lunes, 15 de noviembre de 2010

La madre


Cada vez que la mira a los ojos tiene la sensación de estar asomándose a un pozo oscuro y profundo, un enmarañado de tinieblas y miedos.
No hace tanto podía adivinar todos sus movimientos incluso antes de que empezara a ejecutarlos, como si se tratara de la coreografía de un ballet mil veces visto.
Este pensamiento le lleva de la mano hasta sus primeros años, cuando apenas levantaba un palmo del suelo y se agarraba a su mano con fuerza al cruzar el semáforo que las llevaría hasta la escuela de danza. Aún no había cumplido los cuatro años.
Ahora se pregunta si no estaría allí el origen de la desgracia, si no sería ella la culpable por animarla a ser una bailarina, a cumplir el sueño que ella nunca logró. Quiso pasar por alto que su hija, como ella, era una niña regordeta, de pies pequeños y hoyuelos en los dedos, que su constitución no era la más apropiada para la danza. Duele sentirse culpable, pero lastima más no saber qué hacer, qué camino tomar para ayudarle a salir de ese cenagal de vómitos y hambrunas.
Observa como termina el desayuno, sin ganas, como un pajarillo inapetente. Mira su piel mortecina, la nariz afilada, el perfil transparente de sus orejas, las flores moradas de sus labios. No parece su niña. La ilusión por vivir se le escapa entre sus dedos, tristes y descarnados, que dejan resbalar la tostada hasta ocultarla bajo la servilleta. Ella finge que no la ha visto, prefiere que coma poco a que luego vomite. Hoy tienen cita en la clínica. A la madre no le gusta ir allí, teme ver las imágenes de esos cadáveres vivientes que deambulan por los pasillos. Su hija todavía puede pasar por una chica demasiado delgada, aún no lleva escrita en la frente la palabra maldita: anorexia.
Es tan hermosa, piensa la madre mientras conduce con la mente tan alejada del tráfico que, al cambiar el semáforo, a punto está de chocar con el coche que la precede. Le gustaría hablarle, decirle cuánto la quiere, cuánto la quiso desde el momento que vio su carita rosada en la sala de partos, olvidando de golpe el esfuerzo y el dolor sufrido durante más de veinte horas. Un parto de primeriza.
Se bajan del coche, intercambian una mirada angustiada, llena de inseguridad, la madre nota la presión de aquellos dedos famélicos en la palma de su mano, como el primer día que la llevó al colegio. En esa ocasión se separó de ella muerta de miedo, pero sin llorar ni gritar, como hacían los otros niños. Sólo le dirigió una mirada acusadora que la llevó a estar todo el día inquieta, con la sensación de haberle fallado, y la seguridad de que lo había hecho por su bien. Sabe que hoy tendrá que regresar sola, que Maite se quedará allí, ya ha dado un primer paso, aceptar que está enferma.
Busca sus ojos, esta vez no ve reproches, tan solo miedo. Un miedo como el que aprieta su garganta, que le impide hablar y decirle cuánto la quiere, cuánto la ha querido desde que nació, desde que la matrona la dejó sobre su pecho, húmeda y desamparada.
Es la hija quien inicia la despedida, sus palabras son susurros apenas musitados.
- Debes marcharte mamá, estaré bien, voy a curarme. Quiero curarme, aquí me ayudarán.

La madre no puede hablar, quisiera decirle que sí, que seguro que se recuperará, que la esperará, que cuando regrese harán miles de cosas juntas, todo lo que no han hecho desde que ella dejó de ser ella, desde que se convirtió en una extraña con ojos de pozo.
No dice nada. Le da un beso y se marcha sin decir adiós, no quiere que la vea llorar.

5 comentarios:

José Antonio López Rastoll dijo...

Hola Felisa,

Me gusta la literatura comprometida y, en tu caso, me encanta como describes una situación vivida por muchas jovencitas hoy en día. Y por sus madres. Lo importante es aceptar el problema y tratar de solucionarlo.

Un saludo,

Jose

Felisa Moreno dijo...

Gracias Jose Antonio, lamentablemente es una situación más habitual de lo que imaginamos, y a veces se apoya en internet, yo me quedé alucinada un día con la cantidad de blogs que hay de chicas que practican la anorexia y la bulimia (Ana y Mía las llaman) y que se apoyan entre sí.
Gracias por pasarte por mi casa y dejar tu comentario.
Saludos

Teresa Cameselle dijo...

Cuentas una historia terrible desde otro punto de vista, a veces olvidado, el de la familia, la madre, la más cercana y la que no puede evitar sentirse culpable, buscar motivos a la sinrazón. Y lo cuentas con delicadeza, sin recrearte en el morbo, y con mucha ternura. Gran relato, como nos tienes acostumbrados.

Aprovecho para decirte que ayer recibí tus 13 cuentos, que me parece un libro precioso por fuera (por dentro ya me lo imagino), y que muchas gracias por la dedicatoria y por el calendario de Alcaudete, que tengo ya sobre mi escritorio.
Un beso, Felisa.

Maribel Romero dijo...

Excelente relato que nos pone sobre el mantel un gran problema. Es interesante la visión de la madre, esa sensación de culpa que todos los padres tenemos cuando nuestros hijos fracasan en algo o sencillamente no les salen bien las cosas. Imagínate si ya nos metemos en problemas serios, la culpabilidad tiene que ser difícil de sobrellevar.
En tu relato, al menos, hay un camino para la esperanza, y es el deseo de la propia enferma de curarse, de salir adelante. Esto no suele ser común en las anoréxicas, por tanto que sirva de ejemplo.
Un abrazo.

José Antonio López Rastoll dijo...

He oído hablar de esos blogs. Unas se animan a otras para no comer. Se me ocurrió que podría ser un buen relato... de terror.