenta repasar en su cabeza algún dato más, algún dato que le muestre una respuesta, pero es inútil, son unas anotaciones, tan ajenas a él mismo, que no logra ninguna pista; supone que la memoria es un lugar inaccesible del que extrañamente se ha escapado una fecha de forma casual.

De pronto lo comprende todo, Daniel sonríe entre dientes, no ha sido su memoria aletargada, ¡tal vez ha sido Asley, el cometa, quien le ha convocado al encuentro! ¡Tal vez ha sido Asley el que le obligó a salir corriendo esta mañana para demostrarle lo acertado que estaba en todos sus racionamientos! ¡Seguro que ha sido Asley, que quiere que le observe en su paso fugaz por encima de la ventana!

Se sienta en la cama a esperar, comprueba en su reloj que aún son las nueve de la noche. Daniel está seguro, sabe que el cometa cruzará hoy el cielo; está seguro que dibujará su órbita por debajo de las estrellas que comienzan a flamear; está seguro que esta noche irrumpirá en la oscuridad de las alturas, y él estará presente, será el testigo que confirme todas las teorías de aquel joven que pasaba sus horas descubriendo un universo que casi tocaba con los dedos, será el testigo de que aquel joven aún existe en su propio interior y que el miedo a la muerte no le ha robado más que unos años, unos años que en el firmamento sólo son segundos, instantes que apenas entrañan. Está seguro de que el miedo a la muerte, ese miedo irracional que le obligó a olvidarse de todo lo que fue importante, no ha logrado imponer su voluntad, no ha logrado anular a aquel joven que observaba el universo, está seguro que aquel joven no ha desaparecido, está seguro que aquel joven es la parte de su esencia más verdadera.

Daniel admite que ningún temor debe ser eterno, ningún recelo puede desarmar el pasado, ninguna cobardía merece apoderarse de nuestra médula. Así ha querido demostrárselo el cometa, haciéndole correr hasta su encuentro, haciéndole recuperar las horas transcurridas entre los cálculos de aquel cuaderno que estudiaba el infinito. Asley paseará su cola de meteoritos y rayos estelares por el trozo de cosmos que le ofrece su ventana, atravesará los cielos con su aspecto endiosado, y él estará en el lugar preciso, en el lugar de siempre, para comprobarlo desde la mirilla de su telescopio.

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