Una nueva colaboración con la revista Deparenpar, en esta ocasión el relato transcurre en la Sierra Ahillos. Como sabéis, Alcaudete Imaginado comprende historias que suceden en sitios muy conocidos de Alcaudete, son narraciones de ficción, no tienen ninguna base real, aunque ya me han preguntado más de una vez si lo que cuento llegó a suceder. Casi en todas ellas aparece algún elemento sobrenatural, para hacerlas más entretenidas. Espero que os guste.
El día amaneció gris. Una maraña de niebla ocultaba la cima de la Sierra Ahillos. Tomás la veía tras el cristal empañado de su ventana. Ya se había puesto el chándal y las zapatillas, le encantaba caminar en las mañanas brumosas, lo hacía desde que murió Clara, su novia, porque se le antojaba que era lo más parecido a estar en el cielo, cerca de ella. Además, desde hacía una semana tenía un motivo nuevo para disfrutar con sus caminatas matinales.
El otoño por fin había decido mostrarse. La tierra, mojada por las últimas lluvias, había adquirido un rojo más intenso. A su izquierda, los pinares se alzaban orgullosos, flotando en un manto de agujas secas. A la derecha, los olivos, impasibles al paso de las estaciones, siempre verdes, siempre fuertes y poderosos, se humillaban ahora con el peso verdinegro de las aceitunas.
Tomás avanzaba con rapidez, sus piernas ya estaban acostumbradas a la pendiente, a la carretera sinuosa que lo llevaría hasta el lugar de encuentro. Su corazón no estaba alterado por el esfuerzo sino por las ganas de volver a verla, de contemplar su cabellera rojiza, como la tierra mojada que las lluvias habían arrastrado por la cuneta, y el verde oliva de sus ojos transparentes. Hacía una semana que se habían conocido, y cayó por primera vez en la cuenta de que aún no sabía su nombre.
Ella apareció un poco antes de llegar al cortijo Las Pitas, justo en la pequeña meseta desde donde se puede divisar una hermosa panorámica de Alcaudete. Estaba parada, absorta en la contemplación del Castillo, su pelo ondeaba al viento y la niebla le daba un aspecto fantasmagórico. Una fuerza inesperada lo llevó a vencer su timidez y se detuvo junto a ella. Es precioso, ¿verdad?, dijo la chica y se quedó mirando a Tomás con fijeza.
Unos segundos después, ya caminaban juntos. No se habían presentado, pero Tomás sintió que la belleza del otoño lo unía a aquella muchacha, avanzaron algunos kilómetros más, hasta que ella se despidió al pie de un carril que se adentraba en la sierra. Me esperan, fue lo único que le dijo antes de desaparecer entre los pinos.
Ese día iba decidido a preguntarle el nombre, a pedirle el número de su teléfono móvil, a conseguir una cita… No era tan feo, y junto a ella, su timidez desaparecía como la niebla se deshilachaba conforme avanzaba el día. Hablaba sin cesar de su vida, de sus miedos, de sus inseguridades,… Ella sabía escuchar, parecía existir sólo para oír lo que él tenía que contarle. A veces, cuando regresaba a su casa, dudaba de que fuera real, quizás sólo la había imaginado, quizás sólo era una forma de alejar la soledad que se había instalado en su vida desde que su novia murió en un accidente de tráfico, hacía ya más de dos años.
Ella estaba esperándolo en el lugar acostumbrado, con la vista perdida en el horizonte; cuando Tomás se acercó pudo ver que lloraba. Lágrimas gruesas rodaban por su piel blanca, moteada con pecas de canela. El hombre deseó beberse aquellas lágrimas, acabar con la tristeza que las provocaba; deseó besar cada centímetro de su rostro. Era la primera vez que sentía atracción por una chica desde que su novia murió, la primera vez que tenía un motivo para seguir viviendo.
―Tengo que marcharme―, dijo ella― mi tiempo aquí se acabó.
―No puedes hacerme eso, ¿dónde te vas? Dime la dirección, iré a visitarte, por favor, no desaparezcas de mi vida. Ni siquiera sé como te llamas.
―No admiten visitas a donde voy, ni se necesita nombre, ni siquiera cuerpo; se puede coger prestado si, como ahora, me hace falta. De todas formas, puedes llamarme Noviembre.
―¿Noviembre? ¿Qué clase de nombre es ese?
―Noviembre es el mes de los muertos. Los vivos se acuerdan de sus difuntos, los cubren de flores y de velas, los llaman y a veces…
―A veces, ¿qué? ¡Dime! ― gritó Tomás sin poder ocultar sus lágrimas.
―A veces …, respondemos a esa llamada, Tomasete.
Y dicho esto se lanzó con los brazos abiertos hacia el horizonte. Tomás observó, asombrado, como flotaba sobre los olivos, mientras su cuerpo se transformaba en niebla; la misma niebla húmeda y fría que se había quedado helada en su espaldas al oír la palabra Tomasete. Sólo una persona en el mundo lo llamaba así: Clara.
ALCAUDETE IMAGINADO: LA SIERRA AHILLOS
El día amaneció gris. Una maraña de niebla ocultaba la cima de la Sierra Ahillos. Tomás la veía tras el cristal empañado de su ventana. Ya se había puesto el chándal y las zapatillas, le encantaba caminar en las mañanas brumosas, lo hacía desde que murió Clara, su novia, porque se le antojaba que era lo más parecido a estar en el cielo, cerca de ella. Además, desde hacía una semana tenía un motivo nuevo para disfrutar con sus caminatas matinales.
El otoño por fin había decido mostrarse. La tierra, mojada por las últimas lluvias, había adquirido un rojo más intenso. A su izquierda, los pinares se alzaban orgullosos, flotando en un manto de agujas secas. A la derecha, los olivos, impasibles al paso de las estaciones, siempre verdes, siempre fuertes y poderosos, se humillaban ahora con el peso verdinegro de las aceitunas.
Tomás avanzaba con rapidez, sus piernas ya estaban acostumbradas a la pendiente, a la carretera sinuosa que lo llevaría hasta el lugar de encuentro. Su corazón no estaba alterado por el esfuerzo sino por las ganas de volver a verla, de contemplar su cabellera rojiza, como la tierra mojada que las lluvias habían arrastrado por la cuneta, y el verde oliva de sus ojos transparentes. Hacía una semana que se habían conocido, y cayó por primera vez en la cuenta de que aún no sabía su nombre.
Ella apareció un poco antes de llegar al cortijo Las Pitas, justo en la pequeña meseta desde donde se puede divisar una hermosa panorámica de Alcaudete. Estaba parada, absorta en la contemplación del Castillo, su pelo ondeaba al viento y la niebla le daba un aspecto fantasmagórico. Una fuerza inesperada lo llevó a vencer su timidez y se detuvo junto a ella. Es precioso, ¿verdad?, dijo la chica y se quedó mirando a Tomás con fijeza.
Unos segundos después, ya caminaban juntos. No se habían presentado, pero Tomás sintió que la belleza del otoño lo unía a aquella muchacha, avanzaron algunos kilómetros más, hasta que ella se despidió al pie de un carril que se adentraba en la sierra. Me esperan, fue lo único que le dijo antes de desaparecer entre los pinos.
Ese día iba decidido a preguntarle el nombre, a pedirle el número de su teléfono móvil, a conseguir una cita… No era tan feo, y junto a ella, su timidez desaparecía como la niebla se deshilachaba conforme avanzaba el día. Hablaba sin cesar de su vida, de sus miedos, de sus inseguridades,… Ella sabía escuchar, parecía existir sólo para oír lo que él tenía que contarle. A veces, cuando regresaba a su casa, dudaba de que fuera real, quizás sólo la había imaginado, quizás sólo era una forma de alejar la soledad que se había instalado en su vida desde que su novia murió en un accidente de tráfico, hacía ya más de dos años.
Ella estaba esperándolo en el lugar acostumbrado, con la vista perdida en el horizonte; cuando Tomás se acercó pudo ver que lloraba. Lágrimas gruesas rodaban por su piel blanca, moteada con pecas de canela. El hombre deseó beberse aquellas lágrimas, acabar con la tristeza que las provocaba; deseó besar cada centímetro de su rostro. Era la primera vez que sentía atracción por una chica desde que su novia murió, la primera vez que tenía un motivo para seguir viviendo.
―Tengo que marcharme―, dijo ella― mi tiempo aquí se acabó.
―No puedes hacerme eso, ¿dónde te vas? Dime la dirección, iré a visitarte, por favor, no desaparezcas de mi vida. Ni siquiera sé como te llamas.
―No admiten visitas a donde voy, ni se necesita nombre, ni siquiera cuerpo; se puede coger prestado si, como ahora, me hace falta. De todas formas, puedes llamarme Noviembre.
―¿Noviembre? ¿Qué clase de nombre es ese?
―Noviembre es el mes de los muertos. Los vivos se acuerdan de sus difuntos, los cubren de flores y de velas, los llaman y a veces…
―A veces, ¿qué? ¡Dime! ― gritó Tomás sin poder ocultar sus lágrimas.
―A veces …, respondemos a esa llamada, Tomasete.
Y dicho esto se lanzó con los brazos abiertos hacia el horizonte. Tomás observó, asombrado, como flotaba sobre los olivos, mientras su cuerpo se transformaba en niebla; la misma niebla húmeda y fría que se había quedado helada en su espaldas al oír la palabra Tomasete. Sólo una persona en el mundo lo llamaba así: Clara.
4 comentarios:
Muy bonito, como todos tus relatos, y con un final impactante y tierno a la vez.
Buen lunes.
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